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El doctor se limitó a dar media vuelta y a caminar a grandes zancadas, comprobando de vez en cuando que yo le seguía. Desde lo del artículo, el doctor se había vuelto desconfiado. Lo del artículo era que había él escrito uno titulado «Desdoblamiento de personalidad, delirio lúbrico y retención de orina», que abusando de su desorientación de recién llegado, dio a la luz Fuerza Nueva con el título «Bosquejo de la personalidad monárquica» y con la firma del doctor, lo que le sentó mal. A media terapia daba en exclamar con amargura:

– En este país de miércoles hasta los locos son fashittas.

Lo decía así, y no como nosotros, que pronunciamos todas las letras conforme van viniendo. Por todo lo cual, según iba relatando, obedecí sus órdenes sin replicar, aunque me habría gustado haber podido pedir permiso para ducharme y cambiarme de ropa, ya que había sudado bastante y soy propenso a oler mal, especialmente cuando me hallo en recintos cerrados. Pero no dije nada.

Recorrimos el sendero de grava flanqueado de tilos, subimos los escalones de mármol y entramos en el vestíbulo del edificio del sanatorio o sanatorio propiamente dicho, cuya bóveda de cristal emplomado difundía una luz ambarina que parecía conservar el frescor limpio de los últimos días del invierno. Al fondo del vestíbulo, a la derecha de la estatua de San Vicente de Paúl, entre la peana y la escalera alfombrada, la de los visitantes, estaba la sala de espera previa al despacho del doctor Sugrañes, en la que, como de costumbre, no había sino unas revistas atrasadas del Automóvil Club cubiertas de polvo, y, al confín de la sala de espera, la puerta del despacho del propio doctor Sugrañes, una puerta recia de caoba a la que tocó mi acompañante con los nudillos. En un diminuto semáforo empotrado en la jamba de la puerta se encendió una lucecita verde. El doctor Chulferga entreabrió la puerta, metió la cabeza por el resquicio y murmuró unas palabras. Al punto retiró la cabeza, que volvió a colocar sobre sus hombros, abrió la pesada hoja de par en par y me indicó que entrara en el despacho, cosa que hice con cierto desasosiego, pues no era frecuente y sí agorero que el doctor Sugrañes me convocara a su presencia, salvo para la entrevista trimestral, para la que faltaban aún cinco semanas. Y quizá fue mi desconcierto lo que no me permitió advertir, aunque soy buen observador, que había otras dos personas, además del doctor Sugrañes, en el despacho.

– ¿Da usted su permiso, señor director? -dije con una voz que percibí temblorosa, un tanto aguda y mal articulada.

– Pasa, pasa, no tengas miedo -dijo el doctor Sugrañes interpretando con su habitual certeza mis inflexiones verbales-. Ya ves que tienes visita.

Tuve que mirar fijamente un diploma colgado de la pared para ocultar el castañeteo de mis dientes.

– ¿No vas a saludar a estas personas tan amables? -dijo el doctor Sugrañes a modo de cordial ultimátum.

Haciendo un esfuerzo supremo, intenté poner en orden mis ideas: lo primero que había que averiguar era la identidad de las visitas, sin lo cual sería imposible esclarecer los motivos de su comparecencia y, por ende, evitarlos, para lo cual tenía que mirarles a la cara, pues por simple deducción nunca habría llegado a saber de quién se trataba, ya que no tenía yo amigos ni había recibido visita alguna en los cinco años que llevaba confinado en el sanatorio, habiéndose desentendido de mí mis familiares más próximos, no sin razón. Me fui volviendo, por consiguiente, muy despacio, procurando que mis movimientos pasaran desapercibidos, cosa que no conseguí por tener tanto el doctor Sugrañes como las otras dos personas los seis ojos clavados en mí. Y vi lo que ahora describiré: frente a la mesa del doctor Sugrañes, en los dos sillones de cuero, es decir, en los sillones que habían sido de cuero hasta que Jaimito Bullón se hizo caca en uno de ellos y hubo que retapizar ambos por mor de la simetría de un eskay malva que podía lavarse a máquina, había sendas personas. Describo a una de éstas: en el sillón cercano a la ventana, cercano, claro está, en relación al otro sillón, pues entre el primer sillón, el cercano a la ventana, y ésta quedaba espacio holgado para colocar un cenicero de pie, un cenicero bonito de vidrio que remataba una columna de bronce de como un metro de altura, y digo que remataba, porque desde que Rebolledo intentó partir la columnita en la cabeza del doctor Sugrañes, ambos, la columnita y el cenicero, habían sido retirados y sustituidos por nada, allí, digo, había una mujer de edad indefinida, aunque le puse unos cincuenta mal llevados, de porte y facciones distinguidas, no obstante ir vestida de baratillo, que sostenía, a la manera de bolso, sobre sus rodillas cubiertas de una falda plisada de tergal, un maletín de médico oblongo, raído y con una cuerda en lugar de asa. La dama en cuestión sonreía con los labios cerrados, pero su mirada era escrutadora y sus cejas, muy pobladas, estaban fruncidas, lo que hacía que una arruga perfectamente horizontal surcara su frente, por lo demás tan tersa como el resto de su cutis, en el que no había traza de afeites y sí una tenue sombra de bigote. De todo lo que antecede deduje que me encontraba en presencia de una monja, deducción que, proviniendo de mí, no carecía de mérito, pues cuando me encerraron no era aún corriente, como al parecer fue luego, que las monjas prescindieran de su traje talar, al menos extramuros del convento, si bien, las cosas como son, me ayudó a llegar a esta conclusión el que llevara un pequeño crucifijo prendido al pecho, un escapulario colgado del cuello y un rosario entrelazado en el cinturón. Y ahora describiré a la otra persona o, si se quiere, a la persona que ocupaba el otro sillón, el que está cerca de la puerta según se entra por ésta, que era, como digo, un hombre de mediana edad, aproximada a la de la monja e incluso, pensé para mis adentros, a la del doctor Sugrañes, aunque rechacé la sospecha de que pudiera haber en ello un propósito, y sus facciones algo bastas no tenían otra característica digna de mención que la de ser para mí muy conocidas, ya que correspondían o, con más rigor conceptual, pertenecían al comisario Flores, y cabría decir eran el comisario Flores, toda vez que no cabe imaginar a un comisario sin sus facciones o, mutatis mutandis, a ningún otro ser humano, de la Brigada de Investigación Criminal, a quien, advirtiendo que se había quedado completamente calvo pese a las pociones y mucílagos que se aplicaba años atrás, dije:

– Comisario Flores, para usted no pasan los años.

A lo que respondió mudamente el comisario agitando la mano ante sus facciones, a las que ya he aludido, como si quisiera decir:

– ¿Qué tal, tú?

Y, para colmo, el doctor Sugrañes pulsó un botón de su interfono, el cual había en su mesa, y dijo a la voz que por allí salió:

– Traiga una Pepsi-Cola, Pepita.

Sin duda para mí, ante lo que no pude reprimir una sonrisa de complacencia que mi reserva debió de trocar en rictus. Y, sin más preámbulo, describiré ahora la conversación que allí, en aquel despacho, tuvo lugar.

– Supongo que recuerdas -dijo el doctor Sugrañes dirigiéndose a mí- al comisario Flores, el cual te detenía, interrogaba y a veces ponía la mano encima cada vez que tu, ejem ejem, desarreglo psíquico te llevaba a cometer actos antisociales -a lo que respondí afirmativamente-, todo ello, claro está, sin que mediara, bien tú lo sabes, animadversión alguna. Y no sólo eso, sino que él y tú mismo me habéis enterado de que, en ocasiones, habíais trabajado de consumo, es decir, que tú le habías prestado desinteresadamente algún servicio, prueba de, a mi juicio, la ambivalencia de tu actitud de antaño -a lo que asentí de nuevo, ya que por cierto en mis malas épocas no había desdeñado la iniquidad de ser confidente de la policía a cambio de una efímera tolerancia y a costa, en cambio, de concitar la malquerencia de mis cofrades ultra los límites de la legislación vigente, cosa esta que me había reportado más sinsabores que ventajas a largo plazo.