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—¿Quién?

—Mademoiselle Megan Barnard. En seguida se dio cuenta de que cuanto yo decía no tenía la menor importancia. Todos los demás se dejaron engañar.

—Pues a mí me pareció una cosa muy plausible.

—Plausible, sí. Eso fue lo que ella notó.

—Entonces no creías lo que estabas diciendo, ¿eh?

—Lo que decía se podía haber condensado, en una sentencia muy corta. En lugar de eso, estuve repitiendo ad libitum, sin que, aparte de la señorita Megan, se diera nadie cuenta de ello.

—Pero, ¿por qué?

—Eh bien... ¡para que las cosas siguieran su curso! ¡Para imbuir a todos de la impresión de que era necesario trabajar! ¡Para empezar, llamémosle así, las conversaciones!

—¿Y no crees que alguno de los caminos que has trazado pueda llevarte a algún sitio?

—Siempre existe esa posibilidad —rió secamente—, En medio de la tragedia empezamos la comedia.

—¿Qué quieres decir?

—El drama humano, Hastings. Reflexiona un momento. Tenemos tres muestras de seres humanos unidos por una tragedia común. En seguida y tout à part, empieza un

segundo drama. ¿Recuerdas mi primer caso en Inglaterra? ¡Hace muchos años de él! Pero el solo hecho de arrestar a uno de ellos, uní a dos seres que se amaban en silencio. ¡Sin el arresto jamás se hubieran confesado su amor! En medio de la muerte encontraron la vida, Hastings. El asesinato, lo he notado infinidad de veces, es un gran casamentero, no lo dudes.

—¡Estoy seguro de que ninguna de esas personas pensaba otra cosa que...! —protesté.

—¡Querido amigo! ¿Qué me dices de ti?

—¿De mí?

—Mais oui, cuando se marcharon, ¿no volviste tarareando una canción?

—Se puede hacer eso sin tener el corazón insensible.

—En efecto; pero esa canción me reveló tus pensamientos.

—¿De veras?

—Sí. Cantar es algo peligroso. Revela lo que piensa nuestro subconsciente. La canción que entonabas data, si no me engaño, de los días de la guerra, comme ça —y Poirot cantó con una abominable voz de falsete:

Unas veces adoro a las morenas

otras amo a una rubia,

llegada del mismo cielo.

por los campos de Suecia.

»¿Qué podía ser más revelador? Mas je crois que la Monde l'emporte sur la brunette!

—¡Poirot! —exclamé, enrojeciendo ligeramente.

—C'est tout naturel. ¿Observaste cómo Franklin Clarke se sentía en seguida arrastrado por una simpatía loca hacia mademoiselle Megan? ¿Cómo se inclinaba hacia ella, devorándole con la mirada? ¿Y no notaste lo mucho que tales demostraciones molestaban a mademoiselle Thora Grey? Y el señor Donald Fraser...

—Poirot —le dije—, eres un incorregible sentimental.

—¡Eso es lo último que soy! El sentimental eres tú, Hastings.

Estaba a punto de discutir calurosamente esa afirmación, cuando de pronto se abrió la puerta. Con indecible asombro, vi entrar a la señorita Thora Grey.

—Perdone que vuelva —dijo muy serena—, pero deseo contarle algo, señor Poirot.

—Perfectamente, mademoiselle. Tenga la bondad de sentarse.

Thora Grey se sentó, y vacilando, como si escogiera las palabras. dijo:

—Se trata de lo siguiente, señor Poirot El señor Clarke tuvo la generosidad de darle a entender que yo había abandonado voluntariamente Combeside. Es muy bondadoso y leal. Fue lady Clarke quien deseó que me marchase. Puedo presentar varias excusas a esa decisión de la señora. Está muy enferma y a menudo su cerebro se enturbia a causa de las medicinas que le administran. Esto la hace sumamente suspicaz. Me tomó una gran antipatía, y a pesar del mucho trabajo que aún exige :a colección, insistió en que abandonara la casa.

