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—Se nota que no es usted un deportista, inspector —dijo Clarke.

Crome le miró fijamente.

—¿Qué quiere usted decir? —preguntó.

—Pero, hombre de Dios, ¿no recuerda usted que el miércoles próximo se corre en Doncaster la carrera de Saint Leger?

La mandíbula inferior del policía sufrió un significativo descenso. Por una vez no pronunció su sempiterno: «¿De veras?» En su lugar murmuró:

—Es verdad. Sí; esto complica la situación de una manera extraordinaria.

—A. B. C. no es tonto, aunque a juzgar por sus acciones sea loco.

Durante unos minutos todos permanecimos callados, reflexionando sobre la situación. La muchedumbre de aficionados a las carreras de caballos..., las infinitas complicaciones.

—C'est ingénieux. Tout de méme c'est imaginé, ça —murmuró Poirot.

—Creo que el asesinato tendrá lugar en el hipódromo, tal vez mientras se corra el Leger —dijo Franklin.

El inspector Crome se levantó y cogió la carta.

—El Saint Leger es una desgraciada complicación —reconoció.

Salió. Oímos un murmullo de voces en el exterior y poco después entraba Thora Grey.

—El inspector me ha dicho que hay otra carta —dijo, ansiosa—. ¿Dónde es esta vez?

Llovía intensamente en la calle. Thora Grey llevaba un impermeable negro. Un sombrerito también negro se ladeaba graciosamente sobre su rubia melena.

Fue a Franklin Clarke a quien interrogó, dirigiéndose recta a él, y apoyando una mano en su brazo derecho aguardó impaciente la contestación.

—Doncaster y el día del Saint Leger.

Entablóse una animada discusión. La carrera de caballos complicaba extraordinariamente los proyectos que habíamos hecho. Un profundo pesimismo me había embargado. ¿Qué podía hacer aquel grupito de seis personas, aunque se fortaleciesen con el interés personal que tenían en el caso? Habría en Doncaster numerosos y sagaces policías, ¿qué podrían obtener seis pares más de ojos?

Como contestando a mis pensamientos, Poirot rompió el silencio. Habló como un maestro.

—Mes enfants —dijo—. No debemos dispersar la fuerza. Es necesario que abordemos este asunto con método y orden en nuestros cerebros. Hemos de encontrar la verdad. Cada uno de nosotros debe preguntarse: «¿Qué sé yo del asesino?» Y así tenemos que hacernos un retrato del hombre a quien vamos a buscar.

—No sabemos nada de él —murmuró desolada Thora Grey.

—No, no, mademoiselle. Eso no es verdad. Cada uno de nosotros sabe algo de él. ¡Si al menos supiésemos lo que sabemos! ¡Estoy seguro de que la verdad está aquí, a nuestro alcance!

Clarke movió dubitativamente la cabeza.

—¡No sabemos nada, ni si es viejo o joven, rubio o moreno! ¡Ninguno de nosotros le ha visto ni hablado! Una y otra vez hemos repasado cuanto sabemos.

—¡Todo no! Por ejemplo, la señorita Grey nos ha asegurado que en el día en que sir Carmichael Clarke fue asesinado ella no vio ni habló a ningún desconocido.

—Es la verdad —aseguró Thora.

—¿Sí? Mademoiselle, lady Clarke nos dijo que desde su ventana la vio a usted en la puerta principal hablando con un hombre.

—¿Que me vio hablando con un desconocido? —la joven parecía realmente asombrada. Era indudable que la limpidez de su mirada no podía reflejar otra cosa que la verdad Movió la cabeza y añadió—: Lady Clarke debe de estar confundida, yo no... ¡oh!

La exclamación fue inesperada, como si le hubiera sido arrancada de súbito. Una ola de rubor se extendió por su rostro.

