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Era pasado el mediodía cuando hizo su entrada el tren en Barcelona-Término. Salté del vagón y me oculté entre las ruedas del Talgo, escondrijo que abandoné a la carrera cuando un bocinazo intransigente, como correspondía a la categoría de la línea, me indicó que aquél estaba por arrancar. Ya en la calle, corrí al lugar donde todo investigador va a dar más pronto o más tarde: el registro de la propiedad, sito en un recoleto y soleado piso de la calle Diputación, al que llegué pocos minutos antes de que cerraran. Un pretexto malamente urdido hizo que me dejaran evacuar las supuestas diligencias que improvisé. El tufillo a pescado, estratificado sobre los restantes olores, ahuyentó a los somnolientos pasantes que aún ramoneaban por el local y a los jovencitos ambiciosos que persistían en la búsqueda de solares con los que especular. A mis anchas, pude entregarme a toda suerte de buceos regístrales y al cabo de cierto tiempo encontré lo que buscaba y confirmé mis sospechas: la finca que ahora era el colegio de las madres lazaristas había pertenecido entre 1958 y 1971 a don Manuel Peraplana, que la vendió a las monjas por una suma exorbitante, habiéndolo adquirido en el 58 por una mínima fracción de su precio a un tal Vicenzo Hermafrodito Halfmann, de nacionalidad panameña, anticuario de profesión, residente en Barcelona desde 1917, quien, en esta última fecha, había adquirido el terreno, a la sazón baldío, y edificado en él la mansión. No me cabía duda de que el panameño, junto con aquélla, había construido otro edificio en un predio colindante o, al menos, próximo, y había puesto ambos en comunicación, vaya usted a saber por qué, mediante un pasadizo secreto que partía de la falsa tumba del ábside de la capilla. Probablemente Peraplana había descubierto el pasadizo, y lo había utilizado para sus perversos propósitos. Ahora bien, ¿por qué había vendido Peraplana la mansión a las monjitas si en 1971 todavía se servía del pasadizo? Y ¿adonde conducía el susodicho? Traté de averiguar qué otros inmuebles poseían Peraplana o el ya citado Halfmann, pero el registro, organizado por fincas y no por propietarios, no daba fe de ello. Me era preciso, pues, hablar directamente con Peraplana y a su casa me dirigí, aun consciente de los peligros que tal iniciativa entrañaba.

Capítulo XIII UN ACCIDENTE TAN IMPREVISTO COMO LAMENTABLE

AL LLEGAR a la puerta de la torre me aguardaba un contratiempo con el que no había contado: una pequeña multitud, valga la paradoja, se aglomeraba frente al seto en actitud expectante. Reconocí entre los congregados a las criaditas a las que había sonsacado la tarde anterior y deduje de su presencia que la boda, que según mis cálculos debía celebrarse en unos días, estaba por llevarse a cabo, quizás anticipadamente. Me agencié en un quiosco cercano una revista tras la cual ocultar mi rostro y me colé entre los circunstantes mientras pensaba a la desesperada cómo introducirme en el coche nupcial que había de llevar a la contrayente y a su padre, si mi noción del ceremonial prescrito para tales solemnidades no me engaña, cosa que me parecía poco menos que irrealizable, pero que tenía que intentar si no quería que los recién casados se me fueran de luna de miel a Mallorca o a dondequiera que vayan los ricos en tales ocasiones, lo que habría dificultado, pero no finido, mis denodados esfuerzos.

La espera se prolongaba y tuve ocasión de hojear la revista. Saqué la conclusión de que en los tiempos que corrían, los jovencitos se dedicaban a escribir sobre política, arte y sociedad en tanto que los viejos se desahogaban retozando en el toril de lo sicalíptico. Una coterránea de Usa, llamada Birgitta y dotada de unos senos algo caídos para su estado temprano de desarrollo, se manoseaba «iniciándose en los misterios órficos de sus curvas recientes». Un vaivén de la multitud me impidió leer lo que sin duda eran las fantasías de un cerdo en apuros. Asomando los ojos y la parte correspondiente de la cabeza por sobre la revista, vi que se abría la puerta de la torre de los Pera-plana y que de ella salían dos policías de gris uniformados. Me asusté al pronto, pero en seguida comprendí que no era mi presencia lo que motivaba la suya, pues formaban guardia en las escaleras como si esperasen la salida de un cortejo. Inferí que a la boda asistía alguna autoridad local y estaba por gritar ¡viva la novia! cuando me apercibí de que tras los policías asomaban unos camilleros llevando un cuerpo en una cama con ruedas como de bicicleta y una enfermera que sostenía una botella llena de algo granate y conectada a la cama por medio de un tubito. Un doctor con bata hospitalaria y algunas personas acompañaban el lecho ambulante. Una de las personas debía de ser Peraplana, pero, como no lo había visto nunca, no lo puedo atestiguar. A todas luces no era aquello una boda, por muy trastocada que ande la liturgia a raíz del último concilio. Y no contribuyó a empañar esta certeza el que asomaran a las ventanas del piso superior mujeres de apesadumbrada imagen que se enjugaban las lágrimas con pañuelos de blanco percal. De la multitud reunida se elevó un murmullo y los policías abrieron paso a la camilla hasta una ambulancia. Pregunté lo que había sucedido a un individuo que se empinaba junto a mí para no perder ripio.

– Una desgracia -respondió-. La pobre chica de esa casa, que se ha suicidado esta mañana. Estaba a punto de casarse. No somos nada, amigo mío.

Parecía locuaz y decidí seguir preguntando.

– ¿Cómo sabe usted que se trata de un suicidio? El cáncer no respeta edad.

– Colgué los hábitos para casarme -dijo el individuo- después de diez años de sacerdocio. Entre lo que oí en el confesionario y lo que aprendí luego, no hay nada que yo no sepa.

Y se puso a reír a carcajadas su ocurrencia. Yo le imité para que no se sintiera en ridículo. El individuo me puso una mano sudada en el hombro mientras con la otra se restañaba los ojos acuosos.

– No quiero, sin embargo -añadió-, que me crea taumaturgo o zahorí. El repartidor de la carnicería Bou, que curiosamente también se llama así, pero con doble uve, Wou, no sé de dónde será ese muchacho, me ha contado lo que pasó. El estaba en la casa cuando se armó el pitóte. Había ido a llevar la carne. ¿Le interesan esas cosas?

La noticia me había afectado y así se lo hice saber.

– La vida -dijo- es una hoja a merced del viento. Carpe diem, como decían los romanos. ¿Le gustan las mujeres? No, no me tome por un meticón. Es que le he visto hojear una revista de desnudismo. Esto del destape es una operación comercial para hacer dinero con nuestras frustraciones, créame. Yo no tengo nada contra los placeres de la carne, pero aborrezco los sucedáneos. Las mujeres, de carne y hueso, y el café, café, como decíamos en mi juventud. No quiero parecer más modoso de lo que soy; no estoy exento de debilidades. Cada vez que leo una de estas revistas me la pelo. No me importa propagarlo a los cuatro vientos: todos estamos hechos de la misma pasta, ¿qué le parece?

Yo no escuchaba la cháchara de aquel majadero. Rememorando a la pobrecita Isabel, a la que había contemplado no sin admiración unas horas antes, no pude contener un par de lagrimones y algún que otro moco, leve homenaje a la fugacidad de nuestros sueños y a lo efímero de la belleza humana. Pero no era el momento propicio a filosofías, porque otra idea había tomado cuerpo en mi cerebro. Empecé a escudriñar a los allí reunidos a la caza de un rostro conocido. Mi estatura no es exagerada y tuve que dar saltos impropios del acontecimiento que se desarrollaba ante nuestros ojos hasta que di con el objeto de mi batida: una mujer que ocultaba sus facciones bajo una enorme pamela negra, tras unas gafas de sol y ayuso un espeso y variopinto maquillaje que desfiguraba sus prístinos rasgos. Este vano intento de disimulo me confirmó la disparidad de criterios que a mi ver existe en punto a belleza entre los hombres y las mujeres, creyendo éstas que su atractivo radica en los ojos, los labios, el cabello y otros atributos ubicados al norte del gañote, en tanto que el género masculino, por así llamarlo, salvo que prono a desviaciones electivas, centra su interés en otras partes de la anatomía, con absoluto desdén de las ya mencionadas. Y, así, por más que Mercedes Negrer hubiera hecho lo que ella juzgaba más eficaz para pasar desapercibida, un simple atisbo de su incendiaria delantera me habría bastado para identificarla aunque mediaran entre nosotros leguas de distancia.