—Lo que yo propongo, señor Poirot, es la formación de una brigada compuesta de los amigos y parientes de las víctimas de ese loco.
—Une bonne idée.
—Me alegro de que la apruebe usted. Uniendo nuestros esfuerzos quizá consigamos descubrir algo. Además, cuando llegue el próximo aviso, al trasladarnos al lugar en que se ha de cometer el crimen, alguno de nosotros puede reconocer a alguna persona vista en uno de los anteriores escenarios.
—Comprendo lo que usted quiere, señor Franklin, pero debe recordar que los amigos y parientes de las demás víctimas no pertenecen a su esfera de vida. Son empleados y aunque obtengan algunas vacaciones...
Franklin Clarke se apresuró a interrumpirle.
—Tiene razón, yo soy la única persona en situación de poder financiar la empresa. No es que yo esté en muy buena situación, pero mi hermano era muy rico y su fortuna pasará a mí. Propongo el alistamiento de todos los que tienen algo que ver con los tristes sucesos, v formar con ellos una legión, cuyos miembros cobrarán por sus servicios lo mismo que ganan en sus trabajos habituales, añadiendo los gastos adicionales.
—¿Quiénes cree usted que deben formar esa legión?
—Ya lo he pensado. He escrito a la señorita Megan Barnard...; en realidad, la idea es casi suya. Los miembros que yo propongo son : la señorita Barnard, el señor Donald Fraser, que era el novio de la joven asesinada. Luego hay una sobrina de la estanquera de Andover, la señorita Barnard sabe su dirección. No creo que el marido pueda sernos de ninguna utilidad. Según tengo entendido se pasa la mayor parte del día borracho. He pensado también que los Barnard, el padre y la madre, son un poco viejos para estos trotes
—¿Nadie más?
—Pues creo que también podríamos alistar a la seña rita Grey.
Al pronunciar este nombre, enrojeció ligeramente Clarke.
—¡Oh! ¿La señorita Grey?
Nadie en el mundo hubiese podido dar a la frase la ironía que le comunicó Poirot. Más de treinta y cinco años habíanse desprendido de Clarke. Su aspecto en aquel momento era el de un colegial enamorado.
—Sí. La señorita Grey ha estado durante más de dos años al servicio de mi hermano. Conoce la comarca y a sus habitantes. Yo he estado fuera de Inglaterra durante más de año y medio.
Poirot se apiadó de él y varió la conversación.
—¿Ha estado en Oriente? ¿En China?
—Sí. mi hermano me encargó le comprara algunas porcelanas.
—Debe de haber sido muy interesante. Eh bien, señor Clarke, apruebo su idea. Creo que es necesario un rapprochement de todos los interesados, a fin de comparar pareceres y hablar mucho, mucho. De cualquier frase inocente puede salir la clave del misterio.
Días después la «Legión Especial» se reunió en casa de Poirot.
Mientras estaban sentados alrededor de Poirot, mirándole obedientes. les pasé revista confirmando o rehaciendo mi primera impresión.
Las tres jóvenes eran muy atractiva. Contrastaba la extraordinaria belleza de Thora Grey, rubia como el oro, con la de Megan Barnard, morena intensa, de rostro algo oriental, y Mary Drower, de cara aniñada e inteligente, vestida con un modesto traje negro. De los demás hombres, uno, Franklin Clarke, era alto, fornido, bronceado por el sol y muy hablador. El otro, Donald Fraser. tranquilo y muy dueño de sí. Ambos formaban un extraño contraste.
Poirot, incapaz de resistir la tentación, soltó un pequeño discurso.
—Mesdames y messieurs: Ustedes ya saben para qué nos hemos reunido aquí. La policía hace lo imposible por descubrir al criminal. Yo también lo hago, pero de distinta manera. Pero he creído que una reunión de aquellos que tienen algún interés personal en el asunto y, además, un conocimiento personal de las víctimas, puede dar resultados que la investigación corriente no igualaría.
