– ¿Quién va?
– Doctor, tengo un flemón que me trae frito -dije hinchando el carrillo.
– Usted no tiene nada, éstas no son horas de visita y yo tengo mi consultorio en el Clot -respondió el dentista.
– En realidad -dije yo explorando nuevas vías de acercamiento-, soy psiquiatra infantil y quiero hablarle de su hija.
– Váyase usted ahora mismo, tío loco.
– Si quiere, me voy, pero volveré con la policía -amenacé con exigua convicción.
– Yo soy el que va a llamar a la policía si no se larga usted en menos que canta un gallo.
– Doctor -dije yo adoptando un tono menos enfático-, está usted metido en un lío de no te menees. Más vale que hablemos con sinceridad.
– No sé a qué se refiere.
– Sí que lo sabe, o no estaría usted manteniendo una conversación que nadie en su sano juicio mantendría. Sé todo lo referente a su hija y, por raro que le parezca, puedo ayudarle a salir del embrollo si está usted dispuesto a cooperar. Ahora voy a contar hasta cinco. Despacito, pero hasta cinco. Si para cuando acabe no me ha abierto esta puerta, me iré y usted solo pagará las consecuencias de su tozudez. Uno… dos… tres…
Percibí débilmente tras el paño una voz de mujer que decía:
– Ábrele, Pluto. A lo mejor sí que nos puede ayudar.
– … cuatro… y cinco. Buenas noches tengan ustedes.
La puerta se abrió y en el vano se recortó la figura que poco antes había visto en el portal. La mujer que se retorcía las manos se las seguía retorciendo a espaldas de su mando el dentista.
– Espere -dijo este último-. Nada se pierde con hablar. ¿Quién es usted y qué tiene que decirme?
– No es preciso que se entere el vecindario, doctor -dije yo-. Invíteme a pasar.
El doctor se hizo a un lado y entré en un recibidor pobremente iluminado por una bombilla de bajo voltaje enjaulada en una lámpara de hierro forjado. Había en el recibidor un paragüero de loza, un perchero de madera oscura labrada y un sillón frailuno. En el papel de las paredes se repetía simétricamente una escena campestre. En la parte interior de la puerta había un sagrado corazón de esmalte que decía: bendeciré esta casa. Las baldosas del suelo eran octogonales, de varios colores y bailoteaban al paso.
– Tenga la bondad -dijo el dentista señalando un pasillo estrecho y tenebroso que no parecía tener fin.
Eché a andar por el pasillo seguido del doctor y de su mujer y arrepintiéndome de no haber propuesto que la entrevista se celebrase en terreno neutral, porque no sabía lo que me esperaba al fondo del pasillo y es notoria la capacidad de hacer daño que tienen los dentistas.
Capítulo XV EL DENTISTA SE SINCERA
PERO mis temores resultaron infundados, porque a medio pasillo me rebasó el doctor y prendió solícito una luz que iluminó un saloncito modestamente amueblado pero confortable, en uno de cuyos sillones me indico que me sentara, al tiempo que decía:
– No podremos obsequiarle como desearíamos, pues tanto mi esposa como yo somos abstemios. Puedo ofrecerle un chicle medicinal que me ha enviado de propaganda un laboratorio. Dicen que va bien para las encías.
Decliné el ofrecimiento, esperé a que el matrimonio se sentara y dije así:
– Ustedes se preguntarán quién soy y a título de qué me injiero en sus asuntos. Les responderé diciendo que lo primero carece de importancia y que a lo segundo no sabría dar explicación, salvo que opino que andamos todos metidos en el mismo ajo, aunque tal cosa no me atrevo a afirmar hasta que no hayan contestado ustedes a unas preguntas que yo, a mi vez, les haré. Hace unos instantes le vi a usted, doctor, transportar un fardo y meterlo en el portamaletas de un coche. ¿Lo admite?
– Sí, en efecto.
– ¿Admitirá usted también que el fardo en cuestión contenía o, mejor dicho, era propiamente un ser humano, presuntamente una niña y, osaré aventurar, su hija de usted, por añadidura?
Vaciló el odontólogo y su mujer tomó la palabra para decir:
– Era la nena, señor, tiene usted toda la razón.
Reparé en que era una mujer algo fondona, pero aún aprovechable. Sus ojos y el rictus de sus labios expresaban no sé qué y emanaba su persona un hálito que no supe a qué atribuir.
– ¿Y no es asimismo cierto -proseguí recordando el elegante estilo que el ministerio fiscal desarrollaba en las vistas en que yo intervenía en calidad de acusado y, tengo para mí, en todas las demás- que la niña del fardo, su hija de ustedes, es la misma niña que desapareció hace dos días del colegio de las madres lazaristas de San Gervasio?
– Calla -dijo el dentista a su mujer-. No tenemos por qué contestar.
– Nos han descubierto, Pluto -dijo ella con un deje de alivio en la voz-. Y me alegro de que así sea. Nunca, señor, habíamos infringido la ley antes de ahora. Usted, que tiene pinta de hampón, estará de acuerdo conmigo en que no es fácil acallar la conciencia.
Expresé mi acuerdo y continué diciendo:
– La niña no desapareció del colegio, sino que fue sacada de él sin conocimiento de las monjas y traída a esta casa, donde ustedes la ocultaron mientras fingían estar muy apesadumbrados por lo que quisieron hacer pasar por secuestro o fuga, ¿no es así?
– Tal y como usted lo cuenta -dijo la señora.
La siguiente pregunta venía rodada.
– ¿Por qué?
El matrimonio guardó silencio.
– ¿Cuál era el objeto de esta farsa insensata? -insistí.
– El nos obligó -dijo la señora. Y agregó dirigiéndose a su marido, que le lanzaba miradas reprobatorias-. Más vale que lo confesemos todo. ¿Es usted policía? -me dijo a mí.
– No, señora, ni muchísimo menos. ¿Quién es él? ¿Peraplana?
La señora se encogió de hombros. El odontólogo ocultó el rostro entre las manos y prorrumpió en sollozos. Daba pena ver llorar a un dentista con tanto desconsuelo. Esperé pacientemente a que se rehiciera y, una vez dueño de sí, el doctor abrió los brazos como quien va a exponer sus desnudeces y dijo lo que sigue:
– Usted, caballero, que parece observador y despejado, habrá colegido del barrio en que vivimos, la sencillez de nuestro vestuario y menaje y el hecho de que apaguemos automáticamente las luces al salir de una habitación, que pertenecemos a la sufrida clase media. Tanto mi señora como yo proveníamos de modesta cuna y yo, personalmente, hice todos mis estudios con ayuda de becas y de unas clases particulares que me proporcionaron los jesuitas a través de la congregación. La cultura de mi señora se limita a unos conocimientos culinarios no exentos de altibajos y unas habilidades en el terreno de la costura que le permiten transformar trajes de verano en batas de casa que jamás usa. Aunque hace trece años que contrajimos matrimonio, nuestro menguado peculio sólo nos ha permitido tener una hija, bien a nuestro pesar, viéndonos obligados desde hace ya mucho a recurrir a los anovulatorios, no obstante ser ambos católicos practicantes, lo que ha privado a nuestras relaciones sensuales de todo goce, por razón del remordimiento. Huelga añadir que nuestra hijita, desde el momento mismo de su concepción, se convirtió en el centro de nuestras vidas y que por ella hacemos incontables sacrificios, por los que nunca le hemos pedido cuentas, al menos explícitamente. La suerte, que en tantas otras cosas nos ha sido adversa, nos ha recompensado con una niña que reúne todas las gracias, no siendo la menor de éstas el acendrado amor que nos profesa.