Reparé que un coro numeroso me rodeaba: el comisario, el doctor Sugrañes, Mercedes y una hilera de monjas, entre las que reconocí a la superiora que me había visitado en el manicomio. La superiora sostenía en brazos a la niña cataléptica, cuyo camisón aparecía desgarrado en varios puntos. Pregunté cómo la habían encontrado.
– La tenías tú abrazada debajo de esta mesa, charnego pedófilo -dijo el comisario Flores-, pero la cosa no pasó a mayores, según se desprende de las prospecciones digitales que acaba de practicar el doctor Sugrañes.
– Aún no me ha dicho cómo llegaron hasta aquí.
– Yo les llamé, siguiendo tus instrucciones -dijo Mercedes al tiempo que me bajaba los pantalones para que el doctor Sugrañes pudiera darme una inyección.
– ¿Y el negro? -pregunté.
– No hay tal negro -dijo el doctor-. Has estado delirando, como de costumbre.
– ¡Yo no estoy loco! -protesté.
– Eso es a mí a quien compete determinarlo -dijo el doctor con el tono profesional con que solía ocultar su irritación.
Sentí que me restregaban un algodón empapado en alcohol por el culo y que me introducían un aguijón húmedo. Un sabor amargo me subió a la boca y un fogonazo cegó transitoriamente mis ojos. Cuando los abrí, el comisario Flores se frotaba un algodón por las manos y le decía a Mercedes:
– Tocar a este tío y pescar el tétanos es todo uno. Ya pueden abrir los ojos, hermanitas, que ha pasado el peligro carnal. Y, si lo desean, también pueden reintegrarse a sus aposentos. Aquí el doctor y un servidor de usted nos ocuparemos de todo. Cuando en derecho proceda, les informaré de lo que haya menester.
– ¿Tendremos que declarar, comisario? -preguntó la superiora.
– Eso lo decidirá el juez.
– Lo digo porque, de ser así, habrá que tramitar un permiso episcopal. Si antes, claro está, no derogan el concordato.
Fueron saliendo las monjitas y se llevaron a la niña. Nos quedamos solos en la cripta el comisario, el doctor Sugrañes, Mercedes y yo.
– También salía un cadáver en mis alucinaciones -dije al doctor-. Me alegro de saber que todo fue producto de mi fantasía.
– Por desgracia, chato -dijo el comisario-, lo del muerto no lo inventaste. Si levantas esa sábana, lo verás.
Y señaló un bulto macabro tendido en el suelo. Pedí una explicación.
– Todo se andará -dijo el comisario-. Pero, ya que estamos aquí, veamos adonde conduce este pasadizo -sacó una pistola del bolsillo trasero del pantalón y jugueteó con ella-. Síganme a cierta distancia y cúbranse lo mejor que puedan. Con las normas de austeridad del nuevo gobierno no me sobran ocasiones de practicar y no respondo de mi puntería. ¡Y pensar que de poco voy a la Olimpiada de Tokio!
– En este país -observó el doctor Sugrañes- el que destaca concita envidias. ¿Cómo te sientes?
– Puedo caminar -dije yo-, pero ¿no nos estaremos metiendo en otro laberinto?
– No parece que así sea -dijo el comisario desde el pasadizo-. Por lo demás, si es como el otro, me río yo de los laberintos.
– ¿Por qué? -pregunté yo.
– Todos los corredores conducían a la cripta -explicó el doctor Sugrañes-. Seguramente cumplían un propósito psicológico: el de desalentar a quienes descubrieran la entrada del pasadizo. Pero el usuario no quiso arriesgarse a caer él mismo en su propia trampa y se cuidó de que todos los caminos, como dice el refrán, llevaran a Roma.
Precedidos del comisario, dejamos la cripta y nos adentramos en el corredor que partía del extremo opuesto a aquel donde desembocaba el laberinto. El comisario llevaba una linterna cuyas pilas daban señales de inminente agotamiento. Detrás iba el doctor Sugrañes, que seguía enarbolan-do la jeringa, y yo cerraba la marcha apoyado en el hombro de Mercedes, pues me sentía débil y desanimado. Anduvimos un largo trecho en línea recta y nos detuvimos al oír que el comisario blasfemaba.
