Y con estas palabras, no sin levantarse antes y recorrer la distancia que mediaba entre su asiento y la puerta, que abrió, se fue acompañado de Pepita, la enfermera, con quien, sospecho yo, tenía un lío de pronóstico, aunque, todo sea dicho, nunca los había sorprendido in fraganti, por más que había dedicado horas a vigilar sus ires y venires y había mandado varios anónimos a la esposa del doctor sin otro fin que poner nerviosos a los culpables e inducirles a error.
En la tesitura en que me hallaba, y en lugar de hacer lo que habría hecho cualquier persona normal que se encontrase en la misma, a saber, dar un ojo por poder jugar con el semáforo, me abstuve de proponer semejante transacción y, como prueba de mi perspicacia, dejé que fuera el comisario Flores quien lo accionase a su antojo, hecho lo cual volvió a su asiento y dijo:
– No sé si recordarás -dirigiéndose a mí- el extraño caso que aconteció hace ahora seis años en el colegio de las madres lazaristas de San Gervasio. Haz un esfuerzo mental.
No tuve que hacer ninguno, porque guardaba del caso un hoyo por recuerdo, el que me había dejado en la boca el colmillo que el propio comisario Flores había hecho saltar, persuadido de que privado de un colmillo iba yo a darle una información que para mi mal no poseía, ya que, de haberla poseído, poseería ahora además un colmillo del que me he visto precisado a prescindir desde entonces, no estando la ortodoncia a mi alcance, pese a lo cual, y como efectivamente mis conocimientos a la sazón habían sido magros, le rogué tuviera a bien ponerme al corriente de los pormenores del caso, a cambio de lo cual prometía yo la máxima cooperación. Y dije todo esto con los labios bien apretados, para evitar que la visión del orificio dejado por el colmillo ausente le incitase a proceder del mismo tenor, a lo cual el comisario pidió autorización a la monja que, no obstante su silencio, seguía allí presente, para encender el habano con ánimo de fumárselo, cosa que, obtenido aquél, así hizo al tiempo que se apoltronaba en su sillón, despedía espirales por la boca y la nariz y relataba lo que en esencia constituye el capítulo segundo.
Capítulo II LO QUE RELATÓ EL COMISARIO
– EL COLEGIO de las madres lazaristas, como tú sin duda ignoras -empezó diciendo el comisario mientras contemplaba cómo el precio del habano se le iba en humo- está situado en una callejuela recoleta y pina de las que serpentean por el aristocrático barrio de San Gervasio, hoy ya no muy en boga, y se precia de reclutar a su alumnado entre las mejores familias de Barcelona; todo ello con fines de lucro. Usted, madre, corríjame si me equivoco. El colegio, claro está, es exclusivamente femenino y funciona en régimen de internado. Para acabar de contemplar el cuadro agregaré que todas las alumnas visten uniforme gris especialmente diseñado para eclipsar sus incipientes turgencias. Un halo de impenetrable honorabilidad rodea la institución. ¿Vas bien?
Dije que sí, aunque tenía mis dudas, porque anhelaba escuchar la parte escabrosa del asunto, que pensé que estaba por venir y que, más vale que lo advierta honradamente, no vino.
– Como sea -continuó el comisario Flores-, en la mañana del siete de abril de este año hace seis, o sea, de 1971, la persona encargada de verificar que todas las alumnas se habían levantado, aseado, peinado, vestido y aprestado a asistir al santo sacrificio de la misa percibió que una de aquéllas faltaba de las filas. Preguntó a las compañeras de la ausente y no le supieron dar razón. Acudió al dormitorio y encontró la cama vacía. Buscó en el cuarto de baño y en otros lugares. Llevó sus pesquisas a los más recónditos entreveros del internado. En vano. Una de las alumnas había desaparecido sin dejar rastro. De sus efectos personales sólo faltaba la ropa que llevaba puesta, esto es, el camisón. En la mesilla de noche fueron hallados el reloj de pulsera de la desaparecida, unos zarcillos de perlas cultivadas y el dinero de bolsillo de que disponía para adquirir chucherías en el economato sito en el edificio que las propias monjas administran. Angustiada la persona a que nos referimos, puso lo ocurrido en conocimiento de la madre superiora y ésta, a su vez, hizo correr la voz entre la comunidad religiosa. Se practicó un nuevo registro sin mejores resultados. A las diez de la mañana, poco más o menos, los padres de la desaparecida fueron informados y, tras breve conciliábulo, se puso el asunto en manos de la policía, personificadas en estas que ves aquí, las mismas con las que te rompí el colmillo.
