– Con tu palmito te han de sobrar -dije yo sabiendo que mi hermana era muy susceptible a los halagos, quizá porque la vida no la había mimado en demasía. A los nueve años, por fea y cuando estas contrariedades afectan, no le habían dejado cantar «María de las Mercedes», memorizada tras seis meses de agotador esfuerzo, en la campaña benéfica de Radio Nacional, no obstante el anonimato inherente al miedo y el haber ella aportado un razonable donativo que había recaudado, no sin penas, malvendiendo sus nalgas de paquidermo a los viejos bujarrones medio ciegos del asilo de San Rafael, que la tomaban, a la medialuz del ocaso, por un recluta acomodaticio y necesitado de los vecinos cuarteles de Pedralbes. Insistí-: ¿Ni una pista me vas a dar, querubín?
Para entonces sabía ya que no iba a darme ni una pista ni nada, pero quería ganar tiempo, porque si efectivamente esperaba a un cliente, la prisa por deshacerse de mí tal vez la hiciera hablar. Me hice, pues, el remolón, alternando la súplica con la amenaza. Mi hermana se puso nerviosa y acabó echándome en los pantalones el Cacaolat con hielo que a modo de bebida espirituosa sostenía, de lo que deduje que su cliente había llegado y me volví a ver de quién se trataba.
Se trataba, cosa rara entre la clientela de mi hermana, de un hombre joven, fornido, de planta entre juncal y amorcillada como la de un torero entrado en carnes, por así decir. Su rostro agraciado adolecía de una sugestiva ambigüedad, cual si fuera un vástago, por citar nombres, de Kubala y la Bella Dorita. Su traza gallarda y su vestuario impropio de nuestro clima lo identificaban como marinero; su pelo pajizo y sus ojos claros, como extranjero, probablemente sueco. Por lo demás, mi hermana solía reclutar de entre los hombres de mar a sus usuarios, ya que éstos, provenientes de lejanas tierras, tomaban por exótica a la pobre Cándida y no por lo que en realidad era: un coco.
A todas éstas, mi hermana se había levantado y abrazaba melosa al marinero, haciendo caso omiso de las puñadas que éste le propinaba para mantenerla a distancia. Decidí aprovechar la oportunidad que la suerte me brindaba y palmeé el hombro rocoso del recién llegado, adoptando el talante mundano que suelo fingir en tales circunstancias.
– Me -dije recurriendo a mi inglés algo oxidado por el desuso-, Cándida: sisters. Candida, me sisfer, big fart. No, no big fart: big fuck. Strong. Not expensive. ¿Eh?
– Cierra el pico, Richard Burton -respondió desabrido el marinero.
Hablaba bien el castellano, el condenado, incluso con un ligero deje aragonés en el acento, muy meritorio tratándose de un sueco.
Mi hermana me hizo gestos que traduje por: vete o te pelo la cara con las uñas. No había nada que hacer. Me despedí de la feliz pareja con gran civilidad y gané la calle. El principio no era esperanzador, pero ¿qué principio lo es? Resolví no dejarme vencer por el desaliento y buscar dónde pasar la noche. Conocía varias pensiones baratas, pero ninguna tan barata que pudiera yo costearla sin dinero, por lo que opté por regresar a la plaza Cataluña y probar suerte en el metro. El cielo estaba encapotado y se oían truenos en lontananza.
La estación estaba concurrida, porque era la hora de cierre de los espectáculos, y no me costó colarme en el andén. En el primer tren que salió, me acomodé en un asiento de primera clase y traté de dormir. En Provenza subieron unos gamberros jovencitos y algo bebidos que empezaron a divertirse a mi costa. Me hice el tonto y permití que me zarandearan. Cuando se apearon en Tres Torres les había birlado un reloj de pulsera, dos bolígrafos y una cartera. La cartera sólo contenía un carnet de identidad, un carnet de conducir, la foto de una chica y algunas tarjetas de crédito. Arrojé cartera y contenido en un tramo de la vía de donde me pareció que no podrían ser recuperados: para que le sirviera a su dueño de lección. El reloj y los bolígrafos los guardé con gran alegría, porque con ellos podría pagar la pensión, dormir entre sábanas y regalarme por fin con una buena ducha.
