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—¡Ya lo creo! Eran una pareja muy feliz. El pobre señor Clarke estaba muy preocupado e inquieto por ella. Una situación así es siempre peor para un médico, pues no puede hacerse falsas ilusiones. Al principio el doctor debió de sufrir mucho.

—¿Al principio? ¿Luego no?

—Uno se acostumbra a todo, ¿verdad? Además, sir Carmichael tenía una colección. Una ocupación es un gran consuelo para un hombre. A menudo iba de compras y después él y la señorita Grey tenían trabajo para días arreglando el museo.

—¡Ah!, la señorita Grey. Se ha marchado hace poco, ¿verdad?

—Sí, yo lo sentí mucho, pero las enfermas cometen muchas rarezas. Es inútil discutir y vale más darle la razón. La señorita Grey lo sintió mucho.

—¿Sintió siempre lady Clarke antipatía hacia la secretaria de su marido?

—No, antipatía no sintió nunca. Al principio puede decirse que no simpatizó con ella. Pero no debo entrometerme más comadreando. Lady Clarke se pregunta qué ha sido de— nosotros.

La señorita Capstick nos guió hasta una habitación del primer piso. Lo que antes había sido dormitorio hallábase ahora convertido en una agradable salita.

Lady Clarke hallábase sentada en un cómodo sillón junto a la ventana. Estaba enfermizamente delgada y su rostro tenía la demacrada palidez de una persona que sufre mucho. Su mirada era ligeramente soñadora y noté que sus pupilas no eran mayores que una punta de alfiler, desde luego valga la exageración.

—El señor Poirot —anunció respetuosamente la enfermera.

—¡Ah!, sí, el señor Poirot —murmuró vagamente lady Clarke al mismo tiempo que extendía la mano.

—Lady Clarke, le presento a mi amigo el capitán Hastings.

—¿Cómo están ustedes? Han sido muy buenos viniéndome a ver.

Obedeciendo a un débil ademán de la enferma, nos sentamos junto a ella. Durante unos minutos reinó el más profundo silencio. Lady Clarke parecía haberse sumido en un hondo sueño. Al fin hizo un esfuerzo y empezó.

—Se trata de Car, ¿verdad? —preguntó—. De la muerte de Car. Sí, sí, ya recuerdo. —Lanzó un suspiro, continuando tan alejada del mundo como antes—. Nunca creímos que las cosas tomaran este rumbo —murmuró—. ¡Estaba tan segura de ser yo la primera...!

—De las siguientes palabras sólo percibimos el movimiento de sus labios. Car era muy fuerte —prosiguió—. Maravillosamente fuerte para su edad. Nunca estaba enfermo. Estaba cerca de los sesenta años. pero no representaba más de cincuenta... ¡Sí, muy fuerte!..

De nuevo se sumió en sus sueños. Poirot, que estaba habituado a los efectos de ciertas drogas sobre el organismo, no pronunció una palabra.

—Sí, han sido muy buenos viniendo. Me olvidaría de decírselo a usted, señor Poirot. Espero que Franklin no cometa ninguna locura. A pesar de los tumbos que ha dado por el mundo sigue siendo un niño... Todos los hombres son iguales... Siempre son chiquillos... Y Franklin sobre todo.

—Es muy impulsivo —dijo Poirot.

—Sí, sí... Y todo un caballero. Todos los hombres lo son. Hasta Car lo era... —La voz de la enferma se apagó en un susurro.

Movió la cabeza con febril impaciencia y prosiguió:

—Todo es tan vago. El cuerpo es un estorbo, señor Poirot. Sobre todo cuando nos domina. No se puede pensar más que en el dolor. Lo otro carece de importancia.

—Lo comprendo, lady Clarke. Es una de las tragedias de esta vida.

—¡Y cómo me atonta! En estos momentos no puedo, por más que hago, recordar por qué le he mandado llamar.

—¿Era algo acerca de la muerte de su marido?

—¿La muerte de Car? Sí, tal vez... Pobre loco... El asesino, quiero decir. Es a causa del estrépito y la velocidad de nuestros días. Mucha gente no puede soportarlo. A mí los locos siempre me han—dado lástima. Sus pobres cerebros deben de imaginar unas cosas tan raras. Después, al ser encerrados, deben de sufrir horriblemente. Pero ¿qué otra cosa podemos hacer si se convierten en asesinos? —La dama movió dolorida la cabeza—. No le han cogido aún, ¿verdad? —preguntó.