No pude por menos de admirar el valor de la joven, No intentó vanagloriarse, como hubiera hecho cualquier otro, y fue recta a la verdad, con una maravillosa franqueza. Me sentí lleno de admiración sincera y profunda simpatía hacia ella.

—¡Es muy meritorio que haya usted venido a contarnos eso! —dije.

—La verdad debe decirse siempre —replicó con una sonrisita—. No quiero escudarme detrás de la caballerosidad del señor Clarke.

Era indudable que la secretaria admiraba extraordinariamente a Franklin Clarke, y una señal de ello era la luz que brillaba en sus ojos al hablar del joven.

—Ha sido usted muy honrada, mademoiselle —le dijo Poirot.

—Para mí ha sido una bofetada muy dolorosa —murmuró tristemente Thora—. Nunca creí que mi presencia disgustara tanto a lady Clarke. En realidad, suponía que me apreciaba. En fin, una vive y sueña.

Se puso en pie.

—Esto es todo cuanto tenía que decirle. Adiós.

La acompañé hasta la puerta y en cuanto estuve de regreso junto a mi amigo, dije:

—Realmente es una muchacha valiente.

—O calculadora.

—¿Qué quieres decir?

—Que tiene la cualidad de prever los acontecimientos. Miré dubitativamente a Poirot y dije:

—Es una mujer muy atractiva.

—Y viste muy bien. Su traje de crépe morocain y el re— nard... dernier cri!

—Eres un verdadero modista, Poirot. Yo nunca me fijo en lo que llevan las personas.

—Pues deberías ingresar en una colonia de nudistas. Antes de que pudiera replicar adecuadamente, siguió:

—Has de saber, Hastings, que no puedo apartar de mi cerebro la idea de que en la conversación de esta tarde se ha dicho algo muy significativo. Es extraño... Sé que se trata de una impresión que no he podido captar... Esto me recuerda algo que he oído, visto o notado...

—¿En Churston?

—No, ha sido antes... No importa, ya lo recordaré.

Me miró fijamente, tal vez no le había prestado toda la atención que él deseaba, se echó a reír, y empezó a cantar.

—Es un ángel, ¿verdad? Llegado del mismo cielo, por los campos de Suecia...

—¡Poirot! —exclamé—. Vete al diablo.

Capítulo XX

Lady Clarke

Nuestra segunda visita a Combeside nos mostró el lugar sumido en honda melancolía. Tal vez se debía esto al tiempo: era un húmedo día de setiembre en que el otoño se adivina ya muy próximo. También se debió a la oscuridad que reinaba en la planta baja de la casa, cuyas puertas y ventanas estaban herméticamente cerradas. La mal aireada habitación donde nos hicieron esperar parecía oler a humedad y polvo.

Una enfermera de aspecto firme y decidido entró al poco rato en la habitación, arreglándose los rizos que se escapaban por debajo de su cofia.

—¿El señor Poirot? —preguntó secamente—. Soy la señorita Capstick. He recibido una carta del señor Clarke anunciándome su visita.

Poirot se apresuró a informarse de la salud de lady Clarke.

—No es del todo mal, teniendo en cuenta las circunstancias.

Sin duda esas circunstancias se referían a la sentencia de muerte de la enferma.

—Desde luego —continuó la enfermera—, no se puede esperar una mejoría importante, pero el nuevo tratamiento la ha aliviado bastante. El doctor Logan se muestra bastante satisfecho.

Pero lady Clarke no puede curarse, ¿verdad?

—Eso es algo que no se puede asegurar —replicó la señorita Capstick, algo extrañada por el interrogatorio de Poirot.

—La muerte de su marido debió de ser un golpe terrible para ella, ¿verdad? —siguió mi amigo.

—Pues..., señor Poirot, en realidad no fue así, mejor dicho, no fue para lady Clarke un golpe tan terrible como hubiera sido para una persona en perfecto estado de salud y de sus facultades mentales. La enfermedad que sure quita importancia a todos los hechos.

—Perdone mi interrogatorio: ¿podría decirme si lady Clarke amaba profundamente a su marido y era correspondida?