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– Por lo que pasó luego. Déjame hablar y no me interrumpas. Decía que Isabel se fugó del colegio para reunirse con él. Pero yo había advertido un cambio en su actitud y estaba sobre aviso. La sorprendí en su fuga y la seguí sin que se diera cuenta. No me interrumpas. Cuando llegué al lugar de la cita, que no me fue fácil descubrir, sorprendí una terrible escena. Pasaré por alto los detalles. Quizá la misma escena me habría parecido normal hoy. Pero entonces era yo aún muy niña y los Pirineos eran los Pirineos. Ya te he dicho que me sentía en deuda con Isabel Peraplana por todas las gentilezas de que me habían hecho objeto. Tal vez pensé que se me brindaba la ocasión de corresponder a unas dádivas que mi posición social no permitía compensar de otro modo. Sin detenerme a reflexionar, cogí un cuchillo y se lo clavé al muy canalla en la espalda. Murió en el acto. Luego no supimos qué hacer con el cadáver. Isabel estaba histérica y llamó a su padre, que acudió en seguida y se hizo cargo de la situación. Las monjas habían avisado a la policía, inquietas por la desaparición de Isabel. Peraplana habló con un tal Flores, de la Brigada Social…

– Criminal -corregí.

– Todos son iguales. La policía se mostró comprensiva. Isabel y yo no teníamos aún edad penal. Nos aguardaba el reformatorio y una vida truncada. Decidieron considerarlo legítima defensa. A Isabel la sacaron del colegio. Creo que la mandaron a Suiza, como se hacía entonces. A mí me enviaron aquí. La central lechera, propiedad de Peraplana, me pasaba dinero. Luego conseguí que me dejaran vivir por mi cuenta y trabajar en algo útil. Me convertí en maestra de escuela. El resto ya no hace oí caso.

– ¿Qué decían a todo esto tus padres?

– ¿Qué podían decir? Nada. Era lo que decía Peraplana o el reformatorio.

– ¿Vienen a visitarte?

– En Navidad y semana santa. Un incordio tolerable.

– ¿De dónde sacas tantos libros?

– Al principio me los enviaba mi madre, pero sólo se le ocurría comprar el premio Planeta. Al final me puse en contacto con un librero de Barcelona: me manda catálogos y cursa mis pedidos.

– ¿Qué pasaría ahora si regresara a Barcelona?

– No lo sé ni quiero saberlo. El delito no ha prescrito ni prescribirá hasta dentro de catorce años, según creo.

– ¿Por qué el amparo de Peraplana no surte efecto en Barcelona, o en Madrid, o en cualquier otro lugar?

– Surte efecto en la medida en que estoy alejada de todo… como si hubiera muerto. Un pueblo pequeño y cerrado. Éste ofrece la ventaja adicional de la central lechera.

El reloj dio doce campanadas.

– Una última pregunta. El cuchillo, ¿tenía mango de madera o de metal?

– ¿Qué más da?

– Me interesa saberlo.

– Por dios, basta de preguntas. Es la una. Vamonos a dormir.

– Vamonos a dormir, pero no es la una. Lo que dije antes del reloj no era verdad: me lo inventé para no tener que marcharme. Te pido disculpas nuevamente.

– ¿Qué más da? -repitió sin especificar si se refería al reloj o aún al cuchillo-. Dormirás en el cuarto de mis padres. El que ocupan cuando vienen, quiero decir. Las sábanas estarán un poco húmedas, pero están limpias. Te daré una manta, porque refresca mucho de madrugada.

– ¿Puedo ducharme antes de irme a la cama?

– No. Cortan el agua a partir de las diez. La vuelven a dar a las siete. Paciencia.

Subimos unos escalones desgastados y me mostró un cuarto amplio, de techo inclinado, vigas carcomidas y paredes de piedra desnuda, en el centro del cual había una cama de matrimonio con dosel y mosquitera. De un armario sacó Mercedes Negrer una manta parda que olía mucho a naftalina. Me explicó cómo funcionaba la pera de la luz y me deseó dulces sueños antes de retirarse y cerrar la puerta. Oí alejarse sus pasos, abrirse y cerrarse otra puerta y correr un pestillo. Estaba cansado. Me acosté sin desvestirme, apagué la luz tal como me habían enseñado a hacerlo y me quedé como un tronco cuando intentaba dar una explicación plausible a la sarta de mentiras que aquella mujer extraña acababa de contarme.

