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– Tenga la bondad -dijo el dentista señalando un pasillo estrecho y tenebroso que no parecía tener fin.

Eché a andar por el pasillo seguido del doctor y de su mujer y arrepintiéndome de no haber propuesto que la entrevista se celebrase en terreno neutral, porque no sabía lo que me esperaba al fondo del pasillo y es notoria la capacidad de hacer daño que tienen los dentistas.

Capítulo XV EL DENTISTA SE SINCERA

PERO mis temores resultaron infundados, porque a medio pasillo me rebasó el doctor y prendió solícito una luz que iluminó un saloncito modestamente amueblado pero confortable, en uno de cuyos sillones me indico que me sentara, al tiempo que decía:

– No podremos obsequiarle como desearíamos, pues tanto mi esposa como yo somos abstemios. Puedo ofrecerle un chicle medicinal que me ha enviado de propaganda un laboratorio. Dicen que va bien para las encías.

Decliné el ofrecimiento, esperé a que el matrimonio se sentara y dije así:

– Ustedes se preguntarán quién soy y a título de qué me injiero en sus asuntos. Les responderé diciendo que lo primero carece de importancia y que a lo segundo no sabría dar explicación, salvo que opino que andamos todos metidos en el mismo ajo, aunque tal cosa no me atrevo a afirmar hasta que no hayan contestado ustedes a unas preguntas que yo, a mi vez, les haré. Hace unos instantes le vi a usted, doctor, transportar un fardo y meterlo en el portamaletas de un coche. ¿Lo admite?

– Sí, en efecto.

– ¿Admitirá usted también que el fardo en cuestión contenía o, mejor dicho, era propiamente un ser humano, presuntamente una niña y, osaré aventurar, su hija de usted, por añadidura?

Vaciló el odontólogo y su mujer tomó la palabra para decir:

– Era la nena, señor, tiene usted toda la razón.

Reparé en que era una mujer algo fondona, pero aún aprovechable. Sus ojos y el rictus de sus labios expresaban no sé qué y emanaba su persona un hálito que no supe a qué atribuir.

– ¿Y no es asimismo cierto -proseguí recordando el elegante estilo que el ministerio fiscal desarrollaba en las vistas en que yo intervenía en calidad de acusado y, tengo para mí, en todas las demás- que la niña del fardo, su hija de ustedes, es la misma niña que desapareció hace dos días del colegio de las madres lazaristas de San Gervasio?

– Calla -dijo el dentista a su mujer-. No tenemos por qué contestar.

– Nos han descubierto, Pluto -dijo ella con un deje de alivio en la voz-. Y me alegro de que así sea. Nunca, señor, habíamos infringido la ley antes de ahora. Usted, que tiene pinta de hampón, estará de acuerdo conmigo en que no es fácil acallar la conciencia.

Expresé mi acuerdo y continué diciendo:

– La niña no desapareció del colegio, sino que fue sacada de él sin conocimiento de las monjas y traída a esta casa, donde ustedes la ocultaron mientras fingían estar muy apesadumbrados por lo que quisieron hacer pasar por secuestro o fuga, ¿no es así?

– Tal y como usted lo cuenta -dijo la señora.

La siguiente pregunta venía rodada.

– ¿Por qué?

El matrimonio guardó silencio.

– ¿Cuál era el objeto de esta farsa insensata? -insistí.

– El nos obligó -dijo la señora. Y agregó dirigiéndose a su marido, que le lanzaba miradas reprobatorias-. Más vale que lo confesemos todo. ¿Es usted policía? -me dijo a mí.

– No, señora, ni muchísimo menos. ¿Quién es él? ¿Peraplana?

La señora se encogió de hombros. El odontólogo ocultó el rostro entre las manos y prorrumpió en sollozos. Daba pena ver llorar a un dentista con tanto desconsuelo. Esperé pacientemente a que se rehiciera y, una vez dueño de sí, el doctor abrió los brazos como quien va a exponer sus desnudeces y dijo lo que sigue:

