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—Un día, ¿qué?

—Cometería un asesinato... —murmuró. Se interrumpió y miró fijamente a Poirot. Este movió gravemente la cabeza.

—Y naturalmente, usted tenía miedo...

—No he creído ni por un momento que Donald hubiese cometido ese crimen, pero temía que alguien le denunciase, pues fueron varias las personas que estaban enteradas de la pelea.

De nuevo Poirot movió gravemente la cabeza.

—Puedo asegurarle. señorita, que si Donald Fraser queda libre de toda sospecha, se lo debe a la vanidad de un asesino.

Permaneció callado durante unos instantes y luego preguntó:

—¿Sabe si su hermana se reunió otra vez con ese casado o cualquier otro hombre?

Megan negó con la cabeza.

—No sé. He estado fuera desde entonces.

—¿Y qué es lo que cree?

—Creo que Betty no volvió a encontrarse con aquel hombre por temor a que ocurriese otra pelea, pero no me extrañaría que... que hubiese contado algunas mentiras más a Donald. Comprenda que a ella le gustaba mucho bailar e ir al cine, y Donald no podía acompañarla siempre.

—De ser así, ¿cree usted que se habría confiado a alguien? Por ejemplo, a alguna de las camareras del café. —No lo creo. Con Higley no se llevaba bien y las demás deben de ser nuevas. Betty no era de esas muchachas que se confían a cualquiera.

Un timbre eléctrico repiqueteó insistentemente. Megan corrió a la ventana y miró afuera. Volvió la cabeza y dijo rápidamente y un tanto asustada:

—Es Donald...

—Hágale pasar aquí —indicó Poirot—. Quisiera tener unas palabras con él antes de que el buen inspector lo atrape por su cuenta.

Como un relámpago, Megan Barnard salió del saloncito y dos minutos más tarde regresaba en compañía de Donald Fraser.

Capítulo XII

Donald Fraser

Inmediatamente sentí una profunda piedad por el joven. Su pálido rostro y sus brillantes ojos indicaban cuán profundamente había sentido el golpe.

Era un hombre simpático, no guapo, de un metro setenta de estatura y cabello rojo fuego.

—¿Qué ocurre, Megan? —preguntó—. ¿Qué haces aquí? ¡Por el amor de Dios, di que no es verdad lo que he oído! Betty...

La voz se le quebró en un sollozo.

Poirot le acercó una silla y el joven se dejó caer en ella.

—¿Es verdad? —preguntó—. ¿Betty ha... muerto... asesinada?

—Sí, es verdad,

—¿Has venido de Londres? preguntó mecánicamente.

—Sí, papá me telefoneó.

—Llegaste en el tren de las nueve y veinte, ¿verdad? La mente de Donald, queriendo rehuir la horrible realidad. buscaba refugio en los detalles insignificantes.

—Sí —contestó Megan.

Durante dos o tres minutos hubo un profundo silencio. Al fin Fraser continuó

—¿Y la policía? ¿Hace algo?

—Ahora están arriba. Supongo que deben de estar registrando el cuarto de Betty.

—¿Sospechan quién...? ¿Saben...?

Se interrumpió. Un pesado silencio decía de su emoción.

Su sensibilidad le impedía exponer en palabras sus terribles pensamientos.

Poirot avanzó unos pasos y preguntó con afectada indiferencia:

—¿Le dijo la señorita Barnard dónde pensaba ir ayer noche?

—Me dijo que iba con una amiga a Saint Leonard —contestó mecánicamente el joven.

—¿Lo creyó usted?

—Yo —de pronto el autómata recobró la vida—. ¿Qué diablos insinúa usted?

Su rostro, contraído por la ira, me hizo comprender que la muerta tuviese miedo de provocar su indignación. —Betty Barnard ha sido asesinada por un loco homicida —dijo Poirot—. Sólo diciendo la pura verdad podrá ayudarnos a descubrirle.

—Habla Donald —indicó Megan— Éste no es momento de pararse a pensar en los sentimientos de uno.

Donald Fraser miró suspicazmente a Poirot.

—¿Quién es usted? ¿Pertenece a la policía?

—Soy algo mejor que la policía —contestó Poirot. Lo dijo con consciente arrogancia. En él aquello era la simple exposición de una realidad.

—Di todo lo que sepas, Donald —insistió Megan. Donald Fraser se rindió.

—No estaba seguro —dijo—. Cuando lo dijo la creí. Más tarde, atando cabos sueltos, empecé a sospechar...

—Continúe —le animó Poirot,

Se había sentado frente a Donald Fraser. Su mirada, clavada en los ojos del joven, parecía quererle hipnotizar.

—Me daba vergüenza tener tales sospechas, pero lo cierto era que sospechaba. Pensé espiarla cuando saliese

del café y hasta fui allí. Pero luego pensé que si Betty me veía se pondría furiosa. Supondría en seguida que la vigilaba.

—¿Y qué hizo?

—Fui a Saint Leonard. Llegué a las ocho de la noche. Desde un sitio a propósito estuve vigilando todos los autobuses, para ver si llegaba en alguno de ellos... Pero no apareció por allí...

—¿Y luego?

—Perdí la cabeza. Tenía la seguridad de que estaba con algún hombre. Pensé que sería probable que la hubiese llevado a Hastings en su coche. Fui allí, miré en hoteles, restaurantes y cines; fui al rompeolas. Todo tonterías, pues podía estar en tantos sitios que me hubiese sido imposible encontrarla.

Calló. En su voz me pareció percibir la tristeza y angustia que debió embargarle en los momentos que describía.

—Al fin dejé de buscarla y volví a casa.

—¿Qué hora era?

—No lo sé. Volví andando. Cuando llegué a casa debían de ser las doce o algo más...

En aquel momento se abrió la puerta del salón.

—Entonces...

—¡Oh! ¿Está usted aquí? —exclamó el inspector Kelsey.

Tras él entró el inspector Crome, que dirigió una .rápida mirada a Poirot y a los dos desconocidos.

—La señorita Megan Barnard y el señor Donald Fraser —presentó Poirot.

Y volviéndose a los dos jóvenes, continuó:

—Les presento al inspector Crome, de Scotland Yard. Después, dirigiéndose al inspector, siguió:

—Mientras ustedes proseguían sus investigaciones arriba, yo he estado hablando con la señorita Barnard y el señor Fraser para ver si podía encontrar algún detalle que echase luz sobre este asunto.

—¿De veras? —dijo Crome, con el pensamiento fijo en los dos jóvenes.

Poirot dirigióse al vestíbulo. Al pasar junto al inspector Kelsey éste le preguntó amablemente:

—¿Ha descubierto algo?

Pero su atención estaba dirigida a su colega y no esperó la contestación.

En el vestíbulo me reuní con mi amigo.

—¿Te ha extrañado algo, Poirot? —inquirí.

—Sólo la asombrosa magnanimidad del asesino, Hastings.

No me atreví a declarar que no tenía la menor idea de lo que quería decir.

Capítulo XIII

Una conferencia

Conferencias!

Mis recuerdos del caso A. B. C. están ligados a un sinfín de conferencias.