Caitlyn negó con la cabeza.
– Entonces, ¿por qué estás asustada esta noche?
Caitlyn se mordió el labio.
– Es solo que… todo es muy raro.
– Bueno, pues ya está -Sam esbozó una sonrisa, aunque por dentro estaba destrozada-.Vas a dormir conmigo. Y no te preocupes por si alguien está o no vigilándote. Tenemos el mejor perro guardián del mundo y…
– ¿Fang? -Caitlyn soltó una carcajada y la preocupación desapareció de sus ojos.
– Sí, y por la noche siempre cierro las puertas y las ventanas con cerrojo. Además, seguro que todo es cosa de tu imaginación. Vamos.
Llevando la sábana con ella, Caitlyn corrió hacia el dormitorio de su madre, saltó a la cama y se acurrucó bajo las sábanas.
– ¿Podemos ver la televisión?
– Creía que estabas cansada.
– Por favor…
Preguntándose si estaría siendo engatusada por la más joven actriz del planeta, Sam le dio permiso para ver la televisión. Comprobó que las puertas estaban bien cerradas, se aseguró de que Fang estaba en su lugar favorito, al pie de las escaleras, y dirigió una última mirada hacia el rancho de los Fortune. La noche, iluminada por la luna creciente, era serena, en absoluto siniestra. Él único problema que le deparaba el futuro inmediato era Kyle Fortune. Sam subió las escaleras, atenta como siempre al crujido del tercer escalón, pero consciente de que su vida ya nunca volvería a ser la misma.
Kyle sacudió las moscas con la carpeta mientras caminaba por el establo, observando los toneles de grano, las herramientas, los productos veterinarios y las balas de heno. Aunque todavía no eran las nueve de la mañana, ya había estado en el establo, en los tres cobertizos y en el taller. Pretendía comparar las notas y las cifras que había encontrado en los libros de contabilidad del estudio para a continuación pasarlas al ordenador que había encargado por teléfono. Un portátil con módem e impresora. El rancho Fortune por fin iba a abandonar el pasado.
En los establos comenzaba a hacer calor. El olor penetrante de los caballos y el cuero conformaban la esencia que Kyle siempre había asociado con aquel lugar.
Oyó relinchar a Joker en el corral y deseó que Grant se lo llevara cuanto antes. Porque él siempre lo asociaría a su reencuentro con Sam.
Aquel inoportuno pensamiento se apoderó de su cerebro. Sacó las gafas de sol del bolsillo de la camisa y se las puso para salir al exterior.
El caballo volvió a relinchar.
– Tranquilo, tranquilo -lo consoló una voz infantil.
Kyle se paró en seco. Haciendo equilibrios sobre la cerca, había una niña de entre ocho y doce años. Un mechón de pelo rubio escapaba de la cola de caballo en la que llevaba recogido el pelo. El polvo y el barro salpicaban su atuendo, una sencilla camiseta amarilla y unos vaqueros cortados. No podía verle la cara, porque estaba de espaldas a él, concentrada en el caballo.
– ¿Qué estás haciendo aquí? -le preguntó Kyle. La niña se sobresaltó de tal manera que estuvo a punto de caerse.
– ¿Quién eres tú? -preguntó Caitlyn, con sus ojos azules brillando de indignación.
– Creo que eso me toca preguntarlo a mí -caminó hasta ella, mirándola con atención, y al instante comprendió que era la hija de Samantha. Tenía la misma inclinación orgullosa de barbilla, los mismos labios llenos y una nariz idéntica.
– Soy Caitlyn -contestó desafiante-. Caitlyn Rawlings.
– Me alegro de conocerte. Yo soy Kyle Fortune -la niña le sostuvo la mirada sin pestañear-. Conozco a tu madre, ¿ella también ha venido?
– No -la niña pareció ligeramente temerosa, como si no confiara en él, o como si supiera que no debería estar allí.
– ¿No? -Kyle se inclinó contra la cerca, observando a aquella niña traviesa tan parecida a su madre-. ¿Pero ella sabe que estás aquí?
Caitlyn se mordió el labio, como si estuviera contemplando la posibilidad de decir una mentira.
– A lo mejor…
– Bueno, ¿lo sabe o no lo sabe?