Capítulo XI LA CRIPTA EMBRUJADA

ME DESPERTÓ un ruido. No sabía dónde me hallaba ni qué hacía allí: los tentáculos del miedo paralizaban mi raciocinio. A tientas y más por instinto que por otra cosa oprimía la pera que colgaba del dosel, pero seguí sumido en la más completa oscuridad: quizá no había fluido eléctrico o quizá me había quedado ciego. Me empapó un sudor frío como si me estuviera duchando de dentro afuera y me asaltaron, como siempre que me atenaza el pánico, unas incontenibles ganas de ir de cuerpo. Agucé el oído y percibí pasos en el corredor. Los sucesos de la noche anterior en la que aún estaba inmerso empezaron a cobrar una nueva y amenazadora configuración: la cena, sin duda envenenada; la conversación, urdida para infundirme una confianza que hiciera de mí presa fácil; la habitación, una ratonera provista de los más artificiosos mecanismos de retención y tormento. Y ahora, el golpe finaclass="underline" unos pasos sigilosos, un mazazo, un puñal, el descuartizamiento, la sepultura de mis tristes restos a la sombra de los más recónditos sauces de la margen del río rumoroso, los gusanos voraces, el olvido, el negro vacío de la inexistencia. ¿Quién había concebido el plan de asesinarme?, ¿quién había tejido la red en la que me debatía como animalillo silvestre?, ¿de quién sería la mano que habría de inmolarme? ¿De la propia Mercedes Negrer?, ¿del rijoso expendedor de Pepsi-Colas?, ¿de los negros superdotados?, ¿de los ordeñadores de la lactaria? Calma. No debía dejarme llevar por aprensiones que nada de lo ocurrido justificaba todavía, no debía dejar que el recelo ocluyera las vías de comunicación, como tantas veces me había dicho el propio doctor Su-grañes en la terapia. El prójimo es bueno, me dije, nadie te quiere mal, no hay razón alguna para que te desmiembren, no has hecho nada que concite la inquina de cuantos te rodean, aunque éstos parezcan propensos a manifestarse en tal sentido. Calma. Todo tiene una explicación muy sencilla: algo raro que te pasó en la infancia; la proyección de tus propias obsesiones. Calma. En unos segundos se despejará la incógnita y podrás reírte de tus miedos infantiles. Llevas cinco años de tratamiento psiquiátrico, tu mente no es ya una barquichuela a la deriva en el proceloso mar de los delirios, como antes, cuando creías, pedazo de bruto, que las fobias eran esas ventosidades silenciosas y particularmente fétidas que la gente civil se permite en los transportes públicos abarrotados. Agorafobia: temor a los espacios abiertos; claustrofobia: temor a los espacios cerrados, cual sarcófagos y hormigueros. Calma, calma.

Y mientras me iba tranquilizando en estos pensamientos reconfortantes, traté de apearme del lecho y, al hacerlo, cayó sobre mí una como tela de araña fría y pesada que me inmovilizó contra las sábanas y percibí claramente el ruido que hacía el pomo de la puerta al girar y el chirriar de los goznes y unos pasos acolchados que penetraban en la alcoba y el jadeo entrecortado de quien se apresta a cometer el más horrendo de los crímenes. Y no pudiendo resistir más el miedo que me embargaba, me oriné en los pantalones y me puse a llamar a mi mamá en voz muy queda, con la tonta esperanza de que pudiera oírme desde el más allá y acudiera a mi encuentro en el umbral del reino de las sombras, pues me cohíben los ambientes nuevos. Y en eso estaba cuando escuché una voz a mi lado que decía:

– ¿Duermes, tú? -en la que reconocí a Mercedes Negrer y a la que quise responder sin conseguirlo, saliendo sólo de mi garganta un murmullo quejumbroso que poco a poco se fue transformando en alarido. Una mano se posó en mi espalda.

– ¿Qué haces envuelto en la mosquitera?

– No veo -pude articular por fin-. Me parece que estoy ciego.

– No, hombre. Hay un apagón. Traigo una palmatoria, pero no encuentro las cerillas. Mi padre siempre tiene una caja de repuesto en la mesilla de noche para fumar en cuanto se despierta, aunque el médico se lo tiene prohibido.

A mi lado se abrió un cajón, cuyo contenido unas manos revolvieron. Se oyó un raspar y un chisporrotear y brilló una llamita vacilante que, aplicada a la mecha de una vela, difundió una vaga claridad, que me permitió distinguir a través de la urdimbre de la mosquitera el rostro tranquilo de Mercedes, cuyos ojos parpadeaban aceleradamente. Vestía una camisa de franela a cuadros escoceses que había pertenecido a un hombre más grande que ella y entre cuyos faldones, los de la camisa, surgían unos muslos estrechos y prolongados. Al inclinarse sobre mí para desembarazarme de la mosquitera, vi que debajo de la camisa llevaba unas braguitas azules no tan tupidas que no dejaran entrever un triángulo oscuro y desgreñado y en su envés sendos fragmentos de nalgas apretadas como el puño de un obrero en un mitin. No todos los botones de la camisa estaban abrochados y al boquear aquélla aparecían palideces aterciopeladas que despedían un aroma tibio y agridulce.