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—¿Han ocurrido muchos de esos últimamente?

—Pas mal. Hace poco estuve a punto de terminar con todo.

—¿Algún fracaso?

—No, no. Lo que ocurrió es que por poco se acaba mi carrera.

Emití un silbido.

—¿Algún audaz asesino?

—No tan audaz como descuidado. Sobre todo descuidado. Pero no hablemos de ello. Ya sabes, Hastings, que en muchos sentidos te considero mi mascota.

—¿De veras? ¿En cuáles?

Poirot no contestó directamente a mi pregunta. Siguió hablando:

—En cuanto me enteré de que venías hacia aquí me dije: «Algo se presentará; como en otros tiempos. Trabajaremos juntos. Pero tendrá que ser algo extraordinario... algo... recherché... delicado...»

—A fe, Poirot, cualquiera diría que estás encargando una cena en el Ritz.

—¿Y por qué no ha de poderse encargar un crimen lo mismo que una cena? —lanzó un suspiro—. Pero confío en la Suerte y en el Destino. El tuyo es estar junto a mí y librarme de cometer errores imperdonables.

—¿A qué llamas errores imperdonables?

—A pasar por alto lo que es evidente.

Durante unos segundos traté en vano de comprender el significado de aquellas palabras.

—Bien —dije al fin—. ¿Ha tenido ya lugar ese supercrimen?

—Pas encore. Por lo menos... no sé...

Interrumpióse, frunciendo el ceño. Automáticamente recogió unos objetos que yo, sin darme cuenta, había desarreglado.

—No estoy seguro —dijo.

Había algo tan extraño en su voz, que le miré sorprendido.

De pronto, tras un rápido y decidido movimiento de cabeza, cruzó la habitación hasta una estantería próxima a la ventana. El contenido del mueble estaba tan cuidadosamente ordenado, que mi amigo no tuvo la menor dificultad para encontrar lo que buscaba.

En seguida regresó a mi lado con una carta abierta en la mano. Leyóla para si y luego me la entregó.

—Dime, mon ami —murmuró—, ¿qué te parece esto? Con gran curiosidad cogí la nota.

Estaba escrita a máquina en una hojita de bloc.

«Señor Hércules Poirot:

»Usted se precia de resolver todos los misterios que no pueden resolver nuestros idiotas policías, ¿verdad? Pues veamos, inteligente señor Poirot, lo listo que es usted. Quizás esta nuez que voy a ofrecerle le resulte demasiado difícil de cascar. El 21 de este mes en Andover.

»Suyo afectísimo,

A. B. C.»

Miré el sobre. También estaba escrito a máquina.

—El matasellos es de W. C. 1 —me dijo Poirot al verme dirigir la atención al sello.

Encogiéndome de hombros, devolví la carta a mi amigo.

—Algún loco, supongo.

—¿Eso es lo que tienes que decir?

—Hombre... ¿Es que a ti no te parece loco el que ha escrito esto?

—Desde luego.

La gravedad de su voz me hizo mirarle.

—Un loco, mon ami, es un ser al que hay que tomar muy en serio. Es algo muy peligroso.

—Sí, claro... No había pensado en eso... Pero lo que yo he querido decir es que, más que obra de un loco, parece obra de un idiota.

—Merci, Hastings, es verdad. Debe de ser exactamente como dices...

—Pero tú, en el fondo, no lo crees —le interrumpí, convencido.

Poirot movió dubitativamente la cabeza y no contestó.

—¿Qué medidas has tomado?

—¿Qué podría hacer? Se la enseñé a Japp. Es de la misma opinión que tú. Dice que se trata de una broma estúpida. En Scotland Yard reciben cada día infinidad de cartas por el estilo. Por lo visto también debo tener mi parte...

—Pero lo tomas en serio.

Con voz pausada, Poirot contestó:

—Hay algo en esta nota que no me gusta, Hastings. A mi pesar, el tono de su voz me impresionó.

—¿Qué te figuras?

