—¡Por Dios, Thompson, no hable tan indiferente del próximo crimen! —exclamó irritado sir Lionel—. Haremos todo lo humanamente posible para evitar que ocurra otro crimen.
El doctor Thompson sonóse ruidosamente.
«Allá usted si no quiere atenerse a la realidad» —pareció decir el ruido.
El jefe de policía se volvió hacia Poirot.
—Me parece que comprendo lo que quiere decir, pero aún no veo claro.
—Me pregunto —contestó Poirot— qué pasa en la mente del asesino. Sus cartas parecen indicar que asesina por deporte, para distraerse. ¿Puede eso ser verdad? Y si es así, ¿cómo selecciona a sus víctimas aparte del orden alfabético? Si matara por simple diversión no avisaría por carta, pues podría obrar con la más completa impunidad. En vez de eso, trata, como todos convenimos, de hacerse popular en la Prensa. ¿Acaso quiere vengarse de mí y trata de hacerme aparecer en ridículo ante el público? ¿Odia a los extranjeros?
El inspector Crome carraspeó.
—De momento sus preguntas son bastante difíciles de contestar.
—Sin embargo, en la respuesta a mis preguntas está la solución —replicó Poirot mirando fijamente al policía—. Si conociésemos la verdadera razón, por fantástica que fuera para nosotros, de los crímenes de ese loco, podríamos suponer quién será la próxima víctima.
Crome movió la cabeza.
—Mi opinión es que las coge al azar. En fin, creo que lo mejor es esperar la próxima carta. Si el nombre de la población empieza por C, podremos advertir a todas las personas cuyo apellido empieza por esa letra para que se pongan en guardia, y así podremos detener a ese A. B. C. ¡Cuán poco sabia lo que tenia reservado el Destino?
Capítulo XIV
La tercera carta
Recuerdo perfectamente la llegada de la tercera carta de A. B. C.
Debo decir que se habían tomado todas las medidas para que en cuanto reanudara su campaña no hubiese retrasos innecesarios. Un joven sargento estaba de guardia en la casa, y si Poirot y yo salimos tenía orden de abrir todas las cartas que se recibieran para así poder comunicar sin pérdida de tiempo a Scotland Yard la esperada noticia.
A medida que pasaban los días nuestra nerviosidad iba en aumento. Los soberbios modales del inspector Crome eran cada día más altivos, a medida que se iban derrumbando las esperanzas que había puesto en determinadas pistas. Las vagas descripciones de los hombres que se habían visto en compañía de Betty Barnard se demostraron completamente inútiles. Los autos que se vieron en los alrededores de Bexhill y Coode no se encontraron o fueron identificados como pertenecientes a personas completamente inocentes. La investigación sobre las guías de ferrocarriles no dio más resultado que molestar a un sinfín de personas inocentes.
En cuanto a nosotros, cada vez que sonaba a la puerta del piso la familiar llegada del cartero, el corazón nos latía aceleradamente.
Poirot estaba hondamente preocupado por la marcha de los acontecimientos. No quiso abandonar Londres ni un solo día, prefiriendo estar al pie del cañón en caso de ocurrir algo. En esos días, hasta su altivo bigote aparecía descuidado y con las guías caídas.
La tercera carta de A. B. C. llegó un viernes por la tarde. Cuando oímos el familiar paso y la llamada del cartero corrí al buzón. Recuerdo que encontré cuatro o cinco cartas. El sobre de la última que miré estaba escrito a máquina.
—¡Poirot! —exclamé—. Y mi voz murió en un susurro.
—¿Ha llegado? ¡Ábrela! ¡Pronto, Hastings! Cada minuto puede valer un siglo! Tenemos que tomar todas las precauciones.
Rasgué el sobre y extraje una hoja de papel escrita a máquina.
—¡Lee! —ordenó Poirot. Leí en voz alta:
«¡Pobre señor Poirot! Estos crímenes no son fáciles de descubrir como usted esperaba, ¿verdad? Veamos si esta vez tiene más suerte. Lo haremos más fácil. Churston, 30 del corriente. Procure hacer algo. Le aseguro que tener siempre buen éxito es muy aburrido. »Buena caza. Siempre suyo,
A. B. C.»
—Churston —dije, precipitándome sobre una guía de ferrocarriles—. Veamos dónde cae eso.
