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—Bien, si es por necesidad... ¿Va usted muy lejos esta vez ?

—No. Voy a... —Vaciló unos segundos—. A Cheltenham. —Había algo tan raro en la manera cómo pronunció el nombre, que la señora Marbury le miró realmente sor— prendida.

—Cheltenham es un lugar muy bonito —dijo indiferente—. Una vez fui allí, desde Bristol. Las tiendas son muy hermosas.

—Sí, creo que sí.

La patrona se inclinó, recogiendo el periódico, que había caído al suelo.

—Los diarios no hablan de otra cosa que de esos asesinatos —dijo echando una mirada a los titulares—. Me dan escalofríos los relatos de crímenes. Nunca los leo. Me hace el efecto que hemos vuelto a los tiempos de Jack el «Destripador».

—Doncaster es el lugar donde cometerá su próximo asesinato —prosiguió la patrona—, ¡Y mañana! Realmente causa miedo, ¿verdad? Si yo viviera en Doncaster y mi apellido empezase por «D» tomaría el primer tren y escaparía del sitio. No correría riesgos ¿Qué dice usted, señor Cust?

—Nada. nada.

—Hay además las carreras. No cabe la menor duda de que en el hipódromo se le presentará una oportunidad... Pero, señor Cust, tiene usted muy mal aspecto. ¿Quiere que le haga una taza de algo? Realmente no creo que debiera usted salir hoy de viaje.

El señor Bonaparte se levantó.

—Es necesario, señora Marbury. Estoy un poco angustiado por asuntos particulares. Es la única manera de salir adelante en los... negocios.

—Pero si está usted enfermo...

—No lo estoy. Sólo inquieto... He dormido mal. Me encuentro bien del todo.

Su acento era tan firme que la señora Marbury recogió el almuerzo y de mala gana salió de la habitación que ocupaba Cust.

El señor Cust sacó una maleta de debajo de la cama y empezó a llenarla. Pijamas, estuches de aseo, pañuelos para el cuello, cinturones. Después, abriendo un armario, sacó unas cuantas cajas de cartón alargadas, de unos treinta centímetros de largo por doce de ancho.

Echó una mirada a la guía de ferrocarriles y cogiendo la maleta salió del cuarto.

Al llegar al vestíbulo dejó en el suelo la maleta y se puso el sombrero y una vieja gabardina. Al hacerlo suspiró hondamente, tan hondamente que la joven que salió de una habitación inmediata lo miró, preocupada.

—¿Le pasa algo, señor Cust?

—Nada, señorita Lily.

—¡Suspiraba usted de una manera!

—,¿Cree usted en los presentimientos, señorita Lily? —preguntó bruscamente el señor Cust—. ¿En las premoniciones?

—No sé. Realmente hay días en que una presiente que todo le va a salir mal, y otros en que cree que todo irá perfectamente.

—Eso mismo —asintió, suspirando, el señor Cust—. Bueno. adiós, señorita Lily. Ha sido siempre muy buena conmigo.

—No se despida como si nunca más nos tuviéramos que volver a ver —rió Lily.

—No, no, de ninguna manera.

—Hasta el jueves —rió la joven—, ¿Dónde va esta vez? ¿Junto al mar?

—No... no... a Cheltenham.

—Es un lugar bonito. Pero no tanto como Torquay. El año que viene tengo ganas de ir allí. Y a propósito: estuvo usted muy cerca de donde ocurrió el crimen de A. B. C. Fue cometido mientras usted estaba de viaje, ¿verdad?

—Sí... Pero Churston está a unos nueve o diez kilómetros.

—¡De todas formas debió de ser muy emocionante! ¡Quizá se cruzó usted con el asesino! ¡Es posible que estuviera a pocos pasos de él!

—Sí, es posible —asintió el señor Cust con una sonrisa tan desmayada, que Lily Marbury se dio cuenta de ella.

—¡Oh, señor Cust! ¿No se encuentra bien?

—Estoy perfectamente, perfectamente. Adiós. señorita Marbury

Saludó con el sombrero y cogiendo la maleta se dirigió a toda prisa a la puerta.

—¡Pobre hombre! —musitó. indulgente, Lily Marbury—, Me parece que está un poco loco.

