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Como sea que ello fuere, no había tiempo que perder en elucubraciones. Con toda seguridad el tuerto había visto entrar al sueco y podía pensar que tratábamos de compartir la estancia, durmiendo los dos bajo techado por el precio de uno, lo que le instigaría a investigar y a poner de manifiesto el triste fin del supuesto polizón. Así que, dejando para mejor ocasión el elemento teórico, trasvasé a mis bolsillos el contenido de los del cadáver, sin olvidar la pistola, abrí la ventana, procurando no hacer ruido, y calculé la distancia que me separaba del patinejo interior a la que aquélla daba. No era tanta que no pudiera salvarse sin excesivo albur. Acosté al sueco en mi cama, cerré sus ojos color de mar, a los que la muerte había conferido una aureola de sorprendida inocencia, de dos enérgicos puñetazos, lo tapé hasta la barbilla con la sábana, apagué la luz, traspuse la ventana y, sujetándome como buenamente pude en el alféizar, cerré desde fuera los postigos. Luego abrí las manos y me lancé al negro vacío, comprobando, cuando ya era demasiado tarde, que la distancia de la ventana al suelo era mucho mayor de lo que había calculado a primera vista y que me aguardaba el rompimiento de varios huesos indispensables, si no el aplastamiento de mi calamorra y el fin de mis aventuras.

Capítulo V DOS FUGAS CONSECUTIVAS

DURANTE el trayecto, mientras efectuaba involuntariamente volatines en el aire que trajeron a mi recuerdo los que en su tiempo hiciera el malogrado príncipe Cantacuceno, y por no tener nada más que hacer, di en pensar que me rompería la crisma como colofón del vuelo. Pero no fue así, o no estaría usted saboreando estas páginas deleitosas, porque aterricé sobre un legamoso y profundo montón de detritus, que, a juzgar por su olor y consistencia, debía de estar integrado a partes iguales por restos de pescado, verdura, frutas, hortalizas, huevos, mondongos y otros despojos, en estado todo ello de avanzada descomposición, por lo que salí a flote cubierto de la cabeza a los pies de un tegumento pegajoso y fétido, pero ileso y contento.

Con poco esfuerzo vadeé la ciénaga y llegué a una tapia baja que escalé sin dificultad. A mujeriegas en la tapia, me volví a echar una última ojeada a la ventana de la que había sido mi habitación y descubrí sin sorpresa que había luz en ella, aun cuando yo recordaba perfectamente haberla apagado. Dos siluetas se recortaban en el recuadro de la ventana. No me detuve a estudiarlas: salté de la tapia al suelo y corrí agazapado entre sacos y cajones. Otra tapia o quizá la misma se interpuso. Saltar tapias es un arte que vengo practicando desde la infancia, así que salvé el obstáculo como quien no quiere la cosa y me vi en un callejón al extremo del cual había una calle que conducía a las Ramblas. Antes de ingresar en la más típica arteria barcelonesa, arrojé la pistola a una alcantarilla y no me sentí poco feliz al ver cómo el negro agujero se tragaba el funesto artefacto que poco antes me había estado apuntando. Para acabar de rematar mi suerte, había cesado de llover.

Mis pasos me llevaron, porque así lo decidí, al bar El Leches, donde horas antes había encontrado a mi hermana y al infortunado sueco, ante el cual bar monté guardia oculto en un quicio y procurando no meter los pies en el sinfín de vomitonas esparcidas por doquier por aquellos cuyos estómagos habían zozobrado en la travesía de la noche, a la espera de que saliera mi hermana. Tenía la certeza de que allí estaría, porque de antiguo solía recalar en el bar antes de despuntar la aurora en busca de clientes tardíos que, en su mezquindad, confiaban en obtener gangas, y las obtenían, a título de liquidación por fin de temporada.

Ya se vislumbraba un filo de claridad en el horizonte cuando emergió del bar mi hermana, con la que me reuní en dos zancadas y de la que recibí la más despectiva de las miradas. Le pregunté adonde iba y me dijo que a su casa. Me ofrecí a escoltarla.

– Tu sola imagen -le dije- es una incitación al desvarío. Comprendo que los hombres hagan locuras por ti, pero eso no quiere decir que, en mi calidad de hermano varón, esté dispuesto a consentirlas.

– Ya te he dicho que de dinero, nada.

Le reiteré que no me movían propósitos de sablazo o mendicidad y seguí charlando de trivialidades sacadas de un Hola de dos años atrás, cosa de la que no pareció percatarse, pues, aun en su boato, la vida de las celebridades es tan monótona como la nuestra, aunque más regalada, y dejé caer, como al azar, esta hábil pregunta:

– ¿Y qué se hizo de aquel buen mozo a quien tuve el gusto de conocer no ha mucho y que, si he de creer lo que ven mis ojos, tan encandilado contigo estaba?

Cándida lanzó un escupitajo al programa del Liceo adherido al muro.

– Se fue como había venido -dijo con un sarcasmo que no lograba ocultar su despecho-. Dos días estuvo rondándome y aún no sé bien a qué venía. Desde luego, no era mi tipo. Yo suelo andar más bien con, ¿cómo llamarlos?… enfermos. Supuse que sería uno de esos pervertidos que creen que porque está una pasando una mala época se avendrá a cualquier bajeza por dinero, en lo cual, dicho sea de paso, llevan toda la razón. En fin, que todo quedó en agua de borrajas. ¿Por qué lo preguntas?

– Por nada. Me pareció que hacíais buena pareja: tan jóvenes, tan lozanos, tan llenos de vida… Siempre he confiado en que acabarías formando un hogar, Cándida. Esta vida no es para ti; lo tuyo es la familia, los hijos, un marido diligente, un chalecito en la Floresta…

Seguí describiendo con toda minuciosidad los detalles de una existencia placentera de la que Cándida no gozaría jamás. Mis palabras la pusieron de buen humor y acabó diciendo:

– ¿Has desayunado?

– Me parece que no -dije con tacto.

– Ven a casa; algunas sobras quedarán de anoche.

Nos adentramos en una de esas típicas calles del casco viejo de Barcelona tan llenas de sabor, a las que sólo les falta techo para ser cloaca, y nos detuvimos frente a un inmueble renegrido y arruinado de cuyo portal salió una lagartija que mordisqueaba un escarabajo mientras se debatía en las fauces de un ratón que corría perseguido por un gato. Subimos las escaleras alumbrándonos con cerillas que extinguía al instante una corriente de aire frío y húmedo que se filtraba por los vidrios astillados de la claraboya. Al llegar a su puerta, mi hermana, que resollaba por el asma, la abrió con un llavín al tiempo que murmuraba:

– ¡Qué raro! Juraría que al salir cerré con doble vuelta. Será que me hago vieja.

– No digas tonterías, Cándida: eres un capullo de alelí -dije yo mecánicamente, pues el detalle de la cerradura no había dejado de inquietarme, y con razón, ya que, no bien hubo Cándida pulsado el interruptor y la luz invadido la exigua pieza única de que constaba la vivienda, estando el retrete en el rellano y haciendo aquél las veces de descansillo, nos encontramos cara a cara con el sueco, el propio sueco a quien yo había dejado durmiendo su postrero sueño en mi lecho y que ahora estaba ahí, mirándonos con sus ojos azules desorbitados desde el sillón que ocupaba con rigidez de visita pueblerina en mitad de la estancia. La pobre Cándida ahogó un grito.