—Ese no es más que el principio.
Capítulo IV
La señora Ascher
En Andover nos recibió el inspector Glen, hombre alto. delgado, de cabello abundante y sedoso y agradable sonrisa.
Para mejor comprensión de todo, creo que es preferible que haga un breve resumen del suceso.
El crimen fue descubierto por el agente Dover, a la una de la mañana del 22 de junio. Cuando durante su ronda empujó la puerta del estanco, para comprobar si estaba cerrada, con profunda sorpresa la halló abierta. Entró en la tienda y su primer pensamiento fue que la casa se hallaba vacía. Sin embargo, al dirigir al mostrador el haz luminoso de su linterna, descubrió el cuerpo de la vieja. Cuando llegó el forense, dictaminó que la mujer había muerto de un fuerte golpe en la nuca, sin duda en el momento en que estaba inclinada buscando un paquete de cigarrillos en el estante de debajo del mostrador. La muerte debió de ocurrir ocho o nueve horas antes del descubrimiento del crimen.
—Las investigaciones subsiguientes —exclamó el inspector— nos han permitido establecer con bastante seguridad la hora del asesinato. Se ha presentado a declarar un hombre que a las cinco y media entró en el estanco a comprar tabaco. Otro que entró con el mismo objeto a las seis y cinco ha declarado que no vio a nadie en la tienda y supuso que la propietaria había salido. Esto hace suponer que el asesinato ocurrió entre cinco? media y seis y cinco. Hasta ahora no he podido encontrar a nadie que haya visto a Ascher cerca del estanco, pero, desde luego, todavía es pronto. A las nueve estaba en la taberna de Las Tres Coronas, completamente borracho. Le buscamos como sospechoso.
—¿Vivía con su mujer? —preguntó Poirot.
—No, se separaron hace algunos años. Ascher es alemán. Hubo un tiempo en que fue camarero, pero se echó a la bebida y fue perdiendo todos los empleos que conseguía. Su mujer se puso a servir Su último empleo fue como cocinera y ama de llaves en casa de la anciana señora Rose. Parte de lo que ganaba lo entregaba a su marido para verse libre de él, pero nunca lo consiguió, pues siempre estaba importunándola con peticiones de dinero y dando escenas en las casas donde trabajaba su mujer. Éste fue el motivo de que ella aceptase el empleo en casa de la señora Rose, situada en pleno campo, a unos seis kilómetros de Andover. Así, el marido no la podía molestar tan a menudo. Cuando la señora Rose murió dejó un pequeño legado a su cocinera, cosa que permitió a ésta abrir el estanco. No se trataba