Conferencias de Scotland Yard. En las habitaciones de Poirot. Conferencias oficiales. Conferencias particulares.
Esta conferencia particular era para decidir si los hechos relativos a los anónimos deberían o no hacerse públicos en la Prensa.
El asesinato cometido en Bexhill había despertado muchas más curiosidades que el de Andover.
Desde luego, contaba con muchos más elementos de publicidad. La víctima era una mujer joven y hermosa; además, había sido cometido en una playa de moda de las más concurridas.
Todos los detalles aparecieron en los periódicos de Inglaterra. A la guía de ferrocarriles también se le dedicó bastante atención. La teoría de la mayor parte de los periodistas era de que había sido comprada en la localidad por el asesino y que era una valiosa prueba para el descubrimiento del culpable. También parecía indicar que el hombre llegó al pueblo en tren y su punto de destino al marcharse era Londres.
La guía de ferrocarriles no había figurado en las escasas informaciones del crimen de Andover; por lo tanto, lo más probable era que el público no asociase ambos asesinatos.
—Tendremos que decidir el asunto políticamente —dijo el jefe de Policía—. Hemos de pensar que nos dará mejores resultados. ¿Debemos enterar al público de todo lo que sabemos y ganarnos la colaboración de varios millones de personas que nos ayudarán a encontrar a ese loco...?
—Ese hombre no se parecerá a un loco —intervino el doctor Thompson.
—También podrán vigilar a todos aquellos que compren guías de ferrocarriles «A. B. C.». Contra eso hay la ventaja de seguir trabajando en la oscuridad e impedir que el hombre a quien perseguimos sepa lo que hacemos. Sin embargo, ese hombre sabe perfectamente lo que sabemos. Con su cartas ha atraído deliberadamente sobre él nuestra atención. ¿Qué opina usted, Crome?
—Mi parecer es que si hacemos público lo que sabemos no haremos otra cosa que hacer el juego de A. B. C. Lo que él quiere es eso: publicidad, fama. Eso es lo que él persigue, ¿verdad, doctor?
Thompson asintió.
—Entonces ustedes creen que debemos negarle la publicidad que ansía, ¿verdad? ——dijo el jefe de policía—. ¿Qué piensa usted, señor Poirot?
Mi amigo no contestó en seguida. Cuando lo hizo fue escogiendo las palabras.
—Me es muy difícil contestar a su pregunta, sir Lionel. Yo soy lo que podría llamarse una parte interesada. El desafío fue dirigido contra mí. Si yo digo que no haga público lo de los anónimos, podría creerse que es mi vanidad la que habla. Que tengo miedo de mi fama. ¡Es muy difícil! Decirle la verdad al público tiene sus ventajas. Por lo menos, es un aviso... por otra parte, el señor Crome sabe que eso es lo que desea el asesino.
—¡Hum! —murmuró el jefe de policía, acariciándose la
barbilla. Luego, mirando al doctor Thompson, preguntó—: ¿Qué cree usted que ocurrirá si negamos a nuestro criminal la satisfacción que apetece? ¿Qué hará?
—Cometerá otro crimen —replicó presuroso el doctor—. Tratará de obligarnos a que le presenten al público.
—¿Y si le damos gusto?
—¿Cuál es su reacción?
—La misma. En cuanto alimenten su megalomanía tendrán que seguir alimentándola. El resultado es el mismo. Otro asesinato.
—¿ Que dice usted, señor Poirot?
—Opino lo mismo que el señor doctor Thompson. —¿Cuántos crímenes cree usted que tiene ese lunático en la cabeza?
—Desde la A a la Z —replicó con una sonrisa el doctor Thompson.
»Desde luego —continuó—, no creo que llegue hasta el fin. Le atraparán antes. Me gustaría saber cómo se las piensa componer con la letra X —dándose cuenta de que esto era muy serio. añadió—: Estoy seguro de que le cogerán antes de que llegue a la G o la H.
El jefe de policía golpeó furioso la mesa.
—¿Me va usted a decir que ese loco cometerá cinco asesinatos más?
—No ocurrirá nada de eso, señor —aseguró el comisario Crome—. Confíe en mí.
Hablaba con la mayor seguridad de sí mismo.
