El título de vizconde Grafton era una cortesía de su padre. Cuando nació le había donado uno de los títulos que le sobraban y del que podría disfrutar a la espera del más importante. De todos modos, Sebastian se había asegurado de que nadie en Nueva York lo supiera.
El acoso a la aristocracia de rango menor era un cruel deporte al que los medios de comunicación británicos eran muy aficionados. Si se enteraban de su implicación en la empresa Coronet Cards se convertiría en el blanco de sus burlas. Mientras se burlaran del vizconde bien podría ser que los socios de Nueva York no lo relacionaran con él.
En todo caso, unas cuantas burlas valdrían la pena si eso significaba que nadie en esa ciudad se enteraría de que había suspendido temporalmente su brillante carrera en el banco para rescatar a las Hadas del Bosque del desastre fiscal.
– ¿Cómo se dirigían a George en la empresa?
– Como señor George, todos menos los miembros más antiguos del personal.
– Por ahora preferiría que me llamaran Sebastian -dijo él.
– ¿Todo el mundo?
– Sí.
– Bueno, si es eso lo quieres…
– Eso es lo que quiero -aseguró al tiempo que indicaba el despliegue de tarjetas de cumpleaños, platos de papel, servilletas y globos desparramados sobre la mesa de conferencias situada en un extremo del despacho-. ¿Y dices que este montón de cosas era la línea más rentable de Coronet? -preguntó, intentando ocultar su incredulidad.
– ¿Nunca has visto el programa de televisión? -preguntó, sorprendida.
– No lo creo.
– Claro, seguramente no lo transmiten en la televisión estadounidense. Los personajes de las Hadas del Bosque fueron muy populares aquí, por eso George compró una licencia por un plazo de veinticinco años con el fin de utilizar los personajes en tarjetas y artículos para fiestas infantiles.
– ¿Has dicho veinticinco años?
– Las Hadas del Bosque han sido muy populares entre los niños de tres a seis años.
– ¿Y cuánto pagó la empresa por la licencia?
– Fue un buen negocio -respondió ella, a la defensiva-. Esa línea de productos fue el principal sostén de la empresa durante muchos años.
– ¿Fue?
– Las ventas han disminuido desde que la televisión ya no emite el programa.
Distraída por un sentimiento de frustración, Matty renunció a continuar con su trabajo. Toda la mañana había estado intentando no pensar en Sebastian Wolseley, en los sensuales pliegues que se le formaban junto a los ojos cuando sonreía, en el modo en que éstos cambiaban de color.
Seguramente, a esa hora todavía estaría durmiendo en Nueva York. Lo visualizó con la cara contra la almohada y las largas piernas despatarradas en la cama de uno de esos amplios apartamentos con grandes ventanales del suelo al techo que dejaban pasar la luz a raudales.
Matty sonrió al recordar que pocas personas eran capaces de enfrentarse a una silla de ruedas sin sentirse incómodas, pero él había superado la prueba con un sobresaliente.
La periodista tan ansiosa por entrevistarla, sin poder ocultar su incomodidad, se había marchado cuanto antes prometiéndole una llamada telefónica. Y tal vez lo haría. «Valerosa mujer atada a una silla de ruedas se dedica a ilustrar hermosos libros…» Era una historia más atractiva que escribir sobre una fémina sana dedicada al mismo oficio.
Matty recordó que, durante unos minutos, Sebastian le habló como si no fuera una inválida, diciendo cosas que nadie habría soñado decir, incluso preguntándole si bailaba.
Y cuando se había dado cuenta de que el baile nunca formaría parte de su repertorio, no había cambiado de actitud, no se había dirigido a ella como si fuera una estúpida. Cenar con él habría sido un placer nada frecuente en su vida.
Sentada a una mesa iluminada con velas, podría haber fingido durante unas cuantas horas de arrebato que su exterior era igual al de cualquier mujer común y corriente. Con los mismos anhelos, con el mismo deseo de ser amada, de tener un hombre que la apoyara, que le hiciera el amor.
