¡Oh! El agua estaba teñida de rojo. Una llamada a la puerta.
El hombre permaneció inmóvil, corno petrificado, fija la vista en la puerta.
Ésta se abrió. Una regordeta jovencita entró con una jarra en la mano.
—¡Oh, perdón, señor! El agua caliente.
—Muchas gracias... —pudo decir al fin—. Me he lavado con agua fría.
¿Por qué había dicho esto? Inmediatamente su mirada fue al lavabo.
—Me he... cortado en la mano —tartamudeó.
Hubo una pausa... sí, realmente una pausa muy larga, antes de que la criada dijera:
—Bien. señor —y salió, cerrando la puerta. El señor Cust se quedó como de piedra.
El fin había llegado. Escuchó.
¿Se oían voces... exclamaciones... pasos en la escalera? No pudo oír nada, excepto el latido de su corazón.
De pronto, abandonando su pétrea inmovilidad, se puso en movimiento.
Se puso la americana y dirigiéndose de puntillas a la puerta la abrió. Ningún ruido todavía. excepto el familiar murmullo que subía del bar. Se deslizo escalera abajo.
Nadie aún. Era una suerte. Hizo una pausa al pie de la escalera. ¿Por qué camino?
Tomando una decisión, se encaminó rápidamente hacia el patio, por un estrecho pasillo. Unos chóferes estaban de pie junto a sus coches, discutiendo sobre los caballos ganadores.
El señor Cust atravesó presuroso el patio y salió a la calle.
Torció a la derecha, luego a la izquierda, de nuevo a la derecha.
¿Se atrevería a arriesgarse yendo a la estación?
Sí, el lugar estaría lleno de gente... trenes especiales... Si la suerte le acompañaba, lo llevaría a cabo felizmente. Si por lo menos le acompañara la suerte...
Capítulo XXVI
(Aparte del relato del capitán Hastings)
El inspector Crome escuchaba las nerviosas explicaciones del señor Leadbetter.
—Le aseguro, señor inspector, que el corazón se me detiene al pensarlo. ¡Durante todo el programa estuvo sentado junto a mí!
Indiferente por completo a las dolencias del corazón del señor Leadbetter. el inspector Crome dijo:
—¿Quiere explicarse con claridad? El hombre en cuestión se levantó hacia el final de la película larga...
—«Ningún Gorrión», Katherine Royal —murmuró automáticamente el señor Leadbetter.
—Pasó ante usted y tropezó.
—Hizo ver que tropezaba, ahora lo comprendo Luego se inclinó sobre el asiento de delante para recoger su sombrero. Entonces debió de apuñalar al pobre hombre.
—¿No oyó nada? ¿Ningún grito? ¿O un gemido? ¿Ni un suspiro?
El señor Leadbetter no había oído otra cosa que los lamentos de Katherine Royal, mas en su viva imaginación invento un gemido.
El inspector Crome valoró el gemido en su justo precio e indicó al señor Leadbetter que podía continuar.
—X entonces salió...
—¿Puede describirlo?
—Era un hombre muy alto. Un metro ochenta, al menos. Un gigante.
—¿Rubio o moreno?
—Pues... pues.. No estoy seguro. Creo que era calvo. Un hombre de aspecto siniestro.
—¿No cojeaba?
—Sí, sí... Ahora que lo dice creo que cojeaba. Era muy moreno. Sin duda un mestizo.
—¿Estaba sentado junto a usted cuando se encendieron las luces antes de la película larga...?
—No, vino después de haber empezado «Ningún Gorrión».
El inspector Crome asintió, tendiendo al señor Leadbetter su declaración para que la firmase.
—Sería difícil encontrar un testigo peor —hizo notar el inspector——. No diría ni una palabra si no le empujara. Es clarísimo que no tiene la menor idea del aspecto de nuestro hombre. Interroguemos inmediatamente al acomodador.
El acomodador, muy erguido, se detuvo ante el coronel Anderson.
—A ver. Jameson. oigamos su historia. Jameson se inclinó.