—¿En qué letra del alfabeto piensa usted detener a ese asesino. inspector? —preguntó Poirot.
En su voz denotaba cierta ironía. Crome le miró con la despectiva tranquilidad del superior.
—Le cogeré la próxima vez, señor Poirot. A lo sumo, cuando llegue a la F.
Volvióse hacia el jefe de policía y continuó
—Creo que he comprendido perfectamente la psicología del caso. El doctor Thompson me corregirá si me equivoco. Tengo la certeza de que a cada crimen que cometa, su seguridad en sí mismo irá en aumento un ciento por ciento. Cada vez que piense: «Soy muy listo, no pueden cogerme», se volverá más confiado y trabajará con mayor descuido. Exagerará su listeza y la estupidez de los demás. Muy pronto ya no se preocupará de tomar precauciones. ¿No es así, doctor?
Thompson asintió con un movimiento de cabeza.
—Ése es el caso corriente. En términos no médicos no se hubiese podido explicar mejor. Usted, que sabe algo de eso, señor Poirot, ¿no está de acuerdo conmigo?
No creo que a Crome le gustara que Thompson pidiese su parecer a Poirot. Se tenía por el único experto en el asunto.
—El inspector Crome tiene toda la razón. —Paranoia —murmuró el doctor.
Poirot volvióse hacia Crome.
—¿Hay algún material de interés en el caso Bexhill? —Nada definitivo. Un camarero de Splendid de Eastbourne reconoce, en la fotografía de la joven asesinada, a una muchacha que cenó allí en compañía de un hombre de mediana edad que llevaba lentes. También ha sido reconocida por los propietarios de una posada llamada «El arquero rojo», a mitad de camino entre Bexhill y Londres. Allí dicen que la vieron en compañía de un hombre que parecía un oficial de marina. Puede que se equivoquen, pero no es imposible que fuese ella. Desde luego, hay infi-nidad de personas que la han reconocido, pero sus declaraciones no son de ningún interés. No hemos podido hallar el menor rastro del asesino A. B. C.
—Bien, parece que ha hecho usted todo cuanto podía realizarse, Crome —dijo el ;efe de policía—, ¿Qué dice usted, señor Poirot? ¿Se le ocurre a usted alguna pista?
—Creo que debería buscarse algo muy importante: el motivo —replicó lentamente Poirot.
—¿No está bien claro? Una manía alfabética.
—Sí —asintió Poirot—; existe una manía alfabética. Pero un loco siempre tiene algún motivó muy importante para los crímenes que comete.
—Vamos, vamos, señor Poirot —dijo Crome—. Recuerde el caso Stoneman en mil novecientos veintinueve. Terminó matando a todo aquel que le molestaba, por poco que fuese.
Poirot volvióse hacia él.
—Es verdad. Si uno es un ser muy importante, debe verse libre de toda molestia, por pequeña que sea. ¿Qué se hace cuando un mosquito le atormenta a uno con su zumbido? Pues procurar matarlo. Uno es importante y el mosquito es un ser de la mayor insignificancia. Se mata al mosquito y la molestia termina. La acción parece lógica e inocente al que ejecuta y a nadie se le ocurrirá que sea obra de un loco. Otro motivo para matar al mosquito es si tiene verdadera pasión por la higiene. El mosquito es fuente y conducto de enfermedades, un peligro para la sociedad; por lo tanto, debe morir. Así mismo trabaja el juicio del criminal de deficiente mentalidad. Pero consideremos bien este caso. Si las víctimas son escogidas por orden alfabético entonces no son asesinadas porque sean fuente de molestias para el criminal. Sería una gran coincidencia que su primera y segunda víctima tuvieran apellidos cuyas iniciales fuesen correlativas.
—El señor Poirot tiene razón —intervino el doctor—. Sé de varios casos en que un asesino se ha puesto a matar curas, otros han matado prostitutas, otros policías, etcétera. Pero en el caso actual las asesinadas sólo tienen entre sí el parecido de que son mujeres, pero ambas de distintas edades, clase y profesión, Tal vez existe el complejo sexual, pero lo dudo; sobre todo, por la diferencia de edades entre ambas. En fin, el próximo crimen quizá nos pueda aclarar algo más.