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– He dicho que…

– Ya he oído lo que has dicho, pero la verdad es que no me lo podía creer. ¡Por que tú… -dijo, entrecerrando los ojos con furia mientras lo señalaba con un dedo-, eres la última persona con derecho a acusar a nadie de huir!

Alzó los brazos y miró hacia el cielo.

– Eres increíble, Kyle. Increíble -giró sobre los talones, se montó en la camioneta y arrancó violentamente, dejando a Kyle, a sus relucientes vaqueros y a su camisa de diseño cubiertos de polvo.

– Te pasa algo malo -Caitlyn, sentada al lado de Sam, miraba a su madre con unos ojos idénticos a los de su padre mientras la camioneta entraba en el pueblo.

– ¿Algo malo? -Samantha sintió que se le encogía el corazón.

El sol comenzaba a bajar por el horizonte y del asfalto se elevaban olas de calor, distorsionando las fachadas de los edificios de Clear Springs, una ciudad que rendía homenaje a la última parte del siglo diecinueve con su arquitectura.

– Sí, estás muy rara desde que has venido a buscarme -a Caitlyn nunca le había gustado andarse con rodeos.

– Supongo que sí -admitió Sam, recordando lo furiosa que había conseguido ponerla Kyle. Cuando había ido a buscar a Sam a casa de una de sus amigas, estaba que echaba humo.

– ¿Por qué?

– Es solo que… me he encontrado hoy con un viejo amigo. Ha sido una sorpresa.

– ¿Y?

Sí, claro, ¿y?

– Y me duele la cabeza -en eso no estaba mintiendo.

– ¿Tu amigo te ha provocado dolor de cabeza? – Caitlyn sacudió la cabeza, como si no terminara de creerse aquella historia-. Pareces enfadada.

– ¿Enfadada?

– Sí, sí. Estás igual que el año pasado, cuando te enteraste de que Billy MacGrath había invitado a su cumpleaños a todo el mundo menos a mí y aTommy Wilkins.

A Sam le ardió la sangre al recordar aquel incidente.

– Bueno, eso no estuvo nada bien y la madre de Bill lo sabía, por eso… Oh, eso ya es agua pasada -Samantha alargó el brazo hacia el salpicadero y agarró las gafas de sol.

El año anterior habría sido capaz de estrangular a Billy y a la estúpida que tenía por madre, que había decidido que había dos niños en una clase de veintiuno que no eran suficientemente buenos para ser invitados a la fiesta de cumpleaños de su hijo. Los dos únicos niños que eran hijos de madres solteras.

– ¿Y por qué te ha hecho enfadar tu amigo?

– En realidad él no ha hecho nada. Pero ha aparecido de una forma tan inesperada que me ha asustado – se defendió, y palmeó la cabeza de su hija-.Tengo que parar en el banco y en la oficina de correos, pero después podemos ir a tomar un helado.

El ceño de preocupación de Caitlyn se suavizó.

– ¿Qué tal un helado de crema con chocolate?

– ¿Por qué no? -exclamó Sam, justo cuando pasaban por delante de la señal que daba la bienvenida a los recién llegados a Clear Springs.

Quizá tuvieran algo que celebrar. No todos los días aparecía por allí el padre de su hija. Oh, Dios, ¿cómo iba a atreverse a decirle que era el padre de Caitlyn? ¿Y qué haría él cuando lo supiera? ¿Se reiría en su cara? ¿La llamaría mentirosa? ¿O vería la verdad con sus propios ojos y decidiría que ya había llegado el momento de comenzar a ser un verdadero padre? Si en algún momento se le ocurría reclamar la custodia compartida, ella no podría luchar contra él. Contra el dinero de la familia Fortune y todos sus abogados, no tendría una sola oportunidad.

Sam sintió que se le secaba la garganta. Aparcó la camioneta y se obligó a tranquilizarse. No había por qué exagerar. Kyle solo iba a estar allí durante seis meses e, incluso en el caso de que averiguara que Caitlyn era su hija, no tenía por qué preocuparse. Estaba segura de que reaccionaría de una forma razonable. Claro que sí. ¿Pero Caitlyn? ¿Qué sentiría ella por su padre?

No, Samantha no podía perder a su hija. No podía perderla por culpa de nadie. Pero menos por la del hombre que la había engendrado.