»Tenemos tres asesinatos: Una vieja, una joven y un hombre ya maduro. Sólo una cosa une entre sí estas tres personas: el hecho de que fueron muertas por la misma mano. Esto significa que la misma persona estuvo presente en tres lugares distintos, y por lo tanto tuvo que ser vista por numerosas gentes. Que es un loco, no cabe la menor duda. Que su aspecto no lo demuestra, también es indudable. Ese hombre..., aunque le llame hombre no debemos olvidar que también podría ser una mujer..., posee toda la diabólica agudeza de un anormal. Hasta ahora ha conseguido ocultar perfectamente su rastro. La policía tiene indicios vagos, pero nada firmes.
»Sin embargo, forzosamente deben de existir indicios que no sean vagos, sino precisos. Por ejemplo: es imposible que ese caballero llegase a Bexhill a medianoche y encontrase dispuesta en la playa a una joven, cuyo nombre empezaba con B.
—¿Es necesario sacar a relucir eso?
Estas palabras las pronunció Donald Fraser y brotaron de sus labios como impulsadas por una enorme angustia interna.
—Es necesario abordarlo todo, monsieur —replicó Poirot—. Usted no está aquí para ahorrarse preocupaciones, negándose a pensar en ciertos detalles, sino para removerlos bien, si es necesario, para llegar al fondo del asunto, cubrir su identidad, una víctima llamada Betty Barnard. La selección debió ser hecha deliberadamente por su parte, lo cual indica premeditación. O sea que antes del crimen, A. B. C. tuvo que reconocer el terreno. Tuvo que tomar ciertos informes: la mejor hora para cometer su delito en Andover; la mise enscene en Bexhill; las costumbres de sir Carmichael Clarke en Churston. Por mi parte me niego a creer que no exista ningún indicio o pista que pueda ayudarlos a 'descubrir su identidad.
»Estoy convencido de que todos ustedes saben algo que no saben que saben.
»Más pronto o más tarde, a causa de su asociación, algo saldrá a la luz y tendrá una importancia que ahora no suponen. Es lo mismo que un rompecabezas; cada uno de ustedes tiene una pieza sin. significado aparente, pero todas esas piezas, reunidas, formarán cuando estén ordenadas, una figura completa.
—¡Palabras! —exclamó Megan Barnard.
—¿Eh? —inquirió Poirot, mirando fijamente a la joven.
—Que todo eso que ha dicho usted no son más que palabras, sin el menor significado,
—Las palabras, señorita, no son más que el vestido de los pensamientos.
—Yo creo que lo que ha dicho el señor Poirot está muy bien, señorita —intervino Mary Drower—. Muchas veces, cuando se habla de cosas que no aparecen claras, de pronto se descubre un camino que no se había sospechado. El cerebro encierra muchas cosas que uno no sospecha, y esas cosas salen cuando se habla.
—Yo creo que debemos hablar lo más posible —dijo Franklin Clarke.
—¿Y usted, señor Fraser?
—Dudo que pueda aplicarse prácticamente lo que usted dice, señor Poirot.
—Y usted, Thora, ¿qué piensa? —preguntó Franklin Clarke.
—Creo que siempre es útil hablar de las cosas.
—Hagamos una cosa —sugirió Poirot—. Todos ustedes
expliquen sus recuerdos de las horas precedentes al asesinato. Empiece usted, señor Clarke.
—Déjeme pensar... Durante la mañana del día en que Carmichael fue asesinado, salí a pescar en bote. Cogí ocho lenguados. El día era delicioso. Comí en casa. Estofado irlandés, lo recuerdo perfectamente. Dormí la siesta en una hamaca. Luego tomé el té, escribí unas cartas, llegué tarde al correo y fui en auto hasta Paignton para enviarlas desde allí. Cené y después, no me avergüenza decirlo, releí un libro de Salgari, que hizo mis delicias cuando era niño. De pronto sonó el timbre del teléfono...
—No siga. Procure recordar si vio a alguien cuando se dirigía hacia la playa, por la mañana.
—Mucha gente.
—¿Recuerda algo de las personas que vio?
—De momento, nadie en absoluto.
—¿Está seguro?
—Déjeme pensar. Recuerdo una mujer muy gorda, vestida con un traje de seda, llevando dos niños y un terrier. También vio a una joven de cabellos rojos como el fuego. Es curioso cómo vuelven los recuerdos. Parece como si uno estuviera viendo una película.