—No, no; todavía no.

—Aquel día debió de rondar alrededor de esta casa. —Había muchos forasteros, Lady Clarke. Es la temporada de baños.

—Es verdad, lo olvidaba... Pero los bañistas acostumbran frecuentar las playas, no las alturas, y menos los alrededores de esta casa.

—Ningún forastero fue visto cerca de este lugar.

—¿Quién lo ha dicho? —preguntó con súbito vigor la enferma.

Poirot pareció ligeramente desconcertado.

—Los criados —contestó—. La señorita Grey. —Esa muchacha miente —aseguró la enferma.

Estuve a punto de salir de mi asiento, pero me contuvo una rápida mirada de Poirot.

Lady Clarke seguía hablando febrilmente.

—No me gusta esa mujer. Nunca me ha gustado. Car la tenía por el ser más perfecto del mundo. Siempre estaba diciendo que era una pobre huérfana sola en la tierra. ¿Qué inconveniente significa ser huérfano? A veces es una bendición disfrazada. El tener un padre que no sirve para nada y una madre que cada día se emborracha, es algo que uno puede lamentar. Decía que era muy valiente y trabajadora. No niego que hiciese bien su trabajo, pero no sé de dónde sacaba mi pobre marido su valor.

—No se excite, señora —intervino la enfermera—. Es preciso que no se canse.

—¡Pronto la alejé de mi presencia! Franklin tuvo la impertinencia de insinuar que esa Grey sería un alivio para mí. ¡Un alivio! «¡Cuanto antes la pierda de vista, mejor!», fue lo que le contesté. Franklin es un tonto. No quería verle enredado con ella. ¡Es un chiquillo insensato! «Le pagaré el sueldo de tres meses, si quieres», le dije. «Pero es necesario que se marche. No quiero tenerla ni un día más en casa.» La ventaja de estar enferma consiste en que nadie le discute a una sus decisiones. Franklin hizo lo que yo le pedía y la Grey se marchó. Supongo que lo hizo como una mártir, llena de dulzura y valor.

—Por favor, señora, no se altere. Es muy malo para su salud.

Lady Clarke apartó bruscamente a la señora Capstick. —Usted estaba tan loca por ella como lo estábamos los demás.

—¡Por Dios, señora, no hable usted así! La señorita Grey me parecía una joven muy simpática. Su aspecto era muy romántico. Parecía sacada de una novela.

—¡No sé cómo tengo paciencia para soportar a todos ustedes! —murmuró la enferma.

—Ahora ya se ha marchado, señora. Se ha marchado del todo.

—¿Por qué dijo usted que la señorita Grey mentía? —preguntó Poirot.

—Porque es una mentirosa. Le dijo que ningún desconocido se había acercado a esta casa, ¿verdad?

—Sí, señora.

—Pues bien, fíjese en lo que le digo. Yo misma, con mis propios ojos, la vi desde esta ventana hablar con un perfecto desconocido junto a la puerta de entrada.

—¿Cuándo ocurrió eso?

—En la mañana del día en que Car murió. Serían más o menos las once.

—¿Qué aspecto tenía ese hombre?

—Pues un aspecto corriente. Nada de particular.

—¿Era un señor... o un corredor de comercio?

—No era un corredor de comercio. Era un hombre bastante desaliñado. En realidad, no recuerdo bien su aspecto. De pronto una dolorosa crispación contrajo su rostro.

—Por favor, les ruego que se retiren... Estoy un poco cansada... ¡Enfermera!

Obedecimos la indicación de la enfermera y salimos del cuarto.

—Es un relato verdaderamente extraordinario —dije a Poirot, mientras regresábamos a Londres—. Me refiero a lo de la señorita Grey y al desconocido.

—¿Lo ves, Hastings? Es lo que te digo siempre: siempre se encuentra algo.

—¿Por qué nos engañó la señorita Grey, diciéndonos que no había visto a nadie?

—Se me ocurren varias y diversas razones; una de ellas...

—¿Es una reprensión? —pregunté.

—Más bien es una invitación para que uses tu ingenuidad. Pero no es necesario que nos cansemos. La mejor manera de obtener una respuesta es interrogar a la seño-rita Grey.