—Bien, señor. Al final del espectáculo me dijeron que había un señor enfermo El señor estaba caído en su butaca. Le rodearon otros caballeros El señor me pareció estar muy enfermo. Uno de los que le rodeaba me señaló la mancha de la chaqueta. Estaba manchada de sangre. Era indudable que estaba muerto, apuñalado. Me llamaron la atención sobre una guía de ferrocarriles «A. B. C.» que estaba debajo de la butaca. Deseando obrar correctamente no toqué nada y avisé en seguida a la policía.
—Muy bien, Jameson; obró cuerdamente. —Muchas gracias.
—¿Se fijó si algún hombre salía del cine unos cinco minutos antes de terminar el programa?
—Hubo varios, señor.
—¿Puede describírnoslos?
—Imposible, señor. Uno era el señor Geoffrey Farnell y otro un joven llamado San Baker, con su novia. No reconocí a nadie más.
—¡Qué lástima! Nada más, Jameson.
—Bien, señor —y el acomodador saludó y se retiró.
—Ya tenemos los detalles médicos —dijo el coronel Anderson—. Será mejor que hablemos con el hombre que encontró el cadáver.
Un policía entró, saludando.
—El señor Hércules Poirot y otro caballero —anunció. El inspector Crome frunció el ceño.
—Bien, creo que será mejor que los recibamos.
Capítulo XXVII
El asesino de Doncaster
Al entrar detrás de Poirot escuché las últimas palabras de Crome.
Tanto él como Anderson parecían hondamente preocupados.
El coronel nos saludó con un movimiento de cabeza.
—Me alegro de que haya usted venido, señor Poirot —dijo cortés—. Ya estamos en otro apuro.
—¿Otro crimen de A. B. C.?
—¡Sí! Ha sido un trabajo condenablemente audaz. El hombre se inclinó sobre su víctima y le apuñaló.
¿Esta vez intervino el cuchillo?
—Sí. Varía de método... Mire, aquí tenemos los detalles del forense.
Mostró un papel a Poirot.
—A los pies del muerto había una guía de ferrocarriles «A. B. C.» —añadió.
—¿Ha sido identificado el muerto? —preguntó el coronel.
—Sí. Esta vez A. B C. ha cometido un error... si es que ello puede satisfacernos. El muerto se llama George Earlsfield, y era peluquero.
—Es curioso —contestó Poirot.
—Tal vez haya confundido la letra —sugirió el coronel. Mi amigo movió dubitativamente la cabeza.
—¿Hacemos pasar al siguiente testigo? —.preguntó Crome—. Está deseando marchar a su casa.
—Sí, sí; que entre.
Un hombre de mediana edad. un duplicado casi exacto de la rana, criado de Alicia en el País de las Maravillas, entró en la estancia. Estaba muy emocionado y hablaba con perceptible temblor.
—Es la aventura más terrible que me ha ocurrido —dijo—. Tengo el corazón muy débil; pude haber sido yo el asesinado.
—Su nombre, haga el favor —dijo el inspector.
—Roger Emmanuel Dowues.
—¿Profesión?
—Maestro de la Highfield Sehool.
—Señor Dowues, tenga la bondad de explicarnos, a su manera, lo ocurrido.
—Se lo contaré en muy poco tiempo, señores. Al acabar la película me levanté. La butaca de mi izquierda estaba desocupada. En la inmediata se sentaba un hombre aparentemente dormido. Me era imposible salir al pasillo, pues sus piernas me cerraban el paso. Le rogué que las apartase. Como no se movió, repetí la demanda un poco más fuerte. Siguió sin hacerme caso. Entonces le toqué el hombro para despertarle, y se desplomó hacia delante. Supuse que había perdido el sentido y exclamé: «¡Este señor está enfermo!» Se acercó el acomodador y al retirar yo la mano del hombro del señor aquél, noté que estaba manchada de sangre... Entonces me di cuenta de que lo habían apuñalado. En el mismo instante alguien descubrió una guía «A. B. C.». ¡Les aseguro que aún no sé cómo no caí muerto en el acto! Hace años que sufro del corazón.