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– ¿Has cenado? -preguntó la chica.

– Sí, muchas gracias -dije yo sintiendo que el hambre daba garrote vil a mis entrañas.

– No mientas.

– Hace dos días que no pruebo bocado -confesé.

– La sinceridad es lo mejor. Puedo hacerte unos huevos fritos y creo que aún queda jamón. Tengo queso, fruta y leche. El pan es de anteayer, pero tostado, con aceite y ajo, se podrá comer. También tengo por ahí sopa de sobre y una lata de melocotón en almíbar. Ah, y me sobró turrón de Navidad, que estará hecho una piedra. Bébete tranquilamente la Pepsi mientras preparo todo esto. Y no me revuelvas los papeles, que no vas a encontrar nada.

Salió con una precipitación algo improcedente. Yo, a solas con mi bebida, me dejé caer en un sillón, tomé unos sorbos y, vencido por la fatiga de los días precedentes y conmovido hasta la médula no sólo por las expectativas que el parlamento de mi anfitriona me autorizaba a abrigar, sino, sobre todo, por el tono de maternal anhelo con que había sido pronunciado, estuve a pique de ponerme a llorar desconsoladamente. Pero me aguanté como un machote.

Capítulo X LA HISTORIA DE LA MAESTRA HOMICIDA

HABÍA DADO fin a la opípara cena y estaba mordisqueando la barra de turrón que, pese a lo rancio, me sabía a gloria, cuando el reloj de pared del salón dio las once campanadas atinentes a esa hora. Mercedes Negrer, sentada sobre la estera con las piernas cruzadas, aun cuando sobraban los asientos vacíos en aquella casa, me miraba, con curiosidad socarrona. Por todo alimento había consumido la chica, con la parvedad que caracteriza a los ahítos, unos trozos de queso, una zanahoria cruda y dos manzanas, tras lo cual me preguntó si tenía un porro, a lo que tuve que responder que no, porque así era, aunque le habría dicho también que no si hubiera tenido lo que ella me pedía, porque me interesaba que mantuviera las ideas claras en el interrogatorio astuto al que esperaba someterla. Durante la cena, como dicen que sucede cuando se cierne una tempestad, había reinado un escrupuloso silencio, si entendemos por silencio la falta de expresión verbal, pues mis masticaciones, degluciones y eructos habían despertado ecos en las sombrías piedras del caserón, concluido todo lo cual, puse en orden mis pensamientos y dije así:

– Si bien hasta el momento no he hecho otra cosa que abusar de tu generosidad sin límites, por la cual te estaré eternamente agradecido, que no entra la ingratitud en el amplio espectro de mis fallas no precisamente livianas, aunque no sea yo del todo responsable de muchas de ellas, me propongo al punto de despejar la incógnita de mi visita con el relato sucinto de sus antecedentes y la especificación de su propósito. Es el caso que estoy investigando un asuntillo de cuya resolución afortunada depende mucho. Soy, como ya dije, hombre de bien, aunque no siempre ha sido así: conozco, por desgracia, las dos caras del crisol, si!a metáfora es válida, cosa que dudo, porque no sé lo que significa la palabra crisol. Mis malos pasos de antaño dieron conmigo en prisiones y otros lugares que prefiero no mencionar para no causar una impresión mayor de la que mi aspecto ya produce.

– Para el carro, Mariano -dijo ella.

– No he terminado -dije yo.

– Ni falta que hace -dijo ella-. Desde que te vi supuse a lo que venías. Soslayemos los circunloquios. ¿Qué quieres saber?

– Una cosa que pasó hace seis años. Tú tenías entonces catorce.

– Quince. Perdí un curso por la escarlatina.

– Sean quince -concedí-. ¿Por qué te expulsaron del colegio de las madres lazaristas de San Gervasio?

– Por falta de aplicación y desamor al estudio.

Había respondido muy aprisa. Señalé los anaqueles de libros que nos rodeaban. Comprendió mi objeción.

– En realidad, fue por mala conducta. Era una niña rebelde.

