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– Siga a esos dos coches. Soy de la secreta.

El taxista me mostró una chapa.

– Yo también -dijo- ¿Qué rama?

– Estupefacientes -improvisé-. ¿Cómo va lo de los trienios?

– Mal, como de costumbre -dijo el falso taxista-. Veremos a ver ahora con las elecciones. Yo pienso votar a Felipe González, ¿y tú?

– A quien me digan los jefes -atajé para evitar unas confianzas que habrían acabado por ponerme en evidencia.

Habíamos rodeado Calvo Sotelo y seguíamos por la Diagonal. Tal como yo había calculado, el conductor del SEAT no tardó en apercibirse de que otro coche lo seguía y con una hábil maniobra y saltándose a la torera una prohibición, se metió por Muntaner abajo y despistó a la pobre Mercedes, a quien de poco arrolla un autobús cuando trataba denodadamente de hacer marcha atrás. Sonreí para mis adentros y dije al taxista que siguiera al SEAT. Este último, convencido de haberse desembarazado de su seguidor, había aminorado la marcha y no nos costó nada irle a la zaga. De paso, me había quitado de encima temporalmente a Mercedes sin herir su autoestima, ya muy maltrecha.

El SEAT llegó a su destino: un chaflán de la calle Enrique Granados. Allí se detuvo el coche y se bajó el conductor, que enfiló un portal oscuro hundiendo la cabeza entre los hombros, como si así la lluvia no fuera a encontrársela. El portal se abrió y el conductor del SEAT desapareció en sus profundidades. Pedí al taxista que esperase, pero me dijo que no podía.

– Tengo que ir a rondar la casa de Reventós, a ver si le descubro una chapucilla.

Le di las gracias y le deseé suerte. No aceptó que le pagase la carrera por ser del gremio, aunque esta vez tenía yo dinero, el que me había dado Mercedes antes de separarnos. Partió el policía camuflado y me quedé solo bajo el chaparrón. Un examen superficial del SEAT no arrojó ninguna luz. La cédula de identificación fiscal daba el nombre de una sociedad inmobiliaria, evidentemente una patraña para evadir impuestos. Descerrajé la puerta con un ladrillo y husmeé el interior. La guantera no contenía más que documentos del vehículo, un mapa de carreteras mal doblado y una linterna sin pilas. Los asientos eran de terciopelo y el del conductor llevaba una esterilla de cañamazo superpuesta para evitar la transpiración del culo. De este detalle inferí que era el propia Pera-plana quien habitualmente conducía el coche. No había razón alguna para creer que no era él quien acababa de entrar en el portal del chaflán. Por precaución, tomé nota mental del kilometraje, aunque no confiaba en retener el guarismo, ya que las matemáticas no son mi fuerte, siendo yo de natural más inclinado a las humanidades. En el cenicero había colillas de Marlboro; en los filtros no se apreciaban restos de lápiz labial y sí la incisión de unos dientes regulares, tal vez no primigenios. Había ceniza en la alfombra, signo de que era el conductor quien fumaba. Lina de las colillas guardaba humedades y el encendedor automático estaba todavía caliente. Confirmé que me las veía con el propio Peraplana. Salí del coche, no sin antes haber arrancado de su caja la radio y el tocacasettes para encubrir de robo mis pesquisas. Me deshice de ambos aparatos arrojándolos a una alcantarilla y por unos instantes ponderé la posibilidad de ocultarme en el portamaletas y ver adonde me llevaban, pero descarté pronto esta medida por peligrosa y porque me interesaba más saber lo que se cocía en la casa del chaflán, a la que había acudido Peraplana fresca aún la tierra donde yacía su hija.

En un bar de tapas del chaflán frontero pedí una Pepsi-Cola y me encerré en la cabina telefónica bien provisto de fichas y procurando no perder de vista el portal que me intrigaba. Busqué en la guía de calles el edificio en cuestión y empecé a llamar a todos los inquilinos, a los que decía cuando contestaban:

– ¡Hola, tú, aquí Cambio 16 en plan de encuesta! ¿Qué cadena de televisión estás viendo?