»Con la celeridad que caracterizaba a las fuerzas del orden en la era preposfranquista, me personé en el colegio, interrogué a cuantos juzgué oportuno hacerlo, regresé a la Jefatura, hice que me trajeran a unos cuantos confidentes, entre los que tenías la suerte de hallarte tú, miserable delator, y sonsaqué hábilmente cuanto dato pudieron darme. Al anochecer, empero, había llegado a la conclusión de que el asunto no tenía explicación posible. ¿Cómo había podido una niña levantarse a media noche y descerrajar la puerta del dormitorio sin despertar a una sola de sus condiscípulas?, ¿cómo había logrado trasponer las puertas cerradas que separaban el dormitorio del jardín y que son, si mis cálculos no fallan, cuatro o cinco, según se crucen o no los urinarios del primer piso?, ¿cómo había podido atravesar el jardín a oscuras, sin dejar huellas en la tierra ni tronchar las flores ni, más raro aún, delatar su presencia a los dos mastines que las monjas desatan todas las noches al concluir los últimos rezos?, ¿cómo había podido salvar la verja de cuatro metros de altura, rematada de aguzadas púas, o los muros de idéntica altura erizados de fragmentos de vidrio y recubiertos en su parte superior de una madeja de alambre espinoso?
– ¿Cómo? -pregunté azuzado por la curiosidad.
– Misterio -respondió el comisario sacudiendo la ceniza del puro en la alfombra, ya que, como dije antes, el cenicero y su soporte de bronce habían sido retirados del despacho tiempo atrás y el doctor Sugrañes no fumaba-. Pero la cosa no terminó aquí o no estaría yo haciendo un preámbulo tan largo.
»Mis investigaciones acababan de empezar y ya parecían llevar mal camino, cuando recibí una llamada telefónica de la madre superiora, que, por cierto, no es esta que ves aquí -señaló con el pulgar a la monja, que seguía sin decir palabra-, sino otra más vieja y, dicho sea con el debido respeto, algo tonta, quien me rogó que acudiera de nuevo al colegio, pues le urgía hablar conmigo. Como no creo haber dicho, esto sucedía en la mañana del día siguiente al de la desaparición de la niña, ¿está claro? Bien. Como iba diciendo, salté al coche-patrulla y, haciendo sonar la sirena y mostrando por la ventanilla un puño amenazador, logré hacer el trayecto entre la Vía Layetana y San Gervasio en menos de media hora, con todo y que la Diagonal estaba imposible.
»Una vez en el despacho de la madre superiora, me encontré con una pareja, hombre y mujer, de gentil y adinerado porte, que se identificaron a instancia mía como padre y madre de la desaparecida, ordenándome, acto seguido, en virtud de las facultades de que su condición de tales les investía, que de inmediato me desentendiera del caso, orden que la madre superiora corroboró en los términos más enérgicos, aunque nadie le había pedido su opinión. Aventurando la hipótesis de que los secuestradores de la niña habían recomendado a los padres de ésta, sabe dios con qué intimidaciones, su presente actitud y consciente de que, por razones poco claras, la citada actitud es de todo punto desaconsejable, insté a aquéllos a que depusieran ésta. "Usted", me conminó el padre de la niña con una jactancia sólo atribuible a un lejano parentesco con Su Excelencia, "ocúpese de sus cosas, que yo ya me ocuparé de las mías." "Con tal proceder", advertí yo con firmeza mientras reculaba hacia la salida, "nunca recobrará a la criaturita." "La criaturita", zanjó el debate el padre, "ya ha sido recuperada. Puede usted volver a sus quinielas." Y eso hice.