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—¿Se trata de una broma? —Le aseguro que no.

—¿Se trata de una pregunta en serio?

—Si.

Clarke esbozó una sonrisa.

—Bien, señor Poirot, no fui a Ascott, mas por lo que vi en los autos que allí se dirigían, los sombreros que se llevaron en Ascott fueron más ridículos que los de antes. —¿Fantásticos?

—Completamente fantásticos.

Poirot sonrió y volvióse hacia Donald Fraser:

—¿Cuándo tuvo sus vacaciones este año? —preguntó. Le tocó asombrarse al joven.

—¿Mis vacaciones...? Pues en la primera quincena de agosto.

De pronto su rostro se contrajo. Supongo que la pregunta extraña trajo a su memoria el recuerdo de la mujer que amó.

Poirot no pareció prestar gran atención a la respuesta. Volvióse hacia Thora Grey y noté una leve variación en su voz. Se había hecho más tensa. Su pregunta brotó clara y vibrante. .

—Señorita: en el caso de que la señora Clarke hubiera muerto, ¿se habría casado con el señor Carmichael si él se lo hubiese pedido?

La joven se irguió, muy pálida:

—¿Cómo se atreve a hacerme esa pregunta? ¡Es... es un insulto!

—Tal vez. Pero usted ha jurado decir la verdad. Eh bien... ¿Sí o no?

—Sir Carmichael era muy bondadoso conmigo. Me trataba como a una hija. Y así era mi afecto hacia él, como el de una hija lleno de gratitud.

—Perdone, pero eso no es contestar «si» o «no», mademoiselle.

La joven vaciló.

—¡Mi contestación es, desde luego, no!

—Muchas gracias, mademoiselle.

Volvióse hacia Megan Barnard. La muchacha estaba muy pálida. Respiraba fatigosamente, como si se dispusiera a hacer algo muy difícil.

La voz de Poirot sonó como un latigazo

—Mademoiselle: ¿cuál desea usted que sea el resultado de mis constantes investigaciones? ¿Desea o no que descubra la verdad?

Megan Barnard levantó altiva la cabeza. Yo estaba seguro de su contestación, Megan sentía una gran pasión por la verdad.

Su respuesta llegó clara y desconcertante:

—¡No!

Todos la miramos sobresaltados. Poirot se inclinó hacia ella, estudiando su rostro.

—Mademoiselle Megan —dijo—. Tal vez no desee usted decir la verdad, pero ma toi. ¡la dice!

Volvíóse hacia al puerta y de pronto, deteniéndose, volvióse hacia Mary Drower.

—Dígame, mon enfant, ¿tiene usted novio?

—Oh, señor Poirot... no estoy segura.

—Alors c'est bien, mon enfant —sonrió Poirot, buscándome con la mirada—. Vamos, Hastings, tenemos que salir hacia Eastbourne.

El auto nos esperaba y al poco rato estábamos en la carretera que, bordeando la costa, conduce por Prevensey a Eastbourne.

—¿Servirá de algo práctico hacerte unas cuantas preguntas?

—No es aún el momento. Saca tus propias conclusiones, como hago yo.

—Esto me decidió a seguir callando.

Poirot, que parecía muy satisfecho de sí mismo, tarareaba una canción. Cuando llegamos a Prevensey, indicó que podríamos detenernos y visitar el castillo.

Cuando volvíamos hacia el auto nos detuvimos un momento para observar un coro de niñas que cantaba con muy poca armonía,

—¿Qué dicen, Hastings? No entiendo en absoluto las palabras.

Escuché atentamente, hasta entender el estribillo.

Y coger una zorra

y meterla en una jaula

y no dejarla escapar nunca

—Y coger una zorra, y meterla en una jaula, y no dejarla escapar nunca —repitió Poirot, cuyo rostro se había ensombrecido súbitamente—. Es algo muy terrible eso, Hastings —calló durante unos segundos—. ¿Cazáis la zorra aquí?

—Yo no, Nunca he podido hacerlo. Por otra parte, no creo que aquí se cace mucho.

—Me refiero a Inglaterra. Un deporte bien extraño. Los sabuesos persiguiendo a la zorra, que a veces logra burlarlos. Y detrás los cazadores, sin correr el menor peligro, Al fin los perros alcanzan a la zorra, que muere rápida y horriblemente.

—Reconozco que parece cruel, pero en realidad...

—¿La zorra disfruta? No digas bétises, amigo mío. Tout de meme... es mejor eso... La muerte rápida y cruel, que lo que cantan esos niños.

«Estar encerrado siempre en una jaula ...» No, esto no es agradable.

Movió la cabeza; después, cambiando de tono, añadió: —Mañana iré a visitar a Cust —y dirigiéndose al chófer, ordenó—: A Londres.

—¿No vamos a Eastbourne? —pregunté.

—¿Para qué? Sé cuanto necesito.

Capítulo XXXIII

Alexander Bonaparte Cust

No me hallé presente en la entrevista entre Poirot y el extraño Alexander Bonaparte Cust. Debido a su intimidad con la policía y lo peculiar del caso. Poirot no encontró ninguna dificultad en obtener del Ministerio de Estado un permiso Pero este permiso no me incluía a mi, pues Poirot deseaba que la entrevista entre él y Cust fuera totalmente privada.

No obstante, más tarde me hizo una exposición tan detallada de lo que pasó entre ellos, que traslado al papel con la misma seguridad que si me hubiera hallado presente.

El señor Cust parecía abrumado. Su encorvamiento era más perceptible.

Poirot permaneció callado durante unos minutos.

Se sentó y contempló atento al hombre que tenía en frente.

El ambiente se hizo apacible. suave, Debió ser un momento dramático el del encuentro de los dos adversarios en el largo drama. En el lugar de Poirot yo hubiera notado la grandeza del instante

Pero mi amigo sólo pensaba en causar algún efecto en el hombre que tenia ante él

—¿Sabe usted quién soy yo? —preguntó al fin Cust negó con la cabeza

—No, a menos que sea usted el... ¿Cómo se llama? ¡Ah, sí! El pasante del señor Lucas —su acento era cortés, pero el hombre no parecía nada interesado, y sólo absorto en alguna abstracción interna.

—Soy Hércules Poirot... —el detective pronunció estas palabras con toda claridad, aguardando el efecto que debían producir en su interlocutor.

Este levantó ligeramente la cabeza.

—¿De veras?

Lo dijo con la misma naturalidad del inspector Crome, mas sin su altivez.

Al cabo de unos segundos repitió su observación.

—¿De veras? —y esta vez el tono había variado, conteniendo un interés súbitamente despierto. Levantó la cabeza y miró a Poirot.

—Sí —dijo—. Soy el hombre a quien escribió usted las cartas.

En seguida se rompió el contacto. El señor Cust bajó la mirada y exclamó irritado:

—¡Jamás le he escrito a usted! Esas cartas no fueron escritas por mí. ¡Lo he dicho un sinfín de veces!

—Ya lo sé —dijo Poirot—. Pero si no las escribió usted, ¿quién lo hizo?

—Un enemigo. Debo de tener un enemigo. Todos contra mí. Es una gigantesca conspiración.

Poirot no replicó, y Cust prosiguió:

—Todas las manos han estado contra mí... siempre.

—¿Hasta cuando era niño?

—No... entonces, no. Mi madre me quería mucho. Mas era ambiciosa... muy ambiciosa. Por eso me puso esos ridículos nombres. Tenía la absurda idea de que yo sería famoso en el mundo. Siempre me acuciaba para que destacase... hablándome de la voluntad... diciéndome que cada uno es dueño de su destino... ¡Decía que yo podía conseguirlo todo!

Calló durante unos segundos.

—Estaba equivocada, desde luego. Yo mismo lo pude comprobar muy pronto. No era de los que triunfan en la vida. Siempre estaba haciendo locuras, poniéndome en ridículo. Y además, era tímido, me asustaba de la gente. En la escuela pasé muy malos ratos, pues mis compañeros se burlaban constantemente de mis nombres... No pude distinguirme en los estudios ni en los juegos.

Movió la cabeza.

—Suerte que mi pobre madre murió. Se hubiera sentido defraudada... Hasta cuando estudiaba en el Colegio Comercial era un estúpido... El aprender a escribir a máquina y la taquigrafía me llevaron mucho más tiempo que a los demás. Y a pesar de todo, no me sentía estúpido... ¡No sé si me comprenderá como quisiera... —y dirigió una anhelante mirada a Poirot.