Todos contestaban que la primera y un excéntrico que la segunda… En uno sólo de los números a los que llamé me dijeron de malos modos:

– Ninguna -y colgaron.

– Mordiste el anzuelo, sardineta -me dije mirando el nombre de quien tan descortés había sido con nuestra prensa: Plutonio Sobobo Cuadrado, dentista.

Sin dejar de observar el portal, me bebí la Pepsi-Cola y estaba metiendo la lengua por el cuello de la botella para apurar la última gota, cuando vi que los hombres salían del portal acarreando con delicadeza un bulto envuelto en una sábana blanca. En la lobreguez del portal, una mujer presenciaba la operación retorciéndose las manos. El tamaño del bulto y su forma correspondían a una persona no muy grande, con certeza una niña. Los dos hombres metieron el bulto en el portamaletas del SEAT y me regocijé de no estar yo ahí. Luego uno de los hombres se sentó al volante y partió el coche. Me habría gustado seguirlo, pero no se vislumbraba un taxi por ninguna parte. Concentré, pues, mi atención en el otro hombre, que volvió a entrar en el portal, habló un rato animadamente con la mujer que se retorcía las manos y cerró luego la hoja de madera. Pagué mi consumición, salí del bar y estudié el portal bajo la lluvia pertinaz. Visto lo que me interesaba, y que omitiré pues son tecnicismos de cerrajeros y maleantes, me apropié de una barra de metal que encontré en un solar en construcción y procedí a abrir la puerta de acceso al zaguán. De los buzones saqué el piso y puerta del dentista: segundo primera. Había un ascensor que parecía un ataúd, pero subí a pie por lo del sigilo. El interior del edificio respondía a su fachada gris, maciza, vulgar y un poco triste: una casa del Ensanche. Llamé a la puerta del dentista, que contestó inmediatamente a través de la mirilla.

– ¿Quién va?

– Doctor, tengo un flemón que me trae frito -dije hinchando el carrillo.

– Usted no tiene nada, éstas no son horas de visita y yo tengo mi consultorio en el Clot -respondió el dentista.

– En realidad -dije yo explorando nuevas vías de acercamiento-, soy psiquiatra infantil y quiero hablarle de su hija.

– Váyase usted ahora mismo, tío loco.

– Si quiere, me voy, pero volveré con la policía -amenacé con exigua convicción.

– Yo soy el que va a llamar a la policía si no se larga usted en menos que canta un gallo.

– Doctor -dije yo adoptando un tono menos enfático-, está usted metido en un lío de no te menees. Más vale que hablemos con sinceridad.

– No sé a qué se refiere.

– Sí que lo sabe, o no estaría usted manteniendo una conversación que nadie en su sano juicio mantendría. Sé todo lo referente a su hija y, por raro que le parezca, puedo ayudarle a salir del embrollo si está usted dispuesto a cooperar. Ahora voy a contar hasta cinco. Despacito, pero hasta cinco. Si para cuando acabe no me ha abierto esta puerta, me iré y usted solo pagará las consecuencias de su tozudez. Uno… dos… tres…

Percibí débilmente tras el paño una voz de mujer que decía:

– Ábrele, Pluto. A lo mejor sí que nos puede ayudar.

– … cuatro… y cinco. Buenas noches tengan ustedes.

La puerta se abrió y en el vano se recortó la figura que poco antes había visto en el portal. La mujer que se retorcía las manos se las seguía retorciendo a espaldas de su mando el dentista.

– Espere -dijo este último-. Nada se pierde con hablar. ¿Quién es usted y qué tiene que decirme?

– No es preciso que se entere el vecindario, doctor -dije yo-. Invíteme a pasar.

El doctor se hizo a un lado y entré en un recibidor pobremente iluminado por una bombilla de bajo voltaje enjaulada en una lámpara de hierro forjado. Había en el recibidor un paragüero de loza, un perchero de madera oscura labrada y un sillón frailuno. En el papel de las paredes se repetía simétricamente una escena campestre. En la parte interior de la puerta había un sagrado corazón de esmalte que decía: bendeciré esta casa. Las baldosas del suelo eran octogonales, de varios colores y bailoteaban al paso.