¡Ahora recuerdo! ¡Qué tonta! Lo había olvidado por completo. Pero era una cosa sin importancia. Se trataba de uno de esos hombres que van por las casas vendiendo

medias. Antiguos marineros. Son muy insistentes. Me costó un gran trabajo verme libre de él. Cruzaba yo el vestí bulo cuando llegaba a la puerta. Le abrí antes de que llamase. De todas maneras se trataba de un ser inofensivo. Supongo que a eso se debe que me olvidara por completo. Poirot se balanceaba con las manos en la frente. Murmuraba algo con tanta vehemencia que nadie pronunció una palabra más y todos clavamos la vista en él.

—Medias —musitaba——. Medias..., medias..., medias, ça vient..., medias..., medias... Sí, es el motif... Hace tres meses... y el otro día... y ahora ...Bon Dieu, ¡ya lo tengo!

Se irguió en su asiento y me miró imperiosamente. —¿Te acuerdas, Hastings? Andover. La tienda. Subimos al piso. El cuarto. Sobre una silla. Un par de medias de seda nuevas, Ahora recuerdo lo que me llamó la atención hace dos días... —se volvió hacia Megan—. Usted habló de su madre, que lloraba porque el mismo día del asesinato había comprado unas medias nuevas para su hermana... Nos abarcó con la mirada,

—¿Lo ven? Es el mismo motivo repetido por tres veces.

No puede ser coincidencia. Cuando la señorita hablaba tenía la convicción de que cuanto decía ligaba con algo. Ahora ya sé con qué. Lo que dijo la señora Fowler, vecina

de la señora Ascher. Fue algo acerca de los hombres que tratan constantemente de vender algo... y mencionó las medias. Dígame, señora, ¿es verdad o no que su madre compró las medias no en una tienda, sino a un vendedor ambulante?

—Sí, sí. Ahora lo recuerdo que expresó su compasión

hacia la pobre gente que va por las casas vendiendo cosas. —¿Qué tiene que ver todo eso? —preguntó Franklin—. Que un hombre venda medias no prueba nada.

—Les digo, amigos míos, que no puede ser coincidencia. Tres veces y cada una de ellas un hombre que vende medias y reconoce el terreno.

Volvióse rápido hacia Thora.

—A vous la parole! Describa a ese hombre. La joven le miró desconcertada.

—No puedo... No sé cómo... Creo que llevaba lentes... y un vieja gabardina.

—Mieux que ça, mademoiselle.

—Iba encorvado... No sé. Apenas me fijé en él. No era un hombre que llamara la atención.

—Tiene usted razón, mademoiselle. El secreto de los asesinatos reside en su descripción del asesino, pues sin duda el hombre que usted vio era el asesino. «No era un hombre que llamara la atención.» ¡Sí, no cabe la menor duda!... ¡Ha descrito usted al asesino!

Capítulo XXII

(Aparte del relato del capitán Hastings)

El señor Alexander Bonaparte Cust estaba sentado muy erguido. Su almuerzo permanecía intacto y frío ante él. Apoyado sobre la cafetera veíase un diario que era leído con ávido interés por el señor Cust.

De pronto se puso en pie, dio unos pasos por la habitación y se dejó caer en una silla junto a la ventana. Lanzando un ahogado gemido, escondió el rostro entre las manos.

No oyó el ruido que hizo la puerta al abrirse. Su patrona, la señora de Marbury, se detuvo en el umbral.

—Está pensando, señor Cust... Pero ¿qué le pasa? ¿No se encuentra bien?

El señor Cust levantó la cabeza.

—Nada, no es nada, señora Marbury. No me encuentro muy bien esta mañana.

La patrona examinó la bandeja del almuerzo.

—Ya lo veo. No ha probado el desayuno. ¿Le duele otra vez la cabeza?

—No. Bueno, sí... Me encuentro un poco descentrado.

—Lo siento, señor Cust, Supongo que hoy no saldrá, ¿verdad?

El señor Bonaparte se levantó bruscamente.

—No no. Tengo que salir. Asuntos de negocios. Importantes. Muy importantes.

Le temblaban las manos. Viéndole tan agitado la mujer trató de calmarlo.