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– Me temo -dije- que hemos sido estafados.

Capítulo XVI EL CORREDOR DE LAS CIEN PUERTAS

ERAN casi las dos de la mañana cuando Mercedes logró aparcar el 600 en una callejuela relativamente próxima al colegio de las madres lazaristas. Me eché al hombro los artilugios que habíamos adquirido aquella misma tarde y echamos a andar por las calles solitarias. A dios gracias, había parado de llover.

– Recuerda bien las instrucciones -le iba yo diciendo a Mercedes-. Si dentro de dos horas no doy señales de vida…

– Llamo al comisario Flores, ya lo sé. Me lo has repetido cien veces. ¿Te crees que soy tonta?

– No deseo correr riesgos inútiles, compréndelo -me disculpé-. No sé a lo que me voy a tener que enfrentar en esa maldita cripta, pero me consta que quienes se valen de ella no se andan con miramientos.

– Para empezar -dijo Mercedes-, tendrás que vértelas con la mosca gigante.

– No hay tal mosca gigante, boba. Lo que viste fue una persona cubierta con una careta antigás. Parece que esos tipos le dan duro al éter.

– ¿No deberías llevarte un canario? -sugirió Mercedes.

– ¡Sólo me faltaría eso! -dije yo.

Nos habíamos detenido ante la verja erizada de lanzas. El silencio era sobrecogedor y en el edificio del colegio no brillaba una sola luz. Suspiré presa de vacilaciones. Mercedes susurró a mi oído.

– Valor.

No quise decirle que depender de ella, de quien sólo sabía que acababa de cometer un asesinato moral y los pocos datos más que ella misma había tenido a bien proporcionarme, era precisamente lo que me inquietaba.

– Deséame suerte -dije como había oído decir en las películas.

– Por si no volvemos a vernos -dijo Mercedes con bastante poco tacto-, quiero que sepas una cosa: lo que te dije esta tarde de que era yo una reprimida no era verdad. He tenido un sinfín de amantes. Me acosté con todos los negros; hombres, mujeres, niños, camellos, todos. Una tribu entera.

Supuse que el peligro había excitado su imaginación y le dije que lo creía a pies juntillas. Mientras tanto, había encontrado lo que buscaba: un montón de excrementos de perro de reciente fabricación. Los recogí de la acera con sumo cuidado, procurando no alterar su forma original, y los arrojé al jardín del colegio por entre los barrotes de la verja. No tardaron en hacer su aparición los dos mastines, que procedieron como yo había previsto, pues tengo observado que los perros, que pasan por animales inteligentes, suelen olisquear las deposiciones de sus congéneres con evidente delectación y los mastines no eran excepción a esta desafortunada regla. Entretenidos, pues, los cancerberos con tan barato obsequio, rodeamos a la carrera el muro hasta llegar al extremo opuesto, donde su altura era inferior. Me subí sobre los hombros de Mercedes, que, pese a mi esmirriada complexión, se bamboleaba como barquilla al viento, y tendí sobre el remate del muro una manta que habíamos adquirido aquella misma tarde en un local que tal artículo vendía. Así pude ganar la parte superior del muro sin que los fragmentos de cristal en él cimentados hicieran de mí un eccehomo. Oteé el panorama mientras me colgaba en bandolera el zurrón que desde abajo Mercedes me tendía: los perros seguían ausentes. Saqué del zurrón una hermosa butifarra comprada en el mercado del Ninot con la que, en caso de apuro, pensaba sobornar a los mastines, y salté al suelo. El tierno césped mitigó el golpe. Desde la calle, Mercedes tiró de la manta para borrar toda traza del escalo, y al hacerlo sucedió una cosa imprevista: una segunda manta, de cuya existencia no nos habíamos percatado hasta entonces, se desprendió de los repliegues de la primera y me cayó encima, cubriéndome de la guisa que se cubren los fantasmas y haciéndome tropezar con una raíz que del suelo sobresalía, con lo que caí de bruces hecho un paquete. Recordé entonces que en la tienda de mantas campeaba un letrero anunciando que a todos los novios que tal prenda compraran se les regalaría otra de idéntico tamaño, color y tejido, la necesitaran o no. Yo no había parado mientes en este detalle, ya que Mercedes y yo no habíamos dado con nuestra conducta pábulo alguno a conjeturas sobre la naturaleza de nuestras relaciones.

