—¡No sabemos nada! Conocemos el sitio donde nació. Sabemos que luchó en la guerra, siendo herido ligeramente en la cabeza. Sabemos también que durante dos años se hospedó en casa de la señora de Marbury; que era apacible y sencillo; la clase de hombre en quien nadie se fija. Sabemos que ideó y llevó a cabo un intenso y eficiente esquema del crimen sistematizado. Sabemos también que mató salvaje y despiadadamente. Sabemos que era lo bastante bueno para no dejar que se acusara a ninguna otra persona de los crímenes que él cometía. Si deseaba matar sin ser molestado, ¡cuán fácil era cargar sus culpas sobre otros! ¿Te das cuenta de que el hombre es una masa de
contradicciones? Estúpido y listo; despiadado y magnánimo... y debe existir forzosamente algún factor dominante que concilie sus dos naturalezas.
—Desde luego, si le tratas como un estudio psicológico.
—¿Qué otra cosa ha sido este caso desde el principio? He tratado de abrirme paso entre las sombras, procurando conocer al asesino. ¡Y ahora comprendo, Hastings, que no lo conozco en absoluto!
—Tal vez el ansia de ser famoso... —empecé.
—Sí, eso puede explicar algo..., pero no me satisface. Hay cosas que deseo conocer. ¿Por qué cometió esos asesinatos? ¿Por qué escogió a sus víctimas?
—Por el orden alfabético.
—¿Era Betty Barnard la única persona en Bexhill cuyo nombre empezaba con «B»? En lo de Betty Barnard tengo una idea... Podría ser cierta... ¡Debe de serlo! Pero si no...
Calló durante unos segundos, no quise interrumpirle. No sé cómo ocurrió, pero el caso fue que me quedé dormido.
Me despertó la presión de la mano de Poirot sobre el hombro.
—Mon cher Hastings —dijo, afectuoso—. Mi genio bueno. Me confundió esta súbita manera de aprecio.
—Es verdad —insistió Poirot—. Siempre... siempre me ayudas. Me traes suerte. Me inspiras.
—¿Cómo te he inspirado esta vez? —inquirí.
—Mientras me hacían ciertas preguntas he recordado una observación. tuya... una observación resplandeciente en su clara visión. ¿No te he dicho más de una vez que eres un genio descubriendo lo evidente? Es lo evidente, lo palpable, lo obvio. lo que yo he descuidado.
—¿Cuál es esa brillante observación mía? —pregunté.
—Lo hace todo tan diáfano como el cristal. Veo las respuestas a todas mis preguntas El motivo del asesinato de
la señora Ascher (éste, en realidad, hace tiempo que lo descubrí). El motivo del asesinato de sir Carmichael Clarke, el motivo del crimen de Doncaster, y por fin, y esto es lo más importante, el motivo de Hércules Poirot.
—¿Quieres hacer el favor de explicarte? —pedí. —No es aún tiempo. Antes necesito algunos informes complementarios, que podrá proporcionarme nuestra Le-gión Especial. Y después, cuando reciba la respuesta a de— terminada pregunta, iré a ver a A. B. C. Al fin nos enfrentaremos... A. B. C. y Hércules Poirot... los adversarios. —¿Y luego?
—Luego hablaremos. Je t'assure, Hastings, que para aquel que algo tiene que esconder, ¡nada hay tan peligroso como una conversación! La conversación, como me dijo una vez un sabio francés, es un invento del hombre para impedir pensar. Es también un medio infalible para descubrir lo que desea ocultar. Un ser humano, Hastings, no puede resistir la posibilidad que de revelarse y expresar su personalidad le ofrece la conversación.
—¿Qué esperas que te diga, Cust?
—¡Una mentira! —dijo—. ¡Y por ella hallaré la verdad!
Capítulo XXXII
Y coger una zorra
Durante los días siguientes Poirot estuvo muy ocupado. Se ausentó misteriosamente, habló muy poco. Se pasó horas enteras con el ceño fruncido, y constantemente se negó a satisfacer mi natural curia sídad acerca de la claridad de visión que, según él, había demostrado tiempo atrás.
