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El doctor Sugrañes gritó desde detrás de una turbina:

– ¡Albricias! ¡Lo conseguí!

En efecto, el funicular se había puesto en marcha y los cuatro saltamos a la plataforma y ocupamos unos asientos cubiertos de polvo y caca de murciélago.

– Lo que no comprendo -dijo el comisario mientras el funicular avanzaba lentamente por entre pinos olorosos ladera arriba- es por qué no me comunicaste lo que habías descubierto y cuáles eran tus intenciones. Te habrías ahorrado mucho esfuerzo y algún que otro peligro.

– Quise demostrar -dije yo- que podía valer-me por mí mismo.

– La desconfianza en el poder público es el mal endémico del país -sentenció el comisario.

– Tiene que ver -apuntó el doctor Sugrañes- con la relación paternofilial de la clase baja.

Miré de reojo a Mercedes, que no decía nada. Su cabeza, sus hombros y hasta la más notable parte de su estructura estaban abatidos. Parecía contemplar con desmedido interés la ciudad gris y neblinosa que se desplegaba por momentos a nuestros pies. Las farolas de las calles y la iluminación de los monumentos turísticos se extinguieron automáticamente con la claridad del alba. Sólo quedaron parpadeando unos anuncios luminosos de la Plaza Cataluña. En el puerto humeaba un paquebote y a lo lejos, en el mar, se distinguía la figura rectilínea de un portaaviones de la VI Flota. Pensé con tristeza que a mi hermana le habría alegrado la visión de tanto cliente potencial. Un grito me sacó de mis cabalas.

– ¡Cuidado, que nos damos una leche!

El funicular había llegado al final del trayecto y avanzaba ciegamente contra otra compuerta cerrada. Saltamos del vagón un instante antes de que éste se estrellara contra la pantalla de hierro que se le interponía. El funicular se hizo pedazos y volaron astillas y añicos, pero la compuerta cedió y la plataforma con ruedas siguió su marcha inexorable, arremetiendo contra otro equipo de motores, bobinas y trastos. Empezaron a correr chispas y rayos cárdenos iluminaron la sala de máquinas, que pronto quedó convertida en un amasijo irreconocible.

– ¡Buena la hemos hecho! -masculló el comisario sacudiendo de su traje de Maxcali la tierra y las briznas de hierba que había recogido al caer rodando por la montaña.

– Vamos a ver dónde estamos -sugirió pragmático el doctor Sugrañes.

Rodeamos la sala de máquinas y accedimos a un dulce prado que cercaba una mansión. En la puerta de la mansión había una familia en ropa de cama, alertada por el estrépito. El comisario les pidió que se identificaran, cosa que hicieron diligentemente. Eran ciudadanos honestos que habían adquirido la mansión y el terreno circundante hacía diez años. Sabían de la existencia de la estación de funicular, pero jamás la habían utilizado ni sospechaban que tal cosa pudiera hacerse. Nos ofrecieron compartir con ellos su desayuno y desde la casa pudo el comisario llamar a un coche-patrulla que viniera en nuestra busca.

– No todas las pistas conducen necesariamente a un hallazgo espectacular -filosofó el comisario mientras sorbía el café con leche-. Así es la rutina de la policía.

El hijo menor de la familia lo miraba extasiado. A mí me querían servir el desayuno en la cocina, pero el doctor insistió en que no quería perderme de vista. Mi presencia enturbió un poco la festividad de la ocasión.

Capítulo XIX EL MISTERIO DE LA CRIPTA, RESUELTO

YA ARRACIMADOS en el coche-patrulla y con rumbo a Barcelona, creí llegado el momento de aclarar los puntos oscuros que menudeaban en la cadena de acontecimientos por mí vividos.

– Por supuesto -empecé diciendo-, lo que me dio la clave del enredo fue el relato de Mercedes. Hasta ese momento no se me había ocurrido que el asunto del sueco y la desaparición de la niña pudieran estar relacionados. Ahora, en cambio, lo veo todo claro y, para que ustedes también lo vean así, empezaré por el principio.

»Es evidente que Peraplana estaba, y debe de estar aún, metido en negocios sucios: drogas, quizás, si no algo peor. Bastará, para dilucidar este punto, echar una hojeada a los libros mayores y menores, que los comerciantes ocultan con igual celo que las mujeres los labios homónimos. Hace seis años, seguramente al inicio de sus actividades delictivas, alguien descubrió la naturaleza de tales manejos o, sabiéndola de antiguo, amenazó con hacerla del dominio público. No excluyo la posibilidad del chantaje e incluso me inclino por ella.

Sea como fuere, Peraplana o sus sicarios mataron al individuo en cuestión. Peraplana era y es todavía un hombre influyente, pero no tanto que pudiera escapar impune a un asesinato si éste se descubría, como sin duda estaba a punto de suceder. Decidió entonces ocultar el crimen con otro crimen de naturaleza tal que las autoridades se avinieran a darle carpetazo, enterrando inadvertidamente con uno el otro, al que este último había de parecer vinculado. Creo que me explico con claridad.