Movió la cabeza, y cogiendo el papel lo guardó otra vez en la estantería.

—¿Podrás hacer algo, ya que lo tomas tan en serio? —le pregunté.

—¡Siempre el hombre de acción! Pero ¿qué he de hacer? He enseñado la carta a otros policías, pero no hay huellas dactilares. No existe la menor pista que pueda conducirnos a descubrir al que la ha escrito.

—O sea que sólo cuentas con tu instinto.

—Nada de instinto, ésa es una mala definición. Son mi conocimiento y mi experiencia lo que me dicen que en esa carta hay algo...

Agitó la carta y al fin, cuando le fallaron las palabras, movió la cabeza.

Quizás esté haciendo una montaña de un grano de arena, pero sea como fuere, no me queda otro remedio que esperar.

—Bien, el viernes es veintiuno. Si ocurre un robo cerca de Andover entonces...

—¡Qué alivio sería!

—¿Un alivio? —exclamé—. La palabra me parece simplemente inadecuada. No veo que un robo pueda aliviar a nadie.

Poirot movió negativamente la cabeza.

—Estás en un error, amigo mío. No comprendes lo que quiero decir. Un robo sería un alivio porque libraría mi cerebro de un temor.

—¿Un temor de qué?

—De asesinato.

Capítulo II

(Aparte del relato particular del capitán Hastings)

EL señor Alexander Bonaparte Cust se puso en pie y dirigió una mirada al desaseado aposento. Dolíale la espalda a causa de la violenta posición en que durante mucho rato había permanecido. Al desperezarse quedó de manifiesto su elevada estatura.

Acercándose a un magnífico abrigo colgado en el respaldo de un sillón, sacó de un bolsillo un paquete de cigarrillos baratos y una caja de cerillas. Tras encender uno de los pitillos, regresó a la mesa ante la cual había estado sentado antes. Cogió una guía de ferrocarriles, que consultó, Luego, tomando una lista de nombres escrita a máquina, hizo con tinta una señal en uno de los primeros nombres. Era el jueves. 20 de junio.

Capítulo III

Andover

De momento, las palabras de Poirot acerca del misterioso anónimo me impresionaron bastante, pero debo reconocer que casi me había olvidado de ellas cuando llegó el día 21, y el primer recuerdo que tuve de las mismas fue debido a la vista que el inspector Japp hizo a mi amigo. El inspector era un viejo amigo nuestro y al verme me saludó calurosamente.

—Pero ¡si es el capitán Hastings! ¿Cómo van los asuntos por las pampas? ¡Esto me recuerda aquellos tiempos en que trabajábamos juntos los tres! Está usted muy bien conservado. Si no fuera por esos pelitos que le faltan en la cabeza parecería usted el mismo. En fin, dentro de cien años tendremos todos muchos menos. Yo sigo siendo el mismo.

Fruncí ligeramente el ceño. Estaba convencido de que gracias a la manera de peinarme, la calvicie a que se refería Japp no se notaba en absoluto. Pero como el buen inspector jamás se había hecho notar por su tacto, sonreí ligeramente y dije que ninguno de nosotros era ya joven.

—No diga eso —replicó Japp—. Aquí, el amigo Poirot, está más joven que nunca. ¡Qué cabellera!; no encontrará usted en ella ni una sola cana. ¡Y qué resistencia para el trabajo! Es el detective a quien he visto retirarse definitivamente más veces. A cada trabajo que termina dice lo mismo: «Éste es el último. Sin embargo, no se comete crimen o robo de interés en que no intervenga para escla-recerlo. Asesinatos en trenes, en aviones, en fiestas de sociedad. No se deja perder ni uno. Jamás ha trabajado tanto ni ha sido tan famoso como desde que se retiró.

—Ya le he dicho a Hastings que soy como las sopranos que se retiran cada temporada de la escena —dijo Poirot.

—No me extrañaría que esclareciese usted su propio asesinato —rió Japp—. No está mal la idea, ¿verdad? Podría escribirse un libro con ella.