Matty cerró los ojos un instante negándose a admitir que no era y nunca sería como las demás mujeres. ¿Cómo se había atrevido Sebastian a bromear con ella, a hablarle como si pudiera levantarse de la silla y ponerse a bailar en cuanto le apeteciera?
Ya con los ojos abiertos, pensó que no era justo culparlo. Lo había visto contemplar el fondo de la copa como si fuese un abismo y no había sido capaz de mantener la boca cerrada. Ella era la única culpable de sus noches de insomnio. Porque él ocupaba su mente desde que le había tomado la mano manteniéndola entre las suyas durante un instante demasiado largo.
Sin embargo, el lunes era un día laborable. No podía darse el lujo de entregarse a sus pensamientos cuando tenía fijada una estricta fecha tope para entregar el trabajo que le habían encargado. Así que eligió una pintura al pastel y se concentró en la ilustración que tenía ante ella.
– ¡Vamos, Toby, puedes hacerlo!
Matty alzó la vista justo cuando Toby intentaba escalar una estructura de brillantes colores colocada en el jardín. Era demasiado alta para él, y el niño, muy frustrado, se esforzaba por llegar a la cumbre.
Matty se inclinó hacia delante, anhelando estar fuera para darle el empujón que necesitaba. Entonces dejó escapar su propia frustración en el papel que tenía ante sus ojos. Con unos cuantos trazos de color Hattie Hot Wheels, su otro yo, salía disparada de la silla de ruedas con los brazos abiertos, volaba hacia Toby y lo alzaba por los aires hasta subirlo a lo alto.
Otro triunfo de su superheroína cuyos poderes especiales le permitían convertir la impotencia en acción.
Entonces Fran, con una sonrisa de estímulo, ayudó a subir al pequeño sujetándole la espalda con una mano.
¿Para qué iba a necesitar Toby una superheroína cuando tenía una madre con dos buenos brazos y piernas?
– ¡Matty! -gritó Toby haciendo señas con los brazos desde lo alto de la estructura-. ¡Mírame!
– ¡Bravo, Toby! -respondió su madrina a voces desde la silla de ruedas.
Pero su sonrisa se esfumó al instante al ver la ilustración casi concluida que acababa de arruinar por culpa de su personaje dibujado en la parte superior del papel.
¿Vandalismo deliberado?
Había ilustrado decenas de historias para revistas femeninas y sabía desde el principio que ésa en particular le iba a resultar dura, pero ella era una profesional. La escena en cuestión representaba una amplia {¿aya desierta con las siluetas de una pareja de amantes contra el sol poniente. Así se ganaba la vida y no podía rechazar los encargos sólo porque cargaran su memoria de recuerdos penosos.
– Ven con nosotros, Matty -la llamó Fran-. Mañana va a llover.
No era fácil resistirse a esa llamada de sirenas, pero cada minuto que pasaba junto a Toby era un recordatorio desgarrador de lo que había perdido en aquellos segundos que le arrebataron su futuro, incluida la maternidad. Y el bebé recién nacido, con toda la alegría que le proporcionaba, empeoraba las cosas.
Matty empezaba a sentirse atrapada al otro lado del cristal, como si fuera una espectadora de la vida que se le negaba. Si sólo pudiera permitirse una nueva existencia en una casa propia, lejos de Londres…
– ¡Tal vez más tarde! -gritó a Fran justo antes de atender el teléfono, que había empezado a sonar-. Matty Lang -dijo, y por un instante sintió que se le paralizaba el corazón-. Hola, Sebastian Wolseley. Eres madrugador. ¿No es una hora intempestiva allá en Nueva York?
– Es cierto. Aunque aquí en Londres son casi las once de la mañana. Dijiste que cenarías conmigo cuando estuviera de vuelta, pero me preguntaba si podríamos cambiarlo por una comida. He reservado una mesa en Giovanni's.