Recordé que el casto jardinero la había motejado de diablillo, si bien había empleado el mismo epíteto para calificar el comportamiento de la mayoría de las alumnas.

– ¿Tan mala conducta que no podía castigarse con los recursos disciplinarios al uso? -pregunté.

– A esa edad, por si no has leído a la de Beauvoir, las niñas cambian. Algunas aceptan la transición sin alharacas. Yo no fui de ésas. El fenómeno está estudiado en psiquiatría, pero las monjas de aquel entonces no estaban impuestas en la materia y prefirieron pensar que estaba endemoniada.

– No tiene que haber sido el primer caso.

– Ni soy yo la primera alumna expulsada de un colegio.

– ¿También Isabel Peraplana estaba endemoniada?

Hubo una pausa más larga que las anteriores. Por el prolongado tratamiento psiquiátrico a que me habían sometido en el manicomio, sabía yo que eso tenía un sentido, pero ignoraba cuál.

– Isabelita era una niña ejemplar -dijo finalmente con voz inexpresiva.

– ¿Por qué la expulsaron, si era ejemplar?

– Pregúntaselo a ella.

– Ya lo he hecho.

– Y no te satisfizo la respuesta.

– No hubo respuesta. Dijo que no se acordaba de nada.

– Lo creo -apostilló Mercedes con extraña sonrisa.

– A mí también me pareció sincera. Pero ha de haber algo más. Algo que todos saben y todos callan.

– Sus razones tendrán, o tendremos, según me incluyas a mí en ese todos. ¿Por qué te interesa tanto saber lo que pasó? ¿Estás interesado en la reforma educativa?

– Isabel Peraplana desapareció del internado hace seis años en circunstancias inexplicables y en análogas circunstancias reapareció. Con tal motivo, según parece, fue expulsada del colegio y también lo fuiste tú, que eras su mejor amiga y, cabe inferir, confidente. No quiero aventurar conclusiones precipitadas, pero ya es hora de creer que ambas expulsiones guardan alguna relación y que las antedichas están íntimamente unidas a la desaparición transitoria de Isabelita. Todo esto, claro está, es agua pasada, de la que no mueve molino, y a mí, personalmente, me trae sin cuidado. Pero hace pocos días, no sé cuántos, porque he perdido ya la cuenta, pero pocos, desapareció otra niña. La policía me ha ofrecido la libertad si la encuentro y eso ya no me trae sin cuidado. Puedes aducir que a ti sí que te importa un ardite mi libertad, a lo que no podré oponer argumento alguno, pues así es la ley de la vida. Pero no puedo por menos que intentarlo. Apelaría al amor a la verdad y a la justicia y a otros valores absolutos si éstos fueran mi brújula, pero no sé mentir cuando se trata de principios. Si supiera, no sería una escoria como he sido toda mi vida. Acudo a usted no con la coacción ni con la promesa, porque sé que no puedo blandir lícitamente ni una cosa ni otra y tal proceder sería punto menos que ridículo si no ridículo. Le pido ayuda porque sólo eso puedo hacer, pedir, y porque es usted mi última esperanza. De su clemencia depende el buen fin de mis gestiones. Y no diré más. Sólo que he vuelto a tratarla de usted y no inadvertidamente, porque la presunta familiaridad con personas que por diversas razones están por encima de mí me hace sentir en desventaja.

– Lo siento -dijo ella con ceño fruncido, mirada intensa y respiración agitada-: tengo por norma no aceptar chantajes sentimentales. No hay trato. Son las once y media. A las doce pasa el último tren. Si sales ahora mismo, tienes tiempo sobrado de llegar a la estación. Te daré dinero para el billete, si no lo tomas a mal.

– Nunca tomo el dinero a mal -respondí yo-, pero no son las once y media, sino las doce y media. En la estación vi a qué hora pasaba el último tren y, previendo su reacción, atrasé el reloj una hora mientras estaba usted en la cocina. Deploro pagar con una vileza su hospitalidad, pero ya le he dicho que me va mucho en el juego. Discúlpeme.