—¡Hastings! —la aguda voz de Poirot me detuvo en mi busca—; ¿cuándo fue escrita esa carta? ¿Lleva alguna fecha?
Miré la carta que tenía en la mano.
—Fue escrita el 27 —anuncié.
—Has dicho que la fecha del asesinato es el 30, ¿verdad?
—Sí. De todas formas...
—Bon Dieu, Hastings! ¿No te das cuenta? Hoy estamos a treinta.
Y con la mano mi amigo señalaba el calendario colgado en la pared. Para estar más seguro cogí el periódico del día.
—Pero..., ¿cómo...? —tartamudeé.
Mi amigo cogió el sobre. Algo raro había notado yo en la dirección, pero demasiado ansioso por enterarme del contenido de la carta no me cuidé más de ello.
Por aquel tiempo Poirot vivía en Whitehaven Mansion's. El sobre llevaba la siguiente dirección: «Señor Hércules Poirot, Whitehorse Mansion's». Detrás se veía escrito con lápiz: «Desconocido en Whitehorse Mansion's y en Whitehorse Court... Probar en Whitehaven Mansion's.»
—Mon Dieu! —murmuró Poirot—. ¿Es que siempre ayudará la suerte a ese loco? Vite, vite!, ¡debemos ir en seguida a Scotland Yard!
Dos minutos más tarde hablábamos por teléfono con el inspector Crome. Por primera vez le oí lanzar una maldición. Escuchó lo que teníamos que decirle y en seguida cortó la comunicación para llamar a su vez a Churston.
—C'est trop tard —murmuró Poirot.
—No puede asegurarse —repliqué, aunque sin gran entusiasmo.
Mi amigo miró su reloj.
—Las diez y veinte. Al día 30 le quedan una hora y cuarenta minutos de vida. No es probable que A. B. C. se haya retrasado tanto en llevar a cabo su proyecto.
Abrí la guía de ferrocarriles que antes había cogido de un estante.
.—«Churston, Devon» —leí—. «A 204 millas de Padding
ton, 544 habitantes.» Parece un pueblo muy pequeño. Seguramente nuestro hombre habrá sido notado.
—Aun así se habría perdido otra vida —murmuró Poirot—. ¿Qué trenes salen para ese pueblo? Supongo que el tren será más rápido que el auto.
—A medianoche sale un tren que llega a Churston a las siete y media.
—¿Sale de Paddington?
—Sí.
——Pues tomaremos ese mismo Hastings.
—No tendrás tiempo de recibir ninguna noticia antes de que salgamos.
—¿Qué más da que las malas noticias las recibamos esta noche o mañana?
—Tienes razón.
Mientras Poirot volvía a llamar por teléfono a Scotland Yard yo puse unas cuantas cosas en la maleta, las que creí más indispensables.
Unos minutos después mi amigo entraba en el dormitorio y preguntaba asombrado:
—Mais qu'est—ce que vous faltes Id?
—Tu maleta. Te quería ahorrar ese trabajo.
—Tu éprouves trop d'emotion, Hastings. Eso afecta a tu pulso y tu cerebro. ¿Es así como se dobla un traje? ¡Fíjate cómo has puesto mi pijama! ¿Qué ocurriría si se rompiera la botella de tinte para los cabellos?
—¡Por Dios, Poirot! —exclamé—. ¡Se trata de un asunto de vida o muerte! ¿Qué, importa lo que pueda ocurrir a tus ropas?
—No tienes el sentido de la proporción. Hastings. No podemos marcharnos de Londres antes que salga el tren, y en cambio, el hecho de que me estropees un traje no evitará ningún crimen.
Quitándome la maleta, se puso a arreglarla.
Mientras arreglaba lo que yo había desarreglado, me contó que debíamos llevarnos el sobre y la carta a la estación de Paddington, donde nos esperaría un agente de Scotland Yard.
Cuando llegamos al andén, la primera persona que vimos fue el inspector Crome.