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HÉRCULES POIROT EN VÍSPERAS DEL ÉXITO

EL CAPITÁN HASTINGS, EL GRAN AMIGO DE HÉRCULES POIROT, HACE SENSACIONALES DECLARACIONES A NUESTRO REDACTOR

Las tales declaraciones me hicieron exclamar:

—¡Poirot, te juro que yo no he dicho en absoluto nada de eso!

—Ya lo sé, ya —replicó bondadosamente mi amigo—. Entre lo que se dice y lo que se escribe, existe un abismo insondable.

—Es que no quisiera que creyeses...

—No te preocupes, hombre. Todo eso no tiene la menor importancia. Las tonterías ésas pueden sernos de gran utilidad.

—¿Cómo?

—Eh bien, si nuestro loco lee lo que el Dail Flicker asegura que yo he dicho, perderá todo su respeto hacia mí como contrincante.

Quizá todo dé la impresión de que no se hacía nada práctico. Al contrario, Scotland Yard y la policía local de todas las comarcas seguían infatigablemente la menor pista.

En hoteles y casas de huéspedes se hicieron minuciosas investigaciones. Centenares de relatos acerca de hombres

vistos que tenían los ojos de tal o cual manera y que caminaban furtivamente, fueron desmenuzados, hasta el último detalle. Ninguna información, por insignificante que fuera se dejó de lado. Conductores de trenes, tranvías, autobuses y taxis fuero, llamados a declarar.

Por fin se detuvo a numerosas personas que no pudieron explicar sus movimientos en las noches en cuestión. El resultado no fue completamente nulo. Algunas declaraciones fueron anotadas corno de posible importancia en lo futuro.

Así como Crome y sus colegas trabajaban infatigablemente, Poirot me parecía extrañamente supino. Esto daba motivos a numerosas discusiones.

—Pero, ¿qué quieres que haga? Las pesquisas rutinarias las hace mucho mejor la policía que yo. Tú siempre querrías verme corriendo como un perro.

—En lugar de lo cual te estás sentado en casa como... COMO...

—Como un hombre sensible. Mi fuerza, Hastings, reside en mi cerebro, no en mis pies. Siempre que tú me crees haraganeando, lo que estoy haciendo es reflexionar.

—¿Reflexionar? —exclamé—. ¿Son éstos momentos para reflexionar?

—¡Ya lo creo!

—¿Qué puedes ganar reflexionando? Sabes de memoria todos los detalles de los tres casos.

—No pienso en los detalles, sino en la mente. del asesino.

—¿En el cerebro de un loco?

—Eso mismo. Ya puedes figurarte que eso no se consigue en un minuto. Cuando sepa qué clase de hombre es el asesino, podré descubrir dónde se encuentra. Cada vez sé más cosas. Después del asesinato de Andover, ¿qué sabíamos de nuestro hombre? Casi nada. ¿Y después del de Bexhill? Algo más. ¿Y después del crimen de Churston? Bastante más. Empiezo a ver... no lo que tú quisieras que viese, sino el perfil de un cerebro. Un cerebro que se mueve y trabaja en cierta dirección. Después del próximo crimen... —¡Poirot!

Mi amigo me miró impasible.

—Sí, Hastings; estoy seguro de que habrá otro crimen. Hay que fiar un poco en el azar. La próxima vez la chance puede volverse contra él. Sea como fuere, después del próximo crimen estaremos mejor informados. Un asesinato es algo terriblemente revelador. Por más esfuerzos que haga por variar los métodos, gustos y costumbres, un criminal siempre deja algo de su personalidad en su delito. A veces aparecen pistas confusas, pero al fin todo se aclara y yo lo sabré todo.

—¿Quién es?

—No, Hastings, no sabré su nombre y dirección. Lo que descubriré es la clase de hombre con quien nos enfrentamos...

—¿Y luego?

Eh alors, je vais d la peche. Notando mi asombro, continuó:

—Tú sabes, Hastings, que un experto pescador sabe perfectamente la clase de cebo que debe ofrecer a determinados peces. Pues bien, cuando sepa la clase de «pez» que es nuestro hombre, le puedo ofrecer el cebo apropiado.