»Tenía a la sazón Peraplana a su única hija interna en un colegio de prosapia sito en una mansión que antaño le había pertenecido y de la que se desprendió por razones financieras que no hacen al caso. Esta propiedad, a su vez, había sido levantada por un tal Vicenzo Hermafrodito Halfmann, individuo de origen oscuro y misteriosas andanzas, radicado en Barcelona a raíz de la primera guerra mundial. V. H. H. dotó a la casa de un pasadizo secreto que disimuló de huesa y que conectaba su vivienda, vía funicular, con la mansión de la montaña, con fines que quisiera imaginar lascivos pero que intuyo políticos. Peraplana descubrió el pasadizo y la cripta, pero la casa de la montaña no le pertenecía y no supo qué destino dar a todo aquel aparato. Años más tarde, cometido ya el crimen, recordó el pasadizo y decidió aprovecharse de él, consciente de que las monjas ignoraban su existencia.

»Suministró a su hija, bien por medio de una monja aviesa, bien valiéndose de otro ardid, un estupefaciente, del que debió de proveerse en la empresa láctea que posee y que ésta usará, creo yo, para incrementar la aceptación de sus productos entre el consumidor. Transportó el cadáver a la cripta y, hecho esto, fue en busca de la niña, que ajena a todo dormía. El plan original consistía en que la policía, investigando la desaparición de aquélla descubriera el fiambre y, por no involucrar a una inocente en el escándalo, diera por sobreseídas las pesquisas. Lo complicó todo, claro está, la intromisión de Mercedes, que siguió sin ser vista a Peraplana y a la desventurada Isabel hasta la cripta. Tengo para mí que la droga suministrada a Isabel era de breve efecto y que, una vez en el laberinto, le dieron éter para que siguiera inconsciente. Mercedes aspiró el éter y fue víctima de ensoñaciones en las que se mezclaron realidad y deseo. A todos nos pasa, incluso sin éter, y no hay en ello ningún desdoro. Pero no por intoxicada dejó de descubrir el cadáver allí depositado y creyó, tal vez impulsada por secretos rencores, que Isabel lo había matado. No se imaginaba que pudiera haber otra persona en la cripta, pues, aunque la había visto, la había tomado por una enorme mosca, confundida por la mascarilla con la que Peraplana se protegía de los efluvios del éter. Las wambas, que tanto el muerto como Peraplana llevaban, ya que en aquella época eran un calzado corriente, coadyuvaron a cimentar su error. Llevada de su afecto por Isabel, Mercedes decidió asumir la responsabilidad del crimen que imputaba a su amiga y aceptó la propuesta de exilio que le hizo Peraplana, deseoso de desembarazarse de ella y de no complicar más las cosas con un nuevo asesinato.

»El plan había sido un éxito y Peraplana salió sano y salvo. Pero seis años más tarde, otro chantajista le obligó a repetir el crimen. Esta vez, sin embargo, Peraplana tenía más experiencia. Se cuidó de escamotear a la hija del dentista, con la colusión de éste, antes de ultimar a su víctima. Quizás entonces, y esto es sólo una conjetura, tuvo noticia de que yo me había hecho cargo del caso y pensó que bien podía prescindir de la cripta y colgarme a mí directamente el mochuelo, como vulgarmente se dice. Suponiendo con acierto que yo me pondría en contacto con mi hermana, dirigió a ella al sueco con el pretexto de que aquélla le daría el precio de su silencio. Mi hermana no supo cómo interpretar la actitud reclamante del sueco, pero, habituada a las excentricidades de una clientela poco selecta, no paró mientes en sus demandas. Desconcertado el sueco, fue tras de mí, como había proyectado Peraplana. En algún momento dio al sueco, que debía de ser un punto, drogas que supongo contendrían un veneno lento. El sueco vino a morir en mi cuarto y Peraplana, conchabado, pienso yo, con el portero tuerto del hotel, envió a la policía a pillarme in fraganti. Yo escapé a tiempo y la policía vino en mi pos, mientras Peraplana y el tuerto permutaban el cadáver a casa de mi hermana, donde lo encontramos de nuevo y donde por segunda vez logré burlar a un inspector algo venal. Puesto que existía yo, ya no tenía objeto seguir ocultando a la hija del dentista, y la devolvió a su cama como antes había hecho con Isabel. Al ver que yo me proponía investigar la cripta, Peraplana llevó allí al sueco y dios sabe qué más habría hecho si la repentina y lamentable muerte de su hija no hubiera obnubilado su seso, sumiéndolo en el dolor. Yo, a mi vez, entré en la cripta, fui víctima del éter que habrían esparcido en espera de mi llegada y que la mala ventilación conservó, y es posible que su intervención oportuna, señores, me salvara de algún otro peligro. Y eso es todo.