– Usted, caballero, que parece observador y despejado, habrá colegido del barrio en que vivimos, la sencillez de nuestro vestuario y menaje y el hecho de que apaguemos automáticamente las luces al salir de una habitación, que pertenecemos a la sufrida clase media. Tanto mi señora como yo proveníamos de modesta cuna y yo, personalmente, hice todos mis estudios con ayuda de becas y de unas clases particulares que me proporcionaron los jesuitas a través de la congregación. La cultura de mi señora se limita a unos conocimientos culinarios no exentos de altibajos y unas habilidades en el terreno de la costura que le permiten transformar trajes de verano en batas de casa que jamás usa. Aunque hace trece años que contrajimos matrimonio, nuestro menguado peculio sólo nos ha permitido tener una hija, bien a nuestro pesar, viéndonos obligados desde hace ya mucho a recurrir a los anovulatorios, no obstante ser ambos católicos practicantes, lo que ha privado a nuestras relaciones sensuales de todo goce, por razón del remordimiento. Huelga añadir que nuestra hijita, desde el momento mismo de su concepción, se convirtió en el centro de nuestras vidas y que por ella hacemos incontables sacrificios, por los que nunca le hemos pedido cuentas, al menos explícitamente. La suerte, que en tantas otras cosas nos ha sido adversa, nos ha recompensado con una niña que reúne todas las gracias, no siendo la menor de éstas el acendrado amor que nos profesa.

Se volvió el dentista a su mujer, quizá en busca de corroboración, pero ella tenía los ojos cerrados y el ceño fruncido y parecía ausente, como si estuviera pasando revista a su vida, cosa esta que no deduje, claro está, de su actitud abstraída, sino de la posterior reacción que en su momento narraré.

– Llegada nuestra hija a la edad de la razón -continuó el dentista-, discutimos mi señora y yo largamente y no sin cierto encono el colegio al que debíamos mandarla. Ambos coincidimos en que había de ser éste lo mejor que ofreciera la ciudad, pero, en tanto que mi señora se inclinaba por una escuela laica, progre y cara, yo era partidario de la tradicional enseñanza religiosa, que tan buenos frutos ha dado a España. No creo, por lo demás, que los cambios que recientemente han sobrevenido a nuestra sociedad sean duraderos. Tarde o temprano, los militares harán que todo vuelva a la normalidad. En las escuelas modernas, por otra parte, impera el libertinaje: los profesores, me consta, se jactan ante el alumnado de sus irregulares enjuagues matrimoniales; las maestras prescinden de la ropa interior, y en los recreos se desalienta el deporte y se propicia la concupiscencia; se organizan bailes y excursiones de más de un día y se proyectan películas del cuatro. No sé si, como dicen, esto prepara a los niños a enfrentarse al mundo. Quizá se les vacune contra los peligros, prefiero no opinar. ¿De qué le estaba hablando?

– Del colegio de su hija de usted -le recordé.

– Ah, sí. Discutimos, pues, como le decía, y siendo mi señora mujer y yo hombre, tuvo ella que ceder, porque así es la ley natural. El colegio de las madres lazaristas de San Gervasio, que finalmente elegí, supuso para nosotros el doble sacrificio de tener que separarnos de la nena, ya que el régimen de internado no admitía excepciones, y de sufragar unas mensualidades que puedo calificar sin ambages de onerosas, tanto en términos relativos como absolutos. La educación, sin embargo, era esmerada y nunca nos quejamos, aunque bien sabe dios que el dinero no nos sobraba. Y pasaron los años.

Abanicó lentamente el aire con las manos como si a este conjuro fueran a proyectarse en el espacio secuencias de aquella insípida saga familiar.

– Todo iba bien -prosiguió diciendo en vista de que nada de eso sucedía-, hasta que leí en una de las revistas que me envían gratuitamente al consultorio un artículo sobre los adelantos de la industria alemana en materia de ortodoncia. Le ahorraré los tecnicismos. Bástele saber que se me metió entre ceja y ceja adquirir un torno eléctrico y arrinconar el de pedales que había venido usando y que, dicho sea de paso, no hacía feliz a la clientela. Acudí a todos los bancos de la plaza, pero me negaron el crédito que les solicitaba, por lo que hube de recurrir a instituciones financieras un tanto más exigentes en lo que intereses se refiere. Firmé cambiales. Me llegó el torno, pero las instrucciones estaban en alemán. Probando con los pacientes, perdí algunos. Las letras vencían con pasmosa celeridad y tuve que pedir nuevos préstamos para amortizarlas. En suma: me entrampé sin remisión. Mis creencias y mis responsabilidades como padre y marido me cerraban la solución cobarde del suicidio. Sólo me quedaba esperar el presidio y el deshonor. La sola idea de que mi mujer tuviera que ponerse a trabajar se me hacía odiosa. No busco paliativos a mis culpas, sólo quiero que comprenda usted mi situación y calibre mis angustias.