– Dice mal -respondió la voz-. Yo nací en… ¿qué importa eso? Usted con quien quiere hablar es con mi hija.
– Lamentable error, señora, pero, ¿cómo iba yo a suponer que no era usted su propia hija? Tiene usted una voz tan juvenil, una modulación tan cantarina… ¿Puede decirle a su hija que se ponga al aparato?
Hubo un titubeo que no supe a qué atribuir.
– No… mi hija no está.
– ¿Sabe usted cuándo volverá?
– No vive aquí.
– ¿Tendrá usted entonces la bondad de darme el domicilio de su hija?
Más titubeos. ¿Habríase visto aquella familia castigada con el baldón de una hija casquivana?
– No me es posible revelarle el paradero de mi hija, señor Sugrañes, créame que lo siento.
– Pero, señora, ¿va usted a negar su colaboración a Televisión Española, que llega cada noche a todos los hogares de la patria?
– Me dijeron que no…
– Señora de Negrer, entiéndame bien: yo no sé quién le dijo qué, pero le puedo asegurar que no le estoy hablando en mi nombre propio ni en el de los millones de televidentes que a diario nos sintonizan: a título confidencial le diré que el señor ministro de información y turismo, si aún se llama así tan alta instancia gubernamental, está muy interesado en este programa piloto. ¡Señora!
Temí que colgara. Percibí una respiración agitada. Imaginé un busto jadeante, quizás un hilo de sudor en la regata pectoral. Tuve que hacer un esfuerzo para apartar de mí las fantasías. Habló la señora:
– Mi hija, la Merceditas, sigue en la Pobla de l'Escorpí. Quizá, si, como usted dice, el señor ministro está interesado, pudiera él interceder ante… quien proceda para poner fin a este alejamiento tan penoso.
No tenía idea de lo que me estaba diciendo, pero había logrado la información que buscaba y eso era lo principal.
– Pierda usted cuidado, señora: no hay palanca que la tele no pueda mover. Mil gracias y hasta pronto. ¡Estamos en el aire!
Salí de la cabina, que olía a perros, y consulté la hora en el reloj octogonal que adornaba el frontispicio de una corsetería: las seis y media. Volví a entrar en la cabina, llamé a información, pedí el número de la RENFE, llamé a la RENFE cuarenta veces y de puro milagro conseguí que me atendieran. El último tren para la Pobla de L'Escorpí salía dentro de veinte minutos de la Estación de Cercanías. Paré un taxi y prometí al taxista una buena propina si llegábamos a la estación con tiempo para tomar el tren. Hicimos la mitad del trayecto por las aceras, pero llegamos frente a la estación cuando faltaban sólo dos minutos para la hora de salida. Aprovechando un semáforo salté del taxi y me escurrí entre los coches apelotonados en la calzada. El taxista no podía abandonar el volante para perseguirme y se limitó a denostarme con toda su alma. Era la hora en punto cuando entré en el tiznado vestíbulo y perdí otro minuto en averiguar el andén correspondiente. Al alcanzar finalmente mi destino, el tren objeto de mis celeridades se estaba formando, término éste muy usual en el habla ferroviaria cuyo significado no acabo de comprender bien. La proverbial impuntualidad de la RENFE me había salvado.
El andén y la estación entera eran un pandemónium. Había empezado el caudaloso y lucrativo flujo de turistas que año tras año persisten en acudir a este país en busca de las caricias de nuestro sol, el hacinamiento de nuestras playas y el de-valuado costo de nuestras pitanzas, compuestas de gazpacho aguado, albóndigas sospechosas y una rodajita de melón. Los desconcertados viajeros se esforzaban en balde por traducir a sus respectivas lenguas lo que unos altavoces gangosos difundían. Al socaire de esta confusión, robé a un niño el cartoncito marrón que había de permitirme viajar en la legalidad. Más tarde presencié cómo la madre del niño abofeteaba a éste ante la mirada estricta del revisor. Me dio un poco de pena, pero me consolé pensando que aquella enseñanza tal vez le fuera útil al niño en el futuro.
