Выбрать главу

– Hola, guapas -dije con aire retrechero.

Mi desenfado fue recibido con risitas y gorjeos.

– Mira tú quién ha venido -exclamó una de las criadas-: Sandokán.

Dejé que se burlaran un rato y luego fingí profunda tristeza. Pellizcándome con disimulo el perineo logré que unas lágrimas afloraran a mis ojos. Las criaditas, que en el fondo eran todo corazón, se compadecieron de mí y me preguntaron qué me pasaba.

– Una cosa tristísima que os voy a contar. Me llamo Toribio Sugrañes y fui compañero de mili del señor Peraplana, el que vive ahí, en esa torre tan bonita. Él hacía las prácticas de alférez y yo era turuta. Un día, en el campamento, una muía que iba alta estuvo a punto de darle una tremenda coz a Peraplana; yo me interpuse y le salvé la vida a costa de perder este colmillo cuya vacante podéis apreciar. Como cabe suponer, Peraplana me quedó muy agradecido y me juró que si alguna vez necesitaba algo no tenía más que acudir a él. Han transcurrido muchos años y me encuentro, como podéis inferir por mi aspecto, en una penosa situación. Recordando la promesa de antaño, he venido esta mañana a llamar a la puerta de Peraplana con ánimo de recordarle su deuda de gratitud, y ¿qué creeréis que me he encontrado? (''unos brazos abiertos? ¡Quiá! ¡Una patada en el culo!

– ¿Pues qué esperabas, macho? -intercaló una de las criadas.

– ¿De qué huerto bajas? -recabó otra.

– No, si éste hasta creerá que los niños vienen de París -se mofó una tercera.

– No os riáis -dijo la que parecía más sensata y que no debía de contar más allá de dieciséis añitos: una guinda confitada-. Todos los ricos son unos cabrones. Me lo ha dicho mi novio que es del PSUC.

– No seáis malas -reconvino una quinta a quien el uniforme, algo corto, dejaba entrever unos jamones muy apetitosos-. Han pasado muchos años desde lo de la muía, años que, por cierto, han hecho más mella en el señor Peraplana que en ti, caloyo. ¿Estás seguro de que hicisteis el servicio juntos?

– Sí, pero yo lo hice en cuanto entré en caja y a Peraplana le concedieron todas las prórrogas. Eso vale por la diferencia de edad que tan sagazmente has advertido, guapa.

La de los jamones pareció satisfecha con esta improvisada explicación y añadió:

– Según tengo entendido, los Peraplana son buenas personas. Pagan bien y no dan guerra. Es posible que ahora ande todo manga por hombro en la casa, con la boda de la niña.

– ¿Se casa Isabelita? -pregunté.

– ¿También ella hizo la mili contigo? -preguntó la jamona, cuyas artes deductivas la estaban convirtiendo en un peligro.

– En el permiso de jura Peraplana dejó preñada a su novia en Salou y cuando nos dieron la verde se casó de penalty. Me dijo que si tenía una niña le pondría Isabelita. ¡Cómo pasa el tiempo!, y ¡cómo me gustaría ver ahora a la niña! ¡Qué de recuerdos!

– Pues no creo que te inviten a la boda, cha-tungo -atajó la novia del psuquero-. Dicen que el novio está forrado.

– ¿Y es guapo? -quiso saber otra.

– Parece un locutor de Telediario -sentenció la guinda confitada.

Se había hecho tarde y las criadas se dispersaron como una bandada de tórtolas que, sobresaltada por un ruido súbito, alza el vuelo defecando para aligerar su peso. Me quedé solo en la calle, muy tranquila a la sazón, y dediqué unos segundos a trazar un plan para cuya ejecución recurrí una vez más a los cubos de basura, que se habían convertido para mí en ventajoso sustituto del Corte Inglés. Una caja, unos papeles, un cordel y otros adminículos me bastaron para componer un paquete, provisto del cual me dirigí a la casa de los Peraplana. Crucé un refrescante jardín en cuya grava reposaban dos Seats y un Renault y donde había un surtidor de mármol, un balancín y una mesa blanca, protegida por un parasol listado. Ante la puerta de cristal emplomado que daba acceso a la casa me detuve y pulsé un timbre que en vez de hacer ring hizo tin-tan. A la llamada acudió un mayordomo tripón a quien saludé con una venia.