No fui invitado a acompañarle en sus misteriosas idas y venidas, cosa que me disgustó sobremanera.
Sin embargo, hacia el final de la semana, anunció su intención de visitar Bexhill y sus alrededores y sugirió que yo podía acompañarle. No es necesario decir que acepté con presteza.
Más tarde descubrí que la invitación no se me había hecho a mí solo, extendiéndose a los miembros de nuestra Legión Especial.
Estaban tan interesados como yo. Sin embargo, por la tarde me di cuenta de la dirección tomada por los pensamientos de mi compañero.
Su primera visita fue hecha a los señores Barnard, quienes le hicieron un relato exacto de la hora en que Cust fue a visitarlos, de cuánto les dijo. Después fue al hotel donde se hospedó Cust y se enteró concienzudamente de la hora en que se había marchado. Por lo que pude juzgar, sus preguntas no dieron poro resultado nada nuevo, pero mi amigo parecía muy satisfecho,
Luego fuimos a la playa, al lugar donde se descubrió el cadáver de Betty Barnard. Allí dio varias vueltas estudiando atento el sitio. No comprendí lo que buscaba, pues el lugar quedaba cubierto dos veces al día por la marea.
No obstante, nuestra antigua amistad me había demostrado que por muy incomprensible que fueran, las acciones de Poirot siempre eran dictadas por una idea.
De la playa fue al sitio más próximo donde podía dejarse un automóvil. Desde allí encaminóse a la parada de los autobuses de Bexhill a Eastbourne, Por fin nos llevó al café Ginger, donde Milly Higley nos sirvió un té ya pasado.
—¡Las piernas de las inglesas son siempre demasiado delgadas! —dijo Poirot, dirigiéndose a la regordeta camarera——. Pero usted, señorita, tiene las piernas perfectas.
Milly Higley rió, confusa, el piropo, y pidió a Poirot que no continuara. Sabía muy bien cómo eran los caballeros franceses.
Mi compañero no se molestó en sacarla de su error acerca de su verdadera nacionalidad, y continuó requebrándola de una manera que me llenó de confusión.
—Voila —dijo de pronto—. Ya he terminado en Bexhill. Ahora iré a Eastbourne. Se trata sólo de una pequeña investigación... eso es todo. No es necesario que me acompañen todos. Entretanto, volvamos al hotel, a tomar unos combinados. El té era horrible.
Clarke añadió:
—Creo que todos suponemos lo que está usted tratando de conseguir Se trata de echar por tierra la coartada del asesino. Pero no comprendo su satisfacción. No ha descubierto nada nuevo,
—No, realmente.
—¿Y pues?
—Paciencia. Todo se arreglará con el tiempo.
—Parece usted muy contento de sí mismo.
—Hasta ahora nada ha echado por tierra la idea que yo me he formado —y con acento más serio, añadió—: Mi amigo Hastings me dijo un día que cuando era niño jugaba a un juego llamado «La verdad». Se trata de un pasatiempo en el cual se hacen por turnos a cada uno tres preguntas. A dos de ellas se debe contestar con la verdad. A la tercera se puede mentir. Las preguntas son, naturalmente, de la índole más indiscreta. Al empezar a jugar todos han de prometer decir la verdad, toda la verdad, y nada más que la verdad.
Hizo una pausa.
—Bien —dijo Megan.
—Eh bien, deseo jugar a «La verdad»; pero no será necesario hacer tres preguntas. Con una habrá suficiente. Una pregunta a cada uno de ustedes.
—Contestaremos a cuantas nos pregunte —aseguró Clarke.
—Les advierto que se trata de algo muy serio. ¿Juran ustedes decir la verdad?
Había tanta solemnidad en su voz que los demás, desconcertados, juraron, muy serios, de acuerdo con la demanda de mi amigo.
—Bon, empecemos —dijo Poirot.
—Estoy dispuesta —sonrió Thora Grey.
—No. En esta ocasión sería una falta de cortesía interrogar a las damas. Empezaremos por un hombre.
Se volvió hacia Franklin Clarke.
—¿Qué piensa usted, querido señor Clarke, de los sombreros que las señoras llevaron este año en Ascott? Franklin Clarke, le miró asombrado.