En fin, como iba diciendo, me hallaba yo enzarzado en lucha con la manta, cuando percibí unos gruñidos amenazadores y sentía a través de la lana, si de tal material era la manta, el húmedo hocico de los perros, que habían abandonado su entretenimiento y habían acudido con ejemplar diligencia al ruido de mi derrumbe. Por ventura, todas las mantas nuevas desprenden un olor especial y no precisamente bueno y ello impidió que los mastines advirtiesen la presencia de un ser humano bajo la envoltura. Decidido a aprovechar tan imprevisto percance, y asiendo entre los dientes la butifarra, que me pareció en exceso dura para su precio astronómico, avancé por el césped a cuatro patas, procurando que ninguna de las extremidades de que estoy dotado sobresaliera de la cobertura, y así, siempre cortejado por los perros, que debían de devanarse los sesos tratando de imaginar qué sería aquello, llegué hasta la pared del colegio. Venía entonces un momento crítico: el de salir de mi refugio y penetrar en el edificio.

Levanté con prudencia uno de los bordes de la manta y por allí arrojé con fuerza la butifarra, tras la cual partieron los perros. Viéndome libre de su presencia, recobré la verticalidad y miré la pared que ante mí se alzaba para descubrir con horror que no había en ella ventana, enredadera ni asidero alguno por el que trepar. Volvían los perros a todo correr con la butifarra en las fauces de uno de ellos cuando, en la desesperación que me embargaba, se me ocurrió tirar sobre ellos la manta, en la que quedaron aprisionados los dos, invirtiéndose así los papeles que momentos antes habíamos representado mastines y yo en el gran teatro del mundo. Supongo que se morderían recíprocamente o que, al abrigo de la curiosidad ajena, se entregarían a libidinosos actos, que no son los perros remilgados cuando de holgar se trata. Yo, por mi parte, corrí pegado al edificio hasta que descubrí un ventanuco abierto por mor de lo benigno del clima, a través del cual me colé con la agilidad que da el pánico.

No sabía dónde estaba, pero unos ronquidos me indicaron que había ido a parar a una celda donde probablemente dormía una monja. Saqué del zurrón la linterna que también habíamos comprado y comprobé, al querer usarla, que tenía entre las manos la butifarra y que, en el nerviosismo propio de las circunstancias, había ofrendado a los perros la linterna. A ciegas, pues, y, procurando mantenerme lejos de los ronquidos, atiné con una puerta cuyo pomo giró sin resistencia. La puerta se abrió y salí a un corredor que recorrí tanteando las paredes y que torcía en ángulo recto siempre a la izquierda, por lo que di varias vueltas completas regresando siempre al punto de partida. Ya para entonces había yo perdido todo sentido de la orientación y del tiempo. No quería probar lo que había detrás de las puertas que mi mano iba encontrando, porque temía que correspondieran a otros tantos dormitorios. Sin embargo, y descartando la idea de que el corredor no tuviera salida y de que las monjas accedieran a sus aposentos por las respectivas ventanas, me dije que alguna de las cien puertas que llevaba tanteadas tenía que comunicar con el resto del edificio. Pero, ¿cuál?

Hurgándome con firmeza las fosas nasales, cosa que ayuda mucho a la reflexión, di en pesar en la especial idiosincrasia de las órdenes religiosas y encontré pronto la forma de resolver el problema que se planteaba. Volví a recorrer el pasillo entero, examinando esta vez al tacto las puertas que iba hallando al paso, y advertí con alegría que una sola de todas ellas tenía cerradura. Con una lima de uñas que llevaba en el zurrón y la experiencia adquirida en mi pasado delictivo, forcé la cerradura y desemboqué en una escalera que ascendía al primer piso.

Llegué a un refectorio en cuyas mesas estaban colocados ya los útiles del desayuno. Aquello me recordó que desde la cena de la noche anterior no había comido nada. Me senté en una de las banquetas y di cuenta de la butifarra, que, con todo y estar cruda, me supo a gloria. Repuestas las fuerzas, proseguí mis exploraciones. Resumiré los incidentes de aquel interminable peregrinar por el internado diciendo que encontré por fin, gracias a la minuciosa descripción suministrada por Mercedes, la puerta del dormitorio de las alumnas, que forcé con la lima la cerradura y que entré sigilosamente en él sin despertar a sus ocupantes. El dormitorio era una sala rectangular y vasta a cuyos lados se alineaban en doble fila las camas. A la izquierda de cada cama había una mesita de noche y a la derecha una silla donde reposaban esmeradamente doblados los uniformes de las niñas y, ¡oh, visión turbadora!, sus respectivas braguitas. Un rápido cálculo me hizo saber que era yo el único varón entre sesenta y cuatro angelitos en el vértice de la pubertad. Sólo me faltaba determinar cuál de las sesenta y cuatro niñas era la hija del dentista para dar cima a la primera etapa del plan. Se preguntará usted, sin duda, querido lector, cómo iba yo a reconocer a la niña en cuestión, a la que nunca había visto, y si tal es el caso, hallará la respuesta en el capítulo siguiente.