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—¿Lo ve? —dijo Franklin. Esto es lo que mi hermano sentía por ella. La tenia como a una hija. Lo que me apena es el hecho de que tan pronto como mi hermano ha muerto su esposa la ha echado de casa. ¡Las mujeres son realmente malas, señor Hércules Poirot!

—Recuerde que su cuñada está gravemente enferma. —Ya lo sé. Lo recuerdo muy a menudo. No se la debe

juzgar. De todas formas, creí que debía enseñarle a usted esta carta evitando que forme usted un falso juicio de Thora. ¡Pobre muchacha!

Poirot devolvió la carta.

—Puedo asegurarle —dijo sonriendo— que jamás me permití falsas impresiones a causa de lo que se me dice. Las formo de propios juicios.

—Bien —dijo Clarke, guardando la misiva—. De todas formas, me alegro de haberle mostrado la carta. Ahí vienen las señoras. Es hora ya de salir.

Al abandonar la estancia, Poirot me llamó aparte.

—¿Estás decidido a acompañar la expedición, Hastings? —me preguntó.

—¡Ya lo creo! ¡No podría quedarme aquí inactivo!

—Lo mismo que la del cuerpo, existe la inactividad de la mente. ¿Es verdad que deseas acompañar a una de las damas?

—Ésa es mi intención.

—¿Y a qué dama piensas honrar con tu compañía?

—Pues... aún no lo he pensado.

—¿Qué te parece la señorita Barnard?

—Me parece que es una joven bastante independiente.

—¿Y la señorita Grey?

—La creo preferible.

—Te encuentro transparentemente deshonesto, Hastings! ¡Desde que ha amanecido no has tenido otro deseo que pasar el día con tu rubio ángell

—¡Poirot I

—Siento echar por tierra tus proyectos. pero te suplico que escoltes a otra persona.

—Perfectamente Veo que siente— una gran debilidad por esa muñeca holandesa de Megan Barnard.

—La persona a quien debes acompañar en Mary Drower y te encargo que no te apartes de ella.

—Pero, ¿por qué, Poirot?

—Porque su nombre empieza con «D», amigo mío. No debemos correr riesgos.

Vi en seguida lo justo de su indicación. Al principio me pareció un poco exagerado su temor, pero comprendí inmediatamente que si A. B. C. odiaba a muerte a Poirot, podía estar perfectamente informado de sus movimientos. En este caso, la eliminación de Mary Drower podría parecerle un golpe maestro. Por ello me prometí ser digno de su fe.

Me marché, dejando a Poirot sentado junto a la ventana. Frente a él tenía una pequeña ruleta. En el momento en que yo salía la hizo rodar, y en seguida me llamó.

—Rojo es un buen presagio, Hastings. ¡La suerte cambia! ¿No te parece?

Capítulo XXIV

(Aparte del relato del capitán Hastings)

Entre dientes, el señor Leadbetter lanzó un gruñido de impaciencia cuando su vecino se puso en píe y vaciló un momento al pasar ante él, dejando caer su sombrero en el asiento frontero e inclinándose en seguida para recogerlo.

Todo esto es el momento culminante de «Ningún Gorrión», el espectacular y emocionante drama que desde hacía una semana el señor Leadbetter estaba ansiando ver.

La rubia heroína, encarnada por Katherine Royal (en opinión del señor Leadbetter la mejor actriz cinematográfica del mundo), lanzaba en aquel momento un grito de indignación.

—«¡Nunca! ¡Antes moriré de hambre! ¡Pero no desfalleceré! Recuerda estas palabras: Ningún gorrión cae...» Enfadado, el señor Leadbetter movió la cabeza de derecha a izquierda. ¡Qué gentes! ¡Por qué no pueden esperar el final de las películas! ¡Escoger un momento tan emocionante para abandonar la sala!

¡Ah, aquello ya era mejor! El molesto caballero ya había pasado. Al señor Leadbetter se le ofrecía una amplia perspectiva de la pantalla y de Katherine Royal de pie junto a la ventana de la mansión de Van Schneider en Nueva York.

La escena siguiente se desarrollaba en un tren. ¡Qué trenes más raros tienen en América! ¡No se parecen en nada a los ingleses!

—¡Ah!, allí aparecía Steve en su cabaña del bosque... La película siguió su curso hasta su emocionante final. El señor Leadbetter lanzó un suspiro de alivio cuando las luces se encendieron.

Se levantó lentamente, parpadeando un momento. Nunca se apresuraba a salir del cine. Le costaba unos minutos regresar a la prosaica realidad de la vida vulgar. Miró a su alrededor. Poco público aquella tarde, naturalmente. Todos estaban en las carreras. El señor Leadbetter no aprobaba las carreras de caballos, ni los juegos de naipes, ni el vicio de fumar o de beber. Esto le dejaba mayores energías para disfrutar de las películas.

Todos se apresuraron hacia la salida. El señor Leadbetter se dispuso a seguirles. El hombre sentado ante él estaba dormido, derrumbado en su butaca. El señor Lead-better contuvo difícilmente su indignación al pensar que existía gente capaz de dormirse con un drama como «Ningún Gorrión».

Un airado caballero decía al durmiente, cuyas piernas le cerraban el paso:

—¿Me hace el favor, señor?

El señor Leadbetter llegó a la salida. Miró hacia atrás. Parecía ocurrir algo. Un acomodador... un grupito de gente... Tal vez el espectador estaba borracho coma una cuba.

Vaciló un momento y al fin siguió adelante. Y haciendo esto se perdió la nota sensacional del día... Más sensacional que el hecho de que «Not Half» ganase la carrera de Saint Leger, pagándose las apuestas 85 a 1.

El acomodador estaba diciendo:

—Creo que tiene razón, señor... Está enfermó... Pero, ¿qué pasa?

El interrogado había retirado la mano derecha, lanzando una exclamación y contemplaba un. mancha rojiza.

—¡Sangre!

El acomodador lanzó una exclamación ahogada.

Había vislumbrado el borde de algo amarillo que aparecía debajo de la butaca.

—¡Dios santo! —exclamó—. Es una «A. B. C.»

Capítulo XXV

(Aparte del relato del capitán Hastings)

El señor Cust salió del cine Regal y miró al cielo. Una tarde hermosa. Una tarde realmente hermosa...

Una cita de Browning le acudió a la mente. «Dios está en su cielo. Todo va bien en el mundo.» Siempre le había gustado este pasaje. Sólo que a menudo le había parecido falso.

Siguió calle adelante sonriendo, hasta que llegó al «Cisne Negro». donde se hospedaba.

Subió a su cuarto, una pequeña y calurosa habitación del segundo piso con ventana a un patio interior que hacía las veces de cochera.

Al entrar en el aposento su sonrisa se desvaneció súbitamente. En la manga, cerca del puño, descubrió una manchita. La tocó levemente y retiró el dedo húmedo de... sangre.

Metió la mano en el bolsillo y sacó algo... un largo y fino cuchillo. La hoja estaba también manchada de sangre. El señor Cust permaneció sentado unos segundos. Hubo un momento en que su mirada recorrió la habitación. Parecía un animal acosado.

Se humedeció los labios febrilmente. —No es culpa mía —dijo.

Parecía disculparse ante alguien. Como un colegial ante su maestro.

De nuevo se humedeció los labios... Y de nuevo también tocó la mancha de su manga.

Su mirada se posó en el lavabo.

Un segundo después llenaba la palangana con el agua de una vieja ,jarra. Quitándose la americana, lavó cuidadosamente la manga, escurriendo un segundo el agua.