El andén y la estación entera eran un pandemónium. Había empezado el caudaloso y lucrativo flujo de turistas que año tras año persisten en acudir a este país en busca de las caricias de nuestro sol, el hacinamiento de nuestras playas y el de-valuado costo de nuestras pitanzas, compuestas de gazpacho aguado, albóndigas sospechosas y una rodajita de melón. Los desconcertados viajeros se esforzaban en balde por traducir a sus respectivas lenguas lo que unos altavoces gangosos difundían. Al socaire de esta confusión, robé a un niño el cartoncito marrón que había de permitirme viajar en la legalidad. Más tarde presencié cómo la madre del niño abofeteaba a éste ante la mirada estricta del revisor. Me dio un poco de pena, pero me consolé pensando que aquella enseñanza tal vez le fuera útil al niño en el futuro.
Había oscurecido cuando el tren traspuso los últimos confines de la ciudad y se adentró en los campos mustios. Aunque el vagón iba lleno y varios pasajeros tenían que ir de pie en el estrecho pasillo, nadie se sentó a mi lado, a todas luces por causa de la fetidez que mis axilas expandían. Decidía sacar provecho de los remilgos humanos y, tendiéndome cuan largo era, y aún soy, en el asiento, no tardé en quedar dormido, vencido como estaba por el cansancio. Mis sueños, a los que no era ajena Usa, la socióloga silenciosa, fueron tomando un cariz marcadamente erótico y culminaron en una incontrolable emisión seminal, para instrucción de los niños que en el vagón había y que habían seguido con curiosidad científica las alteraciones y vicisitudes de mi organismo.
Dos horas más tarde, el tren se detuvo en un apeadero de adobe oscurecido por un siglo de hollín y desidia. En el andén se alineaban cacharros metálicos de como un metro de altura, en cuyos costados se leía: Productos Lácteos Mamasa, la Pobla de L'Escorpí. Me apeé, pues allí iba.
Del apeadero al pueblo serpenteaba un sendero pedregoso y lóbrego por el que anduve medio cohibido por un silencio sólo roto por el susurro de los árboles y el ruido de algún bicho. El cielo estaba estrellado.
El pueblo parecía desierto. En la fonda-restaurante Can Soretes me dijeron que seguramente encontraría a Mercedes Negrer en la escuela. Al pronunciar este nombre, el señor Soretes, pues intuí que de él mismo se trataba, entornó los párpados, chascó la lengua y se llevó una mano velluda a la parte de su corpachón que ocultaba el mostrador. Lo dejé presa de convulsiones y dirigí mis pasos a la escuela, en una de cuyas ventanucas brillaba una luz amarillenta. Asomándome a la ventana vi una clase vacía salvo por una mujer joven, de pelo negro muy corto, cuyo rostro no pude discernir, que revisaba un montón de papeles apilados en la mesa de la maestra. Toqué quedamente el cristal y la joven dio un respingo. Pegué la cara al cristal y traté de sonreír, a pesar de las dificultades que ello llevaba aparejadas, para tranquilizar a la maestra, pues deduje que ella era, así como a Mercedes Negrer, que tal oficio desempeñaba.
Cuando se quitó las gafas y se aproximó a la ventana la reconocí. Al revés de lo sucedido con su amiga, Isabelita Peraplana, Mercedes Negrer había cambiado mucho, no tanto porque su fisonomía hubiera experimentado otras variaciones que las concomitantes al desarrollo biológico natural, sino porque la expresión de sus ojos y el rictus de su boca no eran los mismos que horas antes me habían mirado desde las páginas satinadas de la inmunda revista Rosas para María. No dejé de percatarme, por cierto, de que, con todo, sus facciones eran diminutas, regulares y agraciadas; sus piernas, embutidas en un ceñido pantalón de pana negra, largas y aparentemente bien torneadas; sus caderas, redonditas; su cintura, estrecha, y sus mamellas, que un jersey de lana acanalada pugnaba por constreñir, pujantes y saltarinas. Imaginé que sería de las que se dispensan del sostén, categoría esta que cuenta con mi beneplácito.
