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Era un restaurante tan famoso que ni siquiera tenía que molestarse en algo tan funcional como disponer de una dirección. Un tipo de local donde los ricos y famosos acudían para ser vistos y lucirse. Y casi eran las once.

Tenía dos horas para ducharse, cambiarse, encontrar un estacionamiento… ¡Y el peinado!

Además, nunca iba a ningún sitio sin antes examinarlo. Tenía que asegurarse de que habría una rampa para la silla de ruedas, que el tocador de señoras no estuviera en una primera planta. Incluso, si estaba en la planta baja, evitar quedarse atrapada en la puerta del lavabo.

De acuerdo, podía con todo eso; pero no lo haría.

– Dije que tal vez nos veríamos cuando volvieras. Pero no has ido a ninguna parte -le recordó.

– Al contrario, ayer fui a Sussex -afirmó, y ella visualizó el brillo de sus ojos y el leve pliegue en la comisura de la boca, que era el inicio de una sonrisa-. Una invitación forzosa a comer con la familia.

– ¿Por qué será que se me hace difícil creer que obedezcas órdenes de nadie?

– Bueno, necesitaba pedir un coche.

– ¿A tu familia le sobran los coches?

– Es uno viejo que sólo ocupa espacio en el garaje. Me habría gustado que me acompañaras.

– Me alegro de que no me hayas invitado.

– Tienes razón. Es un aburrimiento. Bueno, como ves, he estado en alguna parte y ahora he vuelto.

– Bien sabes que no me refería a eso.

– No recuerdo que hayas estipulado un lugar preciso. ¿Es que Sussex no cuenta?

Sí que contaba. Ése era el problema, porque Matty deseaba comer con él. Ya había soñado con esa escena. Ambos estaban sentados a la mesa de un restaurante elegante y simulaban ser sólo dos personas que compartían una comida. Pero luego él se levantaría de la mesa y se marcharía andando.

Sí, un sueño del que había despertado.

– De veras que lo siento, Sebastian, pero debo entregar un trabajo que tiene fecha tope y casi se me ha agotado el tiempo. Temo que mi almuerzo se limitará a un bocadillo. Pero gracias por la invitación -Matty cortó la comunicación sin darle oportunidad para replicar.

Reclinado en el sillón de piel tras la mesa del despacho, Sebastian reconoció que podría haber manejado mejor las cosas. Giovanni's había sido su primer error.

Realmente había deseado verla, conversar con ella, pero en lugar de decírselo había arrojado una invitación a comer en el restaurante más lujoso que se le ocurrió, a sabiendas de que pocas mujeres se resistían.

Pero ella no era como otras mujeres y él no le había dado oportunidad de decidir dónde le gustaría ir. Tampoco se le había ocurrido pensar que su vida estuviera tan ocupada como para no disponer de un momento para él.

Nada nuevo. Durante años había tratado a las mujeres de un modo casual, al estilo de «o lo tomas o lo dejas».

Las mujeres decentes habían optado por lo último cuando se daban cuenta de que no ofrecía nada más.

Sólo las interesadas en acudir a restaurantes caros y mezclarse con gente famosa aceptaban sus invitaciones. Y no había estado mal. Cada uno conseguía lo que deseaba sin molestarse en disimular algo más que la más superficial de las relaciones.

Nada que fuera a interferir en lo único que realmente le importaba: su carrera.

– Sebastian, ¿has descolgado el teléfono? -preguntó Blanche al verlo con el auricular en la mano-. Oh, perdona, estás hablando.

Él alzó la vista.

– He terminado -dijo al tiempo que colocaba el auricular en su sitio-. ¿Qué deseabas?

– Nuestro cliente más importante quiere reunirse contigo. George solía invitarlo a comer y lo trataba muy bien.

– ¿Y de qué hay que hablar?

– De la gama de artículos para el próximo año.

– ¿Y tenemos algo? ¿Por qué no lo he visto? El modo en que ella se encogió de hombros fue muy elocuente.

– Al final de su vida George no prestaba demasiada atención a sus negocios -explicó al tiempo que se sentaba con cierta brusquedad en la silla frente a él-. Todavía no me puedo acostumbrar a su ausencia -balbuceó al tiempo que buscaba un pañuelo en el bolsillo.