El metro, mientras tanto, había llegado al final del trayecto. Caí en la cuenta de que no me encontraba lejos del colegio de las madres lazaristas de San Gervasio y pensé que sería una buena idea asomar la nariz por las inmediaciones, a pesar de las advertencias que en contrario me había hecho el comisario Flores. Al salir a la calle había empezado a lloviznar. En una papelera había una Vanguardia con la que me cubrí a modo de paraguas.
Aunque me precio de conocer bien Barcelona, me perdí un par de veces antes de dar con el colegio: cinco años de apartamiento habían entumecido mi sentido de la orientación. Llegué calado frente a la verja y comprobé que la descripción del comisario había sido rigurosa: tanto la verja en cuestión como los muros eran en apariencia inexpugnables, si bien la pendiente de la calle hacía que la altura del muro fuera ligeramente inferior en la parte trasera de la finca. Y aún sucedió algo peor: mis breves y sigilosos merodeos no pasaron desapercibidos a los mastines ya mentados por el comisario, que, en número de dos, asomaron sus terribles mandíbulas por entre los barrotes y emitieron gruñidos y quizás insultos y bravuconerías en este lenguaje animal que la ciencia se esfuerza en vano por descifrar. El edificio que ocupaba el centro del jardín era grande y, en la medida en que la lluvia torrencial y la oscuridad de la noche me permitían emitir certeros juicios arquitectónicos, feo. Las ventanas eran estrechas, salvo unas vidrieras alargadas que supuse correspondían a la capilla, aunque no pude determinar por la distancia si las ventanas eran tan angostas que no permitieran el paso de un cuerpo escuálido, como el de una impúber o el mío propio. Dos chimeneas habrían podido servir de acceso a una persona diminuta de no haber estado en el vértice de un tejado impracticable. Las casas colindantes eran otras tantas torres señoriales rodeadas a su vez de jardines y arboledas. Tomé nota mental de todo ello y consideré que había llegado el momento de retirarme a descansar.
Capítulo IV EL INVENTARIO DEL SUECO
A PESAR de lo avanzado de la hora, los cafés de las Ramblas estaban concurridos. No así las aceras, a causa de la lluvia, que no cesaba de caer a raudales. Me tranquilizó ver que en cinco años la ciudad no había cambiado demasiado.
La pensión a la que me dirigí estaba cómodamente ubicada en un recoveco de la calle de las Tapias y se anunciaba así: HOTEL CUPIDO, todo confort, bidet en todas las habitaciones. El encargado roncaba a pierna suelta y se despertó furioso. Era tuerto y propenso a la blasfemia. No sin discusión accedió a cambalachear el reloj y los bolígrafos por un cuarto con ventana por tres noches. A mis protestas adujo que la inestabilidad política había mermado la avalancha turística y retraído la inversión privada de capital. Yo alegué que si estos factores habían afectado a la industria hotelera, también habrían afectado a la industria relojera y a la industria del bolígrafo, comoquiera que se llame, a lo que respondió el tuerto que tal cosa le traía sin cuidado, que tres noches era su última palabra y que lo tomaba o lo dejaba. El trato era abusivo, pero no me quedó otro remedio que aceptarlo. La habitación que me tocó en suerte era una pocilga y olía a meados. Las sábanas estaban tan sucias que hube de despegarlas tironeando. Bajo la almohada encontré un calcetín agujereado. El cuarto de baño comunal parecía una piscina, el water y el lavabo estaban embozados y flotaba en este último una sustancia viscosa e irisada muy del gusto de las moscas. No era cosa de ducharse y regresé a la habitación. A través de los tabiques se oían expectoraciones, jadeos y, esporádicamente, pedos. Me dije que si fuera yo rico algún día, otros lujos no me daría, pero sí el frecuentar sólo hospedajes de una estrella, cuando menos. Mientras pisoteaba las cucarachas que corrían por la cama, no pude por menos de recordar la celda del manicomio, tan higiénica, y confieso que me tentó la nostalgia. Pero no hay mayor bien, dicen, que la libertad, y no era cuestión de menospreciarla ahora que gozaba de ella. Con este consuelo me metí en la cama y traté de dormirme repitiendo para mis adentros la hora en que quería despertarme, pues sé que el subconsciente, además de desvirtuar nuestra infancia, tergiversar nuestros afectos, recordarnos lo que ansiamos olvidar, revelarnos nuestra abyecta condición y destrozarnos, en suma, la vida, cuando se le antoja y a modo de compensación, hace las veces de despertador.