***

El inspector Crome dijo a su subordinado:

—Hágame una lista de todos los fabricantes de medias y mándeles una circular. Deseo una lista de todos los agentes, me refiero a los que venden a comisión, o recorren las tiendas para ofrecer una mercancía.

—¿Es el caso A. B. C.?

—Sí, Se trata de una idea del señor Poirot —el tono del inspector era desdeñoso—. Probablemente no conseguiremos nada, pero no se puede despreciar ninguna probabilidad, por pequeña que sea.

—Tiene usted razón, señor: Hércules Poirot ha obtenido algunos éxitos, pero ahora me parece que ya ha perdido sus facultades.

—Es un charlatán y un fanfarrón. Convence a mucha gente, pero a mí no. En cuanto lo de Doncaster...

***

Tom Hartingan dijo a Lily Marbury:

—Esta mañana he visto a vuestro huésped.

—¿A quién? ¿Al señor Cust?

—Sí, en Euston. Como de costumbre, parecía perdido. Me parece que éste no está en sus cabales. Necesita alguien que cuide de él. Primero dejó caer el periódico: luego el billete. Se lo recogí. No tenía la menor idea de haberlo perdido. Me dio las gracias muy agitado, pero no creo que me reconociese.

—Te ha visto muy poco, y sólo en el vestíbulo. De nuevo bailaron.

—Bailas muy bien —dijo Tom.

—No seas tonto —sonrió Lily, acercándose más a su pareja.

Siguieron bailando.

—¿Has dicho Euston o Paington? —preguntó de súbito Lily.

—Euston.

—¿Estás seguro?

—Desde luego. ¿Por qué?

—Es extraño. Creta que para ir a Cheltenham había que tomar el tren en Paington.

—Y así es. Cust no iba a Cheltenham. Iba a Doncaster.

—Cheltenham.

—Doncaster. ¡Lo sabré yo! Recuerdo que recogí su billete.

—Bien, pues él me dijo que iba a Cheltenham. Estoy segura de ello.

—Te has debido equivocar. Iba a Doncaster. Hay gente que tiene suerte. He apostado un poco por «Firifly» en Leger, y me hubiera gustado verle correr.

—No creo que el señor Cust vaya a las carreras. No tiene aspecto de aficionado. ¡Oh. Tom, ojalá no le asesinen! El crimen de A B. C. se cometerá en Doncaster.

—A Cust no le ocurrirá nada. Su nombre no empieza por «D».

—La última vez pudieron asesinarle. Estaba en Churston cuando el otro asesinato.

—¿De veras? Es bastante coincidencia, ¿verdad? Supongo que la vez anterior no estaría en Bexhill.

Lily arqueó las cejas.

—Estaba fuera... Sí, recuerdo que estaba fuera porque olvidó su traje de baño. Mamá se lo tenía que zurcir. Al día siguiente dijo: « ¡Oh, el señor Cust se ha olvidado el traje de baño!», y yo repliqué: «No te inquietes por eso. En Bexhill se ha cometido un crimen horrible. Han estrangulado a una joven.»

—Pues si necesitaba su traje de baño es que iba junto al mar. Te digo, Lily —añadió con burlona seriedad—, ¿no será tu viejo huésped el propio asesino?

—¿El pobre señor Cust? Es incapaz de matar una mosca. Siguieron bailando alegremente, sin otra cosa en sus conciencias que el placer de estar juntos.

En sus subconscientes algo se agitaba...

Capítulo XXIII

Doncaster, 11 de septiembre

Doncaster!

Estoy seguro de que recordaré toda mi vida aquel 11 de septiembre. Por otra parte, siempre que veo u oigo algo relativo a Saint Leger, mí pensamiento vuela automáticamente, no a una carrera de caballo, sino a un asesinato.

Cuando recuerdo mis sensaciones, lo que predomina es una impresión de horrible impotencia. Estábamos allí: Poirot, yo, Clarke, Fraser, Megan Barnard, Thora Grey y Mary Drower. ¿Y qué pudo hacer ninguno de nosotros?

Edificábamos la vana esperanza de reconocer entre los anillares de asistentes a la carrera a un rostro que sólo uno de nosotros había visto.

Gran parte de la serenidad de Thora Grey había desaparecido a causa de la tensión de su espíritu. Sentada, estrujándose las manos. repetía casi llorando: