– Una pregunta más: ¿qué pasaba si una alumna tenía una necesidad perentoria a medianoche?
– Había un retrete y un lavabo al otro extremo del dormitorio. En lugar de puerta tenía una cortina de cretona, para que nadie pudiera encerrarse y hacer cosas feas.
»Sigo. Los baños estaban desiertos y al cruzarlos sentí el frío de las baldosas en los pies, pues iba descalza, al igual que Isabel. Esto hizo que me fijara en el calzado del misterioso acompañante de mi amiga y vi que llevaba unas zapatillas de lona y suela de hule. Wambas las llamábamos entonces, por ser ésta la marca más común. Eran baratas y duraban bastante. No como lo que fabrican ahora, que da un resultado pésimo.
»A1 fondo de los baños había otra puerta que comunicaba con una escalera por la que se bajaba a la antecámara de la capilla. Al salir del baño, ya vestidas, las niñas formábamos en la antecámara y la celadora nos pasaba revista. Huelga decir que la antecámara y la escalera estaban a la sazón tan desiertas como los baños. El misterioso acompañante de Isabel se alumbraba con una linterna. Yo no tenía dificultad alguna en seguirlos a distancia, porque los años me habían enseñado el camino de memoria y podía hacerlo a ciegas.
»Cuando entré en la capilla, los vi desaparecer tras el altar mayor, el de la virgen. Aguardé un rato a que salieran, porque sabía que detrás del altar no había puerta y, viendo que no lo hacían, avancé cautelosamente y comprobé que habían desaparecido. No me costó trabajo deducir que se habían valido de un pasadizo secreto y a buscarlo me puse sobreponiéndome al temor supersticioso que ya por entonces comenzaba a embargarme. A la débil luz de la luna que se filtraba por las vidrieras y tras varios minutos de intensa búsqueda, me percaté de que en el suelo del ábside había cuatro losas que, a juzgar por sus inscripciones latinas y las calaveras en ellas labradas, contenían los restos mortales de otros santos bienaventurados. Una de las losas, curiosamente, no presentaba restos de polvo en los intersticios ni de óxido en la pesada argolla que sobresalía de la piedra justo entre el risueño mentón de la calavera y la leyenda HIC IACET V. H. H. HAEC OLIM MEMI-NISSE IUBAVIT. Haciendo de tripas corazón, así la argolla y tiré de ella con todas mis fuerzas. La losa cedió y después de varios intentos salió de su marco. Me vi abocada a una negra escalinata por la que descendí temblando. Del pie de la escalinata arrancaba un pasillo tenebroso por el que anduve a tientas hasta que una abertura lateral me indicó que había otro corredor que cortaba el primero. No sabía qué camino seguir y tomé la intersección pensando que siempre podría volver al primer pasillo. Al cabo de un rato vi que un tercer corredor se cruzaba con el segundo y se me heló la sangre en las venas, porque comprendí que me hallaba en un laberinto, sola y a oscuras, en el que perecería si no daba pronto con la salida. El miedo debió de aturdirme, ya que al querer retroceder en busca de la escalera que llevaba a la falsa tumba, elegí un rumbo equivocado. Las intersecciones se sucedían y la dichosa escalera no aparecía. Maldije mi temeridad y me asaltaron los más tétricos presagios. Supongo que me puse a llorar. Al cabo de un rato reanudé la marcha confiando en que el azar me pusiera en el buen camino. Había perdido, por supuesto, la noción del tiempo y de la distancia recorrida.
– ¿No se te ocurrió pedir auxilio? -pregunté.
– Sí, claro. Grité con toda mi alma, pero las paredes eran sólidas y sólo me respondió un eco burlón. Anduve y anduve a la desesperada hasta que, en el límite de mis fuerzas, percibí al fondo del pasillo por el que iba un vago resplandor. Ululaba el viento y una fragancia dulzona, como de incienso y flores marchitas, penetraba el aire, que se me antojó cargado. Había recorrido con extrema lentitud buena parte de la distancia que me separaba del resplandor, cuando surgió ante mí una figura espectral y a mi parecer enorme. Había acumulado ya demasiadas emociones y me desmayé. Creí recobrar el conocimiento, pero no debió de ser así, porque me vi frente a una mosca gigantesca, como de dos metros de altura y proporcionado grosor, que me miraba con unos ojos horribles y parecía querer conectar su trompa repulsiva a mi cuello. Quise gritar, pero no pude articular ningún sonido. Volví a desvanecerme. Desperté de nuevo en un recinto abovedado iluminado débilmente por la luz verdosa que antes he descrito. Sentí la caricia de una mano en las mejillas y el cosquilleo de unos pelos en la frente. Pugné una vez más por gritar, porque pensé que sería la mosca la que me tocaba con sus patas asquerosas. Pero al punto advertí que quien me acariciaba era la propia Isabel, cuya cabellera rubia rozaba mi frente. Antes de que pudiera reclamar una explicación, Isabel me cubrió la boca con la palma de la mano y musitó en mi oído:
»-Sabía que podía confiar en tu afecto. Tanto valor y tanta lealtad no quedarán sin recompensa.
»Y separando la mano de mi boca puso en ésta sus labios ardientes y húmedos al tiempo que su cuerpo, que parecía gravitar en el aire, se derrumbaba sobre el mío, permitiéndome sentir a través de la tela sutil del camisón que lo cubría los desacompasados latidos de su corazón y el calor ardiente que de sus formas adorables irradiaba. ¿Para qué ocultar el gozo salvaje de que me sentí invadida? Nos fundimos en un febril abrazo que duró hasta que mis dedos trémulos y mi boca sedienta de placer…
– Un momentito, un momentito -dije yo un tanto sorprendido por el giro inesperado que tomaba la narración-. Esto no estaba en el programa.
– Vamos, vamos, querido -dijo ella con un gesto de impaciencia, como si la interrupción le pareciera fuera de lugar-, no te hagas el estrecho. Es posible que entre Isabel y yo hubiera algo más que una simple camaradería escolar. A esa edad y en un internado, las tendencias sáficas no son raras. Si has visto a Isabel, sabrás que su físico es el que la imaginería atribuye a los arcángeles. Aunque es posible que haya perdido, porque no la he vuelto a ver desde entonces. En aquellos tiempos, al menos, era un bombón.
Aquel epíteto, ya anacrónico en esta época de sexualidad desmitificada, me hizo sonreír. Ella interpretó mal mi expresión.
– No creas que soy una lesbiana de tapadillo -protestó-. Si lo fuera, lo diría. Todo lo que te cuento pasó hace muchos años. Éramos adolescentes y mariposeábamos a la luz ambigua del alba erótica. Mi actual inclinación por los hombres está fuera de toda sospecha. Puedes preguntar en el pueblo.
– Está bien, está bien -dije yo-. Sigue, por favor.
– Como iba diciendo, en tan placentero pasatiempo estaba -prosiguió narrando Mercedes-, cuando noté que mis dedos estaban manchados de sangre y que ésta provenía del cuerpo de Isabel. Le pregunté de dónde venía aquella sangre y ella, sin responder, me cogió de la mano e hizo que me incorporase, cosa que me costó bastante esfuerzo. Una vez de pie, me condujo a una mesa que en el fondo de la cripta había y sobre la que yacía un hombre joven, no mal parecido, calzado con las mismas wambas que yo había visto en la oscuridad del baño, y, por todas las trazas, muerto, pues estaba inmóvil y una daga sobresalía de su pecho, a la altura del corazón. Me volví horrorizada a Isabel y le pregunté qué había pasado. Ella se encogió de hombros y dijo:
»-¿Vamos a pelearnos por esta minucia ahora que lo estábamos pasando tan bien? Tuve que hacerlo.
»-¿Por qué?, ¿quiso propasarse? -pregunté yo.
»-No -dijo Isabel con el mohín de niña mimada que adoptaba siempre que la reprendían-. Es que soy la abeja reina.
»En lo que no le faltaba razón, al menos desde el punto de vista simbólico, ya que no está científicamente demostrado que las abejas se carguen a los zánganos una vez fecundadas. Algo hay de cierto en la mantis religiosa y en algunas especies de himenópteros de la Mesoamérica, los palpos de cuyas hembras segregan una sustancia…
Me vi precisado a interrumpir nuevamente la digresión de Mercedes Negrer, que al parecer sabía un poco de todo, y le rogué que siguiera contando lo que pasó en la cripta una vez descubierto el fiambre.