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No me preocupé demasiado. El jardinero se había puesto los calzoncillos por caperuza y salmodiaba mantras. Sin que opusiera resistencia, lo coloqué en dirección a la verja y aguardé a que los policías aparecieran en la puerta del colegio. Cuando salieron éstos a la carrera, dije al jardinero:

– ¡Corre, que te persigue un sapo!

Partió el jardinero despavorido mientras yo me inclinaba sobre el macizo de flores y cortaba tallos al buen tuntún con la podadora que momentos antes le había arrebatado. Tal como había previsto, los policías se pusieron a perseguir al jardinero sin atender a los gestos desesperados de la madre superiora, que, desde el balcón, trataba inútilmente de deshacer el malentendido. Esperé a que el fugitivo y los policías se hubieran perdido calle arriba, dejé mis barbas postizas prendidas de un rosal y me fui tan tranquilo calle abajo, no sin antes haber dirigido a la desolada monja un ademán que quería decir:

– Disculpe las molestias y siga confiando en mí: no me he desentendido aún del caso.

Mientras me alejaba en dirección al metro, oí tabletear a lo lejos una ametralladora. Y, como sea que este capítulo ha quedado un poco corto, aprovecharé el espacio sobrante para tocar un extremo que sin duda preocupará al lector que hasta este punto haya llegado, a saber, el de cómo me llamo. Y es que es éste tema que requiere explicación.

Cuando yo nací, mi madre, que otras ligerezas por temor a mi padre no se permitía, incurría, como todas las madres de ella contemporáneas, en la liviandad de amar perdida e inútilmente, por cierto, a Clark Gable. El día de mi bautizo, e ignorante como era, se empeñó a media ceremonia en que tenía yo que llamarme Loquelvientosellevó, sugerencia esta que indignó, no sin causa, al párroco que oficiaba los ritos. La discusión degeneró en trifulca y mi madrina, que necesitaba los dos brazos para pegar a su marido, con el que andaba cada día a trompazo limpio, me dejó flotando en la pila bautismal, en cuyas aguas de fijo me habría ahogado si… Pero esto es ya otra historia que nos apartaría del rumbo narrativo que llevamos. De todas formas, el problema carece de sustancia, ya que mi verdadero y completo nombre sólo consta en los infalibles archivos de la DGS, siendo yo en la vida diaria más comúnmente apodado «chorizo», «rata», «mierda», «cagallón de tu padre» y otros epítetos cuya variedad y abundancia demuestran la inconmensurabilidad de la inventiva humana y el tesoro inagotable de nuestra lengua.

Capítulo VII EL JARDINERO MORIGERADO

LA CALLE de la Cadena es corta y no me fue difícil averiguar el domicilio específico del antiguo jardinero del colegio, a quien todo el vecindario parecía conocer y apreciar. En el curso de mis pesquisas averigüé también que el individuo en cuestión, habiendo enviudado tiempo atrás, vivía solo y, por añadidura, muy escaso de medios. En temporada taurina ganaba su sustento recogiendo boñigas en la Monumental, que vendía luego a los agricultores del Prat; en los meses de invierno subsistía prácticamente de la caridad ajena. Don Cagomelo Purga me recibió con extrema amabilidad. Su vivienda era un cuartito destartalado donde se amontonaban un camastro, una mesilla de noche sepultada bajo una pila de revistas amarillentas, una mesa, dos sillas, un armario sin puerta y un fogoncillo eléctrico en el que hervía una cacerola. Pregunté por el inodoro, porque precisaba orinar, y me señaló el ventanuco.

– Por deferencia a los viandantes -me dijo-, cuando vea que le va a salir, grite: ¡agua va! Y procure que las últimas gotas caigan fuera, porque el ácido úrico corroe las baldosas y no tengo yo edad de andar fregando a todas horas. Si la ventana le resulta alta, coja una silla. Yo antes meaba a pie firme, pero con los años me he ido encogiendo. Años atrás teníamos un bacín de loza muy cómico, con un ojo y esta leyenda: te veo. A mi llorada esposa, que en paz descanse, le daba mucha risa cada vez que lo usaba. Cuando dios la llamó a su lado, insistí en que la enterrasen con el bacín. Era el único regalo que pude hacerle en treinta años de matrimonio y me habría parecido una infidelidad seguir usándolo en su ausencia. Con la ventana me arreglo. Para hacer mayores es un poco incómodo, claro, pero la práctica lo facilita todo, ¿no cree usted?