La niña desvió la mirada.
– Cree que he ido a casa de Tommy. Vive ahí… -señaló hacia el oeste-. Pero he atajado por los campos y…
– Has terminado hablando con Joker.
– Sí. Será mejor que me dé prisa -respondió, como si de pronto se hubiera dado cuenta de que podría tener problemas. Saltó al suelo, se sacudió el polvo de las manos y preguntó vacilante-: ¿Te apellidas Fortune? ¿Como la señora Kate?
– Era mi abuela, sí.
– Tienes suerte -contestó la niña con una sonrisa.
– Me dejó en herencia este rancho.
– ¿Entonces ahora vives aquí? -sus ojos brillaron como el lago bajo el sol del verano-.Vaya, pues sí que tienes suerte.
– ¿Tú crees? -Kyle miró a su alrededor-. Sí, supongo que sí. En cualquier caso, solo estaré aquí hasta Navidad.
– ¿Y después qué?
– Probablemente venda el rancho.
– Si yo fuera la dueña de este rancho, nunca lo vendería. Mi madre dice que es el mejor rancho del valle.
– ¿De verdad? -una niña interesante, aquella Caitlyn Rawlings. Precoz, inteligente, y sospechaba que también astuta.
– Tengo que largarme. Si no la llamo pronto, mi madre llamará a casa de Tommy -giró sobre los talones y se alejó de allí mientras Kyle la observaba marcharse.
Instintivamente, supo que era una niña que jugaba a cazar saltamontes, a tirar piedras al arroyo y a construir fuertes con balas de heno. Sí, pensó mientras la veía deslizarse entre las alambradas y empezar a correr por los campos. Definitivamente, era la hija de Sam.
– Vaya, vaya, lo que hay que ver -dijo Grant mientras cruzaba la mosquitera y miraba a su hermano, media hora después de que Kyle y Caitlyn se hubieran conocido-. Si no te conociera, pensaría que eres un auténtico vaquero.
– Estupendo -contestó Kyle con inmenso sarcasmo.
– ¿Tienes café?
– Instantáneo.
Grant sonrió de oreja a oreja.
– ¿Qué? ¿No tienes un capuchino, o un café exprés, o cualquiera de esas endiabladas cosas que se beben en la ciudad?
Kyle bufó. No podía discutir con su hermanastro. Él comenzaba la jornada en Minneapolis con cualquiera de las dos bebidas que había mencionado, aunque no iba a admitirlo. Lo que sí tenía que reconocer era que las botas le apretaban un poco y que los vaqueros, recién salidos de una tienda de la localidad, todavía le quedaban un poco ajustados.
– Mira, insúltame si quieres. Solo pienso quedarme aquí hasta que pueda venderlo. Y ya solo me quedan ciento ochenta días para poder hacerlo.
– Muy noble por tu parte -observó Grant.
– ¿Y quién ha dicho nunca que yo sea noble?
– Nadie, créeme.
– Me lo imaginaba -él nunca se había dedicado a perseguir causas nobles, pero tampoco creía que a nadie tuviera que importarle. Por supuesto, admiraba a aquellos que luchaban por algo en lo que creían, pero por su parte, mientras no violara la ley o hiciera demasiado daño a alguien, lo demás no le importaba demasiado. De lo único que se arrepentía, y más profundamente de lo que estaba dispuesto a admitir, era de cómo se había portado con Sam. Al volver a verla, se había dado cuenta de lo cerca que había estado de ella. Pero eso había sido mucho tiempo atrás. Cuando eran niños.
Grant colgó su sombrero detrás de la puerta y se sentó en una silla, frente a la mesa de madera de arce, mientras Kyle servía dos tazas de aquello a lo que en el rancho llamaban café.
– Así que has vuelto a ver a Sam -comentó Grant mientras Kyle le tendía la taza.
– La vi ayer. Estaba trabajando con ese diablo que has heredado.
– Ella es la única capaz de dominarlo.
– ¿Ah sí?
– Sí, Sam se ha convertido en una espléndida amazona.
¿Había una nota de admiración en la voz de su hermanastro? Por alguna razón incomprensible, Kyle sintió el aguijón de los celos.