Capítulo 2

– Qué desastre -con un bufido de disgusto, Kyle miró el libro de contabilidad.

El mohoso diario estaba abierto sobre el viejo escritorio de roble que llevaba en aquel estudio al menos tanto tiempo como Kyle era capaz de recordar. Había pertenecido a Ben Fortune, el abuelo de Kyle y marido de Kate, aunque Kyle no recordaba haber visto ni una sola vez a su abuelo sentado en el sillón de cuero. No, aquel rancho siempre había sido el refugio de Kate para alejarse del endiablado ritmo de la ciudad. Pero aquel libro de contabilidad era todo un misterio. ¿Por qué no habría utilizado un ordenador? ¿Por qué no había ninguna conexión a Internet? ¿O algún programa de contabilidad? Eso no era propio de su abuela, una mujer que siempre había vivido por delante de su tiempo, que utilizaba el teléfono móvil y el fax con la misma facilidad con la que se ponía un perfume. Kate Fortune había estado conectada por ordenador con todas las empresas de su difunto marido, incluyendo las más alejadas, situadas en Singapur y en Madrid. Aunque era capaz de utilizar el mismo lenguaje que los trabajadores de los pozos petrolíferos de Ben, era una mujer que pilotaba su propio avión. Y si algún rancho de Wyoming debía haber tenido un maldito PC y un módem, ese era precisamente el de Kate. Aquella falta de medios no tenía ningún sentido. A menos que Kate fuera siempre allí para alejarse del ritmo vertiginoso de la ciudad y prefiriera el paso lento con el que habían trabajado los rancheros desde hacía décadas.

Sonó el teléfono y Kyle levantó el auricular, esperando encontrarse con la voz profunda de Samantha al otro lado de la línea.

– Kyle Fortune -contestó.

– Vaya, así que era verdad -tronó la voz de Grant a través del auricular mientras Kyle se recostaba en el sillón-. Había oído el desagradable rumor de que habías vuelto a la ciudad.

– Las malas noticias corren muy rápido.

– Especialmente en esta familia.

Desde luego, pensó Kyle. Los Fortune siempre habían estado muy unidos, pero desde la muerte de Kate, Kyle había sentido cómo se reforzaban los vínculos entre primos y hermanos, como si de la tristeza compartida por la muerte de su abuela hubiera nacido una nueva camaradería.

– Me llamó Mike para decirme que habías ido hasta Jackson en el avión de la compañía, así que imaginé que aparecerías por aquí antes o después.

– Y ya he tenido tiempo de ver el animal que has heredado.

Grant soltó una carcajada.

– El Fuego de los Fortune.

– El Loco de los Fortune, lo llamaría yo.

– Te lo quitaré de las manos en cuanto puedan meterlo en un remolque. Sé que Samantha ha estado trabajando con él.

– Eso parece.

Sam. ¿Por qué no podría dejar de pensar en ella?

– Supongo que ya sabes que Rocky está pensando en venir a vivir aquí.

– ¿Rocky? ¿Te refieres a Rachel?

– Exacto, tu prima y la mía.

Kyle no había vuelto a ver a Rachel desde el día de la lectura del testamento de Kate. Normalmente atrevida y de rápida sonrisa, aquel día estaba tan afectada como el resto de la familia. Unas ojeras oscuras rodeaban sus ojos castaños. Parecía muy perdida en aquella ocasión, pero, en realidad, toda la familia lo estaba.

– Me he encontrado con Sam cuando estaba intentando domarlo. Ese semental parece un auténtico diablo.

– Lo es -rió Grant.

Kyle miró hacia la ventana. Los últimos rayos del sol acariciaban la tierra.

– Sam tiene una hija -comentó.

– Sí.

– Dice que el padre está fuera de escena. No sabía que había estado casada.

– Y no lo ha estado.

– ¿Entonces quién es el padre?

– No lo sé, nunca se lo he preguntado. No es asunto mío -contestó Grant. Sin decirlo explícitamente, estaba insinuando que tampoco era suyo.

– ¿No lo sabe nadie?

– Bueno, supongo que Sam lo sabrá, y también Bess, su madre. Algunos rumores intentaron señalar a Tadd Richter. ¿Te acuerdas de él?