– Aquí hay unos escalones y no los he visto. De poco me parto el alma -exclamó-. Estas linternas que nos envían de Madrid no valen para nada. El pariente de algún ministro estará haciendo su agosto, seguro.
Subimos un tramo de escalones y topamos con una puerta de hierro. El comisario probó de abrirla y no pudo.
– Si tienen un alambre, yo la puedo abrir -propuse.
Mercedes me dio una horquilla que, desdoblada, me sirvió de ganzúa. Salvado el obstáculo, nos encontramos en una enorme sala llena de máquinas herrumbrosas y polvorientas. Al fondo de la sala había una compuerta y, frente a ella, un vagón desvencijado del que salió volando una bandada de murciélagos chillones. Mercedes reprimió a duras penas un alarido de espanto.
– ¿Qué cono es esto? -dijo el comisario.
– Por las trazas -dijo el doctor Sugrañes-, un funicular en desuso.
– Veamos adonde conduce -dijo el comisario-. Tú, descerraja esta puerta.
No sin trabajo, logré liberar los mecanismos y resortes que cerraban la compuerta y pudimos correr las hojas metálicas, que se metieron en sendos huecos laterales. A la luz del amanecer vimos la ladera de una montaña entre cuyos matorrales discurrían los raíles del funicular.
– ¿Andará este cacharro? -dijo el comisario sin dirigirse a nadie en particular.
– Voy a echar una ojeada -dijo el doctor Sugrañes-. Hoy en día, con los adelantos de la medicina, los facultativos hemos de saber un poco de mecánica.
Se puso a golpear las máquinas mientras yo, un poco reanimado por el aire fresco de la montaña, le pedía al comisario que me diera las explicaciones prometidas.
– Esta señorita -dijo señalando a Mercedes, que se mostraba extrañamente hosca-, a quien conocí seis años atrás y que, dicho sea de paso, ha cambiado mucho para bien, me llamó a las dos y media de la mañana y me puso al corriente de tus andanzas. Temeroso de que provocaras algún nuevo desaguisado, avisé al doctor Sugrañes, que se había ofrecido galanamente a cooperar conmigo en tu captura, y nos dirigimos al colegio, donde las monjas, puestas sobre aviso, nos acompañaron a la cripta para velar por que no pisáramos terreno bendecido. Exploramos el laberinto con ayuda de las velas de la capilla y descubrimos, como ya te ha dicho el doctor, que no era tal laberinto, sino un artificio para despistar a quienes se adentraran en él. El hecho de que luego desaparezca el laberinto puede deberse a que el pasadizo no tenía otro fin que facilitar la fuga desde la casa o a que a medio construir se acabó el presupuesto. Sea como sea, llegamos a la cripta y te encontramos debajo de la mesa donde yacía el cadáver, abrazado a una pobre niña cuyo camisón habías roto en tus estertores dementes.
El doctor Sugrañes gritó desde detrás de una turbina:
– ¡Albricias! ¡Lo conseguí!
En efecto, el funicular se había puesto en marcha y los cuatro saltamos a la plataforma y ocupamos unos asientos cubiertos de polvo y caca de murciélago.
– Lo que no comprendo -dijo el comisario mientras el funicular avanzaba lentamente por entre pinos olorosos ladera arriba- es por qué no me comunicaste lo que habías descubierto y cuáles eran tus intenciones. Te habrías ahorrado mucho esfuerzo y algún que otro peligro.
– Quise demostrar -dije yo- que podía valer-me por mí mismo.
– La desconfianza en el poder público es el mal endémico del país -sentenció el comisario.
– Tiene que ver -apuntó el doctor Sugrañes- con la relación paternofilial de la clase baja.
Miré de reojo a Mercedes, que no decía nada. Su cabeza, sus hombros y hasta la más notable parte de su estructura estaban abatidos. Parecía contemplar con desmedido interés la ciudad gris y neblinosa que se desplegaba por momentos a nuestros pies. Las farolas de las calles y la iluminación de los monumentos turísticos se extinguieron automáticamente con la claridad del alba. Sólo quedaron parpadeando unos anuncios luminosos de la Plaza Cataluña. En el puerto humeaba un paquebote y a lo lejos, en el mar, se distinguía la figura rectilínea de un portaaviones de la VI Flota. Pensé con tristeza que a mi hermana le habría alegrado la visión de tanto cliente potencial. Un grito me sacó de mis cabalas.