Había oscurecido cuando el tren traspuso los últimos confines de la ciudad y se adentró en los campos mustios. Aunque el vagón iba lleno y varios pasajeros tenían que ir de pie en el estrecho pasillo, nadie se sentó a mi lado, a todas luces por causa de la fetidez que mis axilas expandían. Decidía sacar provecho de los remilgos humanos y, tendiéndome cuan largo era, y aún soy, en el asiento, no tardé en quedar dormido, vencido como estaba por el cansancio. Mis sueños, a los que no era ajena Usa, la socióloga silenciosa, fueron tomando un cariz marcadamente erótico y culminaron en una incontrolable emisión seminal, para instrucción de los niños que en el vagón había y que habían seguido con curiosidad científica las alteraciones y vicisitudes de mi organismo.
Dos horas más tarde, el tren se detuvo en un apeadero de adobe oscurecido por un siglo de hollín y desidia. En el andén se alineaban cacharros metálicos de como un metro de altura, en cuyos costados se leía: Productos Lácteos Mamasa, la Pobla de L'Escorpí. Me apeé, pues allí iba.
Del apeadero al pueblo serpenteaba un sendero pedregoso y lóbrego por el que anduve medio cohibido por un silencio sólo roto por el susurro de los árboles y el ruido de algún bicho. El cielo estaba estrellado.
El pueblo parecía desierto. En la fonda-restaurante Can Soretes me dijeron que seguramente encontraría a Mercedes Negrer en la escuela. Al pronunciar este nombre, el señor Soretes, pues intuí que de él mismo se trataba, entornó los párpados, chascó la lengua y se llevó una mano velluda a la parte de su corpachón que ocultaba el mostrador. Lo dejé presa de convulsiones y dirigí mis pasos a la escuela, en una de cuyas ventanucas brillaba una luz amarillenta. Asomándome a la ventana vi una clase vacía salvo por una mujer joven, de pelo negro muy corto, cuyo rostro no pude discernir, que revisaba un montón de papeles apilados en la mesa de la maestra. Toqué quedamente el cristal y la joven dio un respingo. Pegué la cara al cristal y traté de sonreír, a pesar de las dificultades que ello llevaba aparejadas, para tranquilizar a la maestra, pues deduje que ella era, así como a Mercedes Negrer, que tal oficio desempeñaba.
Cuando se quitó las gafas y se aproximó a la ventana la reconocí. Al revés de lo sucedido con su amiga, Isabelita Peraplana, Mercedes Negrer había cambiado mucho, no tanto porque su fisonomía hubiera experimentado otras variaciones que las concomitantes al desarrollo biológico natural, sino porque la expresión de sus ojos y el rictus de su boca no eran los mismos que horas antes me habían mirado desde las páginas satinadas de la inmunda revista Rosas para María. No dejé de percatarme, por cierto, de que, con todo, sus facciones eran diminutas, regulares y agraciadas; sus piernas, embutidas en un ceñido pantalón de pana negra, largas y aparentemente bien torneadas; sus caderas, redonditas; su cintura, estrecha, y sus mamellas, que un jersey de lana acanalada pugnaba por constreñir, pujantes y saltarinas. Imaginé que sería de las que se dispensan del sostén, categoría esta que cuenta con mi beneplácito.
La así descrita alzó unos milímetros la ventana de guillotina y me preguntó quién era y qué quería.
– Mi nombre no le dirá nada -dije yo tratando de introducir los labios por la hendidura- y quiero hablar con usted. Por favor, no cierre la ventana antes de haberme escuchado. Mire: he puesto el dedo meñique en el alféizar. Si cierra, usted será responsable de lo que le ocurra a mi frágil osamenta. Sé que se llama usted Mercedes Negrer y su señora madre, una dama encantadora, me ha dado su dirección, cosa que, tratándose de una madre, no habría hecho si mis intenciones no hubieran sido del todo rectas. He venido ex profeso desde Barcelona para tener con usted un cambio de impresiones. No le voy a hacer ningún mal. Por favor.