– Lo siento, Blanche. Trabajaste mucho tiempo para él. Esto debe de ser duro para ti.

– Le tenía mucho afecto. Era un caballero -declaró con manifiesta emoción.

Sebastian se preguntó si sentiría el mismo afecto por él si se enteraba del agujero que había dejado en los fondos de pensiones. Deseó fervientemente que ella nunca tuviera que descubrirlo.

– No sabes cuánto agradecemos que la familia haya decidido mantener la empresa. Porque realmente nunca les entusiasmó, ¿no es así?

– Así es. Aunque la verdad es que tampoco se sentían exactamente entusiasmados con George.

George nunca había tenido necesidad de trabajar, pero nunca le había gustado el papel que le había tocado representar en la vida al nacer. No lo atraía ir de caza, ni la práctica de tiro, ni la pesca. Aparte de muchas otras cosas, ambos compartían esa falta de entusiasmo por los deportes favoritos de la aristocracia británica.

– Todos creímos que la compañía se iba a liquidar -continuó Blanche-. Y por supuesto que lo comprendimos. Los negocios no han prosperado en los últimos años. Eso habría significado una jubilación anticipada para todos nosotros. Pero, ¿qué diablos haría yo entonces?

– Comprendo.

Había cosas peores que una jubilación anticipada como, por ejemplo, no poder disfrutar de ella, pensó Sebastian. Pero si la empresa pudiera remontar hasta el punto de encontrar un comprador e invertir el dinero en una pensión vitalicia para los empleados, ella y todo el resto del personal nunca se verían en esa situación.

– No puedes imaginar el alivio que sentimos al enterarnos de que te harías cargo de la compañía.

– Sí, pero no podremos negociar hasta que hagamos algo respecto a la gama de productos para el próximo año. Así que, ¿por dónde empezamos?

– Ya es un poco tarde. El plazo de entrega de los pedidos…

– Blanche, si voy a pagarle a ese hombre una comida cara, me gustaría tener algo que venderle mientras él se sienta satisfecho. ¿De dónde salen los nuevos diseños? ¿Alguna vez George encargó a un artista un diseño conceptual que pudiera transformarse en un patrón para aplicar en una gama de productos?

– Últimamente no había hecho ningún encargo, pero George tenía muchos contactos. Siempre se las ingeniaba para salir con algo nuevo.

– Eso no me ayuda mucho.

– No, lo siento. Aunque podrías mirar en su bargueño -sugirió en tanto indicaba el mueble en un rincón del despacho-. A veces compraba cosas que pensaba que podrían ser útiles y las guardaba allí -dijo, otra vez con los ojos llenos de lágrimas.

– ¿Por qué no vas a almorzar mientras yo busco entre sus cosas? -sugirió al tiempo que la tomaba de la mano y la guiaba a la puerta, incapaz de hacer nada más para mitigar su pena.

– Lo siento.

– No te preocupes, te comprendo.

Cuando la secretaria se hubo marchado, Sebastian se apoyó contra la puerta. Hasta ese momento no se había dado cuenta de que también Blanche había estado enamorada de George. Y no le cabía duda de que el viejo pillo lo sabía y había sacado ventaja de la situación.

Entonces, se puso a revisar el contenido del bargueño sin el menor interés. Ni siquiera deseaba estar en ese país, pero era inútil postergar lo inevitable.

El primer cajón contenía una cantidad de antiguos dibujos botánicos, manchados y algo deteriorados en los bordes. Lo único favorable era que se trataba de ilustraciones cuyos derechos de reproducción habían caducado hacía uno o dos siglos atrás. El segundo cajón contenía una serie de personajes de canciones infantiles.

Después de hacer una revisión a fondo, llegó a la conclusión de que Coronel era una empresa en decadencia. Hacía unos tres años que funcionaba a ritmo lento.

Si le hubieran pedido su opinión, habría sugerido buscar un comprador preparado para hacerse cargo de la empresa a fin de añadir la marca comercial Coronel a la lista de sus posesiones. O liquidarla antes de que empezara arrojar pérdidas demasiado graves.