– Soy de la joyería Sugrañes del Paseo de Gracia -dije- y traigo un regalo de bodas para la señorita Isabel Peraplana. ¿Está la señorita?

– Sí, pero no puede atenderle ahora -dijo el mayordomo-. Déme el paquete y yo se lo haré llegar.

Sacó del bolsillo un par de monedas de diez duros y, muerto de hambre como estaba, ponderé la conveniencia de aceptarlos y salir corriendo. Pero vencí tan mezquina inclinación y puse el paquete a salvo del mayordomo mediante un quiebro de cintura.

– La señorita tiene que firmar el albarán -dije.

– Yo estoy autorizado a firmar -dijo el altanero mayordomo.

– Pero yo no estoy autorizado a efectuar la entrega si la señorita Isabel Peraplana no me firma de su puño y letra y en mi presencia. Norma de la casa.

Mi firmeza hizo vacilar al mayordomo.

– La señorita no puede salir ahora, ya le he dicho: está probando con la modista.

– Hagamos una cosa -propuse yo-: llame usted por teléfono a la joyería y si ellos me lo permiten yo con sumo gusto aceptaré no ya su firma, sino su palabra de honor.

Bastante convencido por mis plausibles razones, el mayordomo me franqueó la entrada. Rogué a todos los santos que no hubiera teléfono en el vestíbulo y mi plegaria fue atendida. El vestíbulo era una pieza circular de techo alto y abovedado. Casi no había muebles y sí maceteros con palmentas y unas figuras de bronce que representaban tiorras en cueros y enanillos. El mayordomo me indicó que esperara allí mientras él telefoneaba desde el ofis. Yo siempre había creído que el ofis era un mingitorio, pero no exterioricé mi extrañeza. Preguntando cuál era el teléfono de la joyería, respondí que no lo recordaba.

– Busque usted en la guía por Joyería Sugrañes. Si no está, busque por Sugrañes Joyeros. Y si tampoco está, por Objetos de Valor Sugrañes. Y pregunte por Sugrañes padre. El hijo es un débil mental sin facultades decisorias.

Apenas hubo desaparecido el mayordomo, subí de cuatro en cuatro los escalones alfombrados que arrancaban del fondo del vestíbulo y, una vez en el piso superior, empecé a meter la cabeza en todas las habitaciones hasta que, al tercer intento, di con la que buscaba, pues en ella había dos personas, una de cierta edad, que debía de ser la modista, ya que llevaba en el brazo, como un galón de cabo primera, un almohadoncito lleno de alfileres. En la otra persona reconocí de inmediato a Isabel Peraplana, a pesar del tiempo transcurrido entre la foto que acababa de mostrarme el virtuoso jardinero y la mujer que ahora tenía frente a mí en toda la plenitud de su hermosura, que era para parar un tren. Su cabellera rubia caía en ondas sobre sus hombros delicados y venía rematada por una diadema de florecillas blancas. Por toda otra vestimenta llevaba un diminuto sostén blanco y unas braguitas de puntillas por entre cuyo celaje se colaba algún que otro ricito dorado. Para completar la pintura añadiré que ambas mujeres tenían la boca abierta y que por ambas bocas salían gritos de espanto provocados, a no dudar, por mi inesperada intromisión.

– Traigo un regalo precioso de la joyería Sugrañes -me apresuré a decir al tiempo que agitaba el falso paquete en cuyo interior tintineaban dos latas vacías de sardinas que había colocado yo para dar la ilusión de metales nobles.

Pero ni siquiera eso logró aplacar la consternación de las dos mujeres. Resuelto a todo, avancé hacia la modista y rugí:

– ¡Te como, pichón!

Ante lo cual salió la modista al pasillo dejando tras de sí un rastro de alfileres como Pulgarcito dejaba migas de pan y pidiendo socorro a pleno pulmón. Libre ya de la modista, cerré la puerta y eché el pestillo. Hecho esto me volví a Isabelita Peraplana, que me miraba muda de terror mientras trataba de cubrir sus carnecitas con las manos, cosa que me habría sacado de quicio si no hubiera yo traído un importante mensaje que dar.