—¿Y qué?

—¿Y qué? ¿Y qué? Eres tan malo como el inspector Crome con su eterno «¿De verdad?» Pues cuando sepa todo eso, cogeré la caña y saldré a pescar a nuestro hombre.

—Y entretanto irá muriendo gente.

—¡Tres muertes! ¿Qué importancia tiene eso si cada semana mueren por esas carreteras más de ciento cuarenta personas?

—Es muy distinto.

—Estoy seguro de que a los que mueren les parecerá

igual. Para los demás, para los parientes, y los amigos, es distinto. Pero en este caso hay algo que me alegra enormemente: te lo aseguro.

—Explícame el motivo de esa alegría

—Es inútil que te muestres sarcástico. Lo que me alegra es que sobre ningún inocente recae la menor sospecha de culpa.

—¿No es eso un mal?

—No. Nada hay tan terrible como vivir entre gente que se sabe sospechosa. Las miradas de terror que le dirigen a uno, ver el cariño convertirse en terror... nada tan espantoso como sospechar de los que se tiene al lado. En el caso de A. B. C. nos vemos libres de ello.

—Ya veo que pronto empezarás a excusar al criminal —dije amargamente.

—¿Por qué no? Puede que él se crea un hombre justiciero. Tal vez al final sus miras despierten nuestra simpatía.

—¿Tú lo crees?

—¡Quién sabe! Y a propósito. lee la carta que he recibido.

Me tendió una misiva escrita con exquisita letra que proclamaba un estudio concienzudo de la caligrafía Leí:

«Mi querido señor:

»Espero que perdonará la libertad que me tomo al escribirle. He estado pensando mucho acerca de esos crímenes cometidos después del de mi pobre tía. Dan la impresión de que han sido cometidos por la misma mano. En un periódico he visto la fotografía de la hermana de la joven que fue asesinada en Bexhill. Me atreví a escribirle diciéndole que pensaba ir a Londres y pidiéndole sí me permitiría vivir con ella para ver si, uniendo nuestros esfuerzos, conseguimos descubrir al criminal. No le pedía ningún sueldo, sólo el deseo que, hablando, procuremos unir los cabos sueltos.

»La joven me contestó muy amablemente diciéndome que vive en una pensión y que por lo tanto no podría tenerme en su casa, pero me aconsejaba le escribiera a usted. También me decía que había pensado lo mismo que yo y que deseaba nos uniésemos para hallar al asesino. Por ello le escribo para decirle que iré a Londres y le adjunto mi dirección en esa ciudad.

»Rogándole me perdone la molestia que le causo, queda de usted muy atenta,

Mary Drower.»

—Mary Drower es una joven muy inteligente —dijo Poirot.

Me tendió otra carta.

—Lee ésta.

Era una breve nota de Franklin Clarke, en la que decía que al día siguiente llegaría a Londres y visitaría a Poirot.

—La acción está a punto de empezar, mon ami —declaró solemnemente mi amigo.

Capítulo XVIII

Poirot echa un discurso

Franklin Clarke llegó a las tres de la siguiente tarde y fue recto al asunto, sin entretenerse en circunloquios.

—Señor Poirot —dijo—, no estoy satisfecho.

—¿No?

—No dudo que Crome es un policía eficiente, pero francamente, me carga un poco. ¡Esa expresión suya de sabelotodo me ataca los nervios! Allá en Churston ya se lo dije a su amigo, pero he tenido que arreglar los asuntos de mi hermano y no he estado libre hasta ahora. Mi creencia, señor Poirot, es que no debemos dejar crecer la hierba bajo nuestros pies.

—Eso mismo dice siempre Hastings.

—Debemos ir rectos al asunto. Es necesario que nos preparemos para el próximo crimen.

—Entonces, ¿usted cree que habrá un próximo crimen?

—¿Usted no?

—Sí, también lo creo.

—Muy bien, entonces. ¿Quiere que nos organicemos?

—Explíquese mejor.