La así descrita alzó unos milímetros la ventana de guillotina y me preguntó quién era y qué quería.
– Mi nombre no le dirá nada -dije yo tratando de introducir los labios por la hendidura- y quiero hablar con usted. Por favor, no cierre la ventana antes de haberme escuchado. Mire: he puesto el dedo meñique en el alféizar. Si cierra, usted será responsable de lo que le ocurra a mi frágil osamenta. Sé que se llama usted Mercedes Negrer y su señora madre, una dama encantadora, me ha dado su dirección, cosa que, tratándose de una madre, no habría hecho si mis intenciones no hubieran sido del todo rectas. He venido ex profeso desde Barcelona para tener con usted un cambio de impresiones. No le voy a hacer ningún mal. Por favor.
El tono lastimero de mi voz y mi expresión sincera debieron de convencerla, porque abrió un poco más la cuchilla de la ventana.
– Hable -dijo.
– Lo que tengo que decirle es confidencial y puede ser que nos lleve cierto tiempo. ¿No podríamos hablar en un lugar más recogido? Déjeme, al menos, entrar y sentarme en uno de los pupitres. Nunca me he sentado en un pupitre, siendo mis estudios, por decirlo así, deficitarios.
Mercedes Negrer reflexionó unos segundos, en el decurso de los cuales logré no clavar ni una sola vez las pupilas en sus tetas golosas.
– Podemos ir a mi casa -dijo por fin, no sin que ello me produjera tanto alborozo como sorpresa-. Allí gozaremos de una relativa tranquilidad y podré ofrecerle, si gusta, un vaso de vino.
– Si pudiera ser una Pepsi-Cola… -me atreví a insinuar.
– No tengo semejante cosa en la nevera -dijo ella en un tono injustificadamente divertido-, pero si la fonda está aún abierta, nos venderán un botellín.
– Estaba abierta hace un minuto -informé-, pero no era mi intención ocasionarle tantas molestias.
– No es molestia. Ya estaba hasta los huevos de hacer valoraciones -dijo a voces mientras guardaba en un cajón de la mesa los papeles que había estado leyendo, metía las gafas sin funda en una bolsa de arpillera que se colgó al hombro y apagaba las luces del aula-. Antes, en mis tiempos, quiero decir, la enseñanza era otra cosa. Los chavales se lo pasaban bien con el erotismo primitivo de la historia sagrada y la fábula edulcorada de nuestras gestas imperiales. Ahora, en cambio, todo son teorías de conjuntos, perogrulladas lingüísticas y una desestimulante e improbable educación sexual.
– ¿Con Franco vivíamos mejor? -tanteé repitiendo el lema que había oído de labios del pudibundo jardinero.
– Cualquier tiempo pasado fue mejor -dijo ella con risa jovial abriendo tanto la boca como la ventana, por la que pasó una pierna-. Ayúdeme a saltar. En un exceso de autoestima me compré un pantalón dos tallas por debajo de la mía.
Le tendí una mano.
– ¡No, hombre, así no! Cójame por la cintura, sin miedo, que no me voy a romper. Achuchones más fuertes me han dado. ¿Es usted tímido, reprimido o simplemente torpe?
Su cuerpo chocó contra el mío y, soltándola precipitadamente, me puse a contemplar la luna, que brillaba a mis espaldas, para ocultar la conspicua trempera que su contacto me había provocado. La noción de que el acercamiento le habría permitido olfatear mi aroma ofensivo sirvió para devolverme el reposo perdido. Mercedes Negrer, mientras esto sucedía, había ajustado la ventana y me indicaba el camino a seguir, que era el de la fonda-restaurante, de donde yo venía y andando el cual me dijo que casi le alegraba mi presencia, que el pueblo, como era patente, no era un hervidero de emociones y que el aislamiento le atacaba los nervios. No quise preguntar qué le había impulsado a tal exilio y qué motivos la retenían en un lugar que a todas luces aborrecía, porque supuse que la respuesta a tales preguntas era precisamente el objeto de mi viaje y que, por eso mismo, no podían formularse sin cierta cautela.