Aborrecido como aborrezco la petulancia, me cayó bien la llaneza del antiguo jardinero y marido, el cual, mientras yo desahogaba la vejiga, volvió a la tarea que mi llegada había interrumpido. Cuando me reuní con él junto a la mesa, vi que estaba ensamblando con ayuda de un tubito de pegamento Imedio los fragmentos de su dentadura postiza.

– Se me rompió ayer contra el reclinatorio de la iglesia -me explicó-. Castigo del cielo: me había dormido durante la visita al santísimo. ¿Es usted piadoso?

– No tengo otra cualidad que mi acendrada devoción -dije.

– Ni hay mejor credencial en este mundo ni en el otro. ¿En qué puedo servirle?

– Le hablaré sin rodeos. Tengo entendido que fue usted jardinero del colegio de las madres lazaristas de San Gervasio.

– La época más feliz de mi vida, sí señor. Cuando yo llegué, lo que hoy es el jardín era una selva agreste. Yo lo convertí, con la ayuda de dios, en un vergel.

– El más bonito que he visto en mi vida. ¿Por qué estaba tan descuidado el jardín?

– La propiedad había estado abandonada muchos años. ¿Puedo ofrecerle algo de beber, señor…?

– Sugrañes. Fervoroso Sugrañes, para servir a dios y a usted. ¿No tendrá por casualidad una Pepsi-Cola?

– Oh, no. Mi peculio no me permite estos lujos. Puedo darle del grifo, o si gusta, un poco del caldito de acelgas que me estaba haciendo.

– Se lo agradezco, pero acabo de almorzar -mentí para no privarle de su parca colación-. ¿Qué era el colegio antes de ser colegio?

– Ya se lo he dicho: nada. Un caserón abandonado.

– ¿Y antes?

– No lo sé. Nunca tuve curiosidad por saberlo. ¿Es usted agente de la propiedad?

Por su pregunta comprendí que aquel producto marginal de nuestra fiesta brava estaba medio ciego.

– Hábleme de su trabajo en el colegio. ¿Decía usted que le pagaban bien?

– No, qué va. Dije que fueron los años más felices, pero no me refería al aspecto crematístico. Las monjas me pagaban por debajo del sueldo mínimo y nunca me afiliaron a la seguridad social ni al montepío de jardineros. Fui feliz porque me gustaba el trabajo y porque me permitían asistir a la capilla cuando no estaban las niñas.

– ¿No tenía ningún contacto con las niñas?

– Sí, ya lo creo. Durante los recreos tenía que andar vigilando que no me estropearan las flores. Eran unos diablillos: robaban ácidos del laboratorio y los echaban en los parterres. También ocultaban vidrios entre las hierbas para que me cortara las manos. Unos diablillos, ya le digo.

– Le gustan las criaturas, ¿verdad?

– Mucho. Son una bendición del señor.

– Pero usted no tiene hijos.

– Nunca hicimos uso del matrimonio, mi esposa y yo. A la antigua usanza. Hoy en día la gente se casa por hacer cochinadas. No, no debería decir eso: no juzguéis y no seréis juzgados. Y bien sabe dios que a veces nos fue difícil resistir la tentación. Imagínese usted: treinta años durmiendo juntos en ese camastro tan estrecho. El altísimo nos dio fortaleza. Cuando las pasiones estaban a punto de vencernos, yo le pegaba a mi esposa con el cinturón y ella me daba a mí con la plancha en la cabeza.

– ¿Por qué dejó usted el empleo? En el colegio, quiero decir.

– Las monjas decidieron jubilarme. Yo me sentía bien de salud y en plenitud de mis fuerzas, y aún me siento así, gracias a dios, pero no me consultaron. Un día me llamó la madre superiora y me dijo: Cagomelo, acabas de jubilarte, que sea para bien. Y me dieron una hora para recoger mis cosas y marcharme.