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– No sé de qué me está usted hablando.

– Una noche desapareció misteriosamente del dormitorio, cruzó varias puertas cerradas, atravesó el jardín sin que los perros advirtieran su paso, salvó una verja o un muro inexpugnables y se perdió en lo desconocido.

– Está usted rematadamente loco -intercaló la joven.

– Desapareció sin dejar rastro y toda la policía de Barcelona no pudo dar con su paradero hasta que dos días más tarde rehizo usted el mismo camino y se reintegró a su dormitorio como si nada hubiera pasado. Y dijo usted a la madre superiora que no recordaba lo ocurrido, pero eso no puede ser. No puede ser que no recuerde usted haber realizado por dos veces consecutivas tamañas proezas, ni puede ser que no recuerde qué hizo y dónde se ocultó durante los dos días que estuvo eclipsada del reino de los vivos. Cuénteme usted lo que pasó. Cuéntemelo, por el amor de dios, y habrá contribuido usted a salvar a una niña inocente de una suerte incierta y a obtener la rehabilitación social de un pobre ser humano que sólo persigue el respeto de sus semejantes y una buena ducha.

Sonaron unos taconazos en el pasillo y unos decididos trompazos en la puerta: la policía. Miré angustiado a la joven.

– ¡Por favor, señorita Isabel!

– No sé de qué me habla. Le juro por lo que más quiera que no sé de qué me habla.

Había una desesperada sinceridad en su voz, pero aunque lo hubiera dicho a carcajadas no habría tenido yo más que aceptar la respuesta que me hubiera dado, porque ya cedían los goznes de la puerta y asomaba la porra enhiesta de un policía por entre las astillas del panel superior. Me limité, pues, a pedir disculpas por las molestias causadas y me arrojé de cabeza por la ventana cuando ya el primer representante de la autoridad tendía hacia mí su mano reglamentariamente enguantada.

Caí sobre la capota de uno de los Seats aparcados en la grava y salvo que me rasgué los pantalones con la antena por la parte posterior, sumándome así a la ola de erotismo que nos invadía y a la que eran proclives nuestras vedettes, ávidas de mostrar hoy fláccidas las carnes que un ya lejano ayer prietas cubrían, no sufrí daños materiales de mayor envergadura. El policía, sin duda considerando que los emolumentos que percibía no justificaban el riesgo de saltar en mi pos, se contentó con vaciar el cargador de su metralleta sobre el SEAT, en el que yo ya no estaba, dejando motor, carrocería y cristales como un queso de Gruyere. Diré de pasada que no ignoro que el queso de Gruyere no tiene agujeros, perteneciendo éstos más bien a otra marca cuyo nombre he olvidado, y que he utilizado el parangón que antecede porque en el habla común de nuestra tierra suele identificarse con el primero de ambos quesos, el Gruyere, toda superficie horadada. Agregaré asimismo que me desilusionó un poco que el coche acribillado no explotara como hacen siempre análogos mecanismos en las series de televisión, aunque ya se sabe que entre la realidad y la fantasía media un abismo y que el arte y la vida no siempre corren parejas.

Brinqué, pues, como iba diciendo, del coche al suelo y otrosí por sobre el seto y con pasmosa agilidad corrí por la calle usando la cabeza a modo de ariete para abrirme paso entre el gentío que los gritos y los tiros habían congregado. Quiso la suerte que la policía determinara a priori que se enfrentaba a un probable violador y actuara con la ligereza y condescendencia propias del caso, y no a un terrorista, contingencia en la cual habría procedido a rodear la manzana y a emplear la moderna tecnología de que dispone.

Una vez a salvo, recapitulé: la entrevista con Isabel Peraplana podía tacharse sin ambages de fracaso y los peligros por ella arrostrados, de desmedidos en relación con el beneficio redituado. Pero no me sentía del todo encogido, porque aún me quedaba por jugar la última baza, materializada en la persona de Mercedes Negrer, cuyo nombre hasta pocas horas antes todos habían silenciado por motivos que se me antojaban enjundiosos.

Capítulo IX UNA EXCURSIÓN AL CAMPO

HABÍA diez Negrer en la guía telefónica. Siempre me he preguntado por qué las autoridades consienten en la repetición de apellidos, privando a éstos de toda utilidad y fomentando así la confusión entre los ciudadanos. ¿Qué haría nuestro eficaz servicio postal si veinte localidades se llamaran, pongamos por caso, Segovia?, ¿cómo se recaudarían las multas si muchos coches llevaran idéntica matrícula?, ¿qué satisfacciones gastronómicas obtendríamos si todos los ítems de un menú se apodaran sopa de caldo?

No era, empero, la ocasión propicia para concebir reformas regístrales y dejé de lado mis reflexiones para concentrarme en una tarea que preveía laboriosa, como fue. La fortuna, que hasta entonces me había favorecido, se me mostró esquiva y tuve que efectuar nueve llamadas engorrosas hasta que una voz femenina, que se me hizo aguardentosa, admitió pertenecer a Mercedes Negrer.

– Un placer saludarla -dije con engolada pronunciación-. Aquí Televisión Española desde nuestros estudios de Prado del Rey. Le habla Rodrigo Sugrañes, director de programación. ¿Sería tan amable de concedernos unos segundos de su valioso tiempo? ¿Sí? ¡No podía ser de otro modo! Estamos, verá usted, coordinando un nuevo programa de actualidad, muy acorde con los tiempos, que lleva por título: Juventud y democracia. Y, a tal efecto, estamos entrevistando para nuestras cámaras a las generaciones que vieron la luz primera en los años cincuenta y que pronto tendrán ocasión de votar… ya sabe: toda la mandanga. Usted, según nuestros informes, nació aproximadamente en el… espere un momento, no me lo diga -hice un rápido cálculo para mis adentros: catorce años hace seis, 1977 menos veinte-… en el 57, ¿digo bien?

– Dice mal -respondió la voz-. Yo nací en… ¿qué importa eso? Usted con quien quiere hablar es con mi hija.

– Lamentable error, señora, pero, ¿cómo iba yo a suponer que no era usted su propia hija? Tiene usted una voz tan juvenil, una modulación tan cantarina… ¿Puede decirle a su hija que se ponga al aparato?

Hubo un titubeo que no supe a qué atribuir.

– No… mi hija no está.

– ¿Sabe usted cuándo volverá?

– No vive aquí.

– ¿Tendrá usted entonces la bondad de darme el domicilio de su hija?

Más titubeos. ¿Habríase visto aquella familia castigada con el baldón de una hija casquivana?

– No me es posible revelarle el paradero de mi hija, señor Sugrañes, créame que lo siento.

– Pero, señora, ¿va usted a negar su colaboración a Televisión Española, que llega cada noche a todos los hogares de la patria?

– Me dijeron que no…

– Señora de Negrer, entiéndame bien: yo no sé quién le dijo qué, pero le puedo asegurar que no le estoy hablando en mi nombre propio ni en el de los millones de televidentes que a diario nos sintonizan: a título confidencial le diré que el señor ministro de información y turismo, si aún se llama así tan alta instancia gubernamental, está muy interesado en este programa piloto. ¡Señora!

Temí que colgara. Percibí una respiración agitada. Imaginé un busto jadeante, quizás un hilo de sudor en la regata pectoral. Tuve que hacer un esfuerzo para apartar de mí las fantasías. Habló la señora:

– Mi hija, la Merceditas, sigue en la Pobla de l'Escorpí. Quizá, si, como usted dice, el señor ministro está interesado, pudiera él interceder ante… quien proceda para poner fin a este alejamiento tan penoso.

No tenía idea de lo que me estaba diciendo, pero había logrado la información que buscaba y eso era lo principal.

– Pierda usted cuidado, señora: no hay palanca que la tele no pueda mover. Mil gracias y hasta pronto. ¡Estamos en el aire!

Salí de la cabina, que olía a perros, y consulté la hora en el reloj octogonal que adornaba el frontispicio de una corsetería: las seis y media. Volví a entrar en la cabina, llamé a información, pedí el número de la RENFE, llamé a la RENFE cuarenta veces y de puro milagro conseguí que me atendieran. El último tren para la Pobla de L'Escorpí salía dentro de veinte minutos de la Estación de Cercanías. Paré un taxi y prometí al taxista una buena propina si llegábamos a la estación con tiempo para tomar el tren. Hicimos la mitad del trayecto por las aceras, pero llegamos frente a la estación cuando faltaban sólo dos minutos para la hora de salida. Aprovechando un semáforo salté del taxi y me escurrí entre los coches apelotonados en la calzada. El taxista no podía abandonar el volante para perseguirme y se limitó a denostarme con toda su alma. Era la hora en punto cuando entré en el tiznado vestíbulo y perdí otro minuto en averiguar el andén correspondiente. Al alcanzar finalmente mi destino, el tren objeto de mis celeridades se estaba formando, término éste muy usual en el habla ferroviaria cuyo significado no acabo de comprender bien. La proverbial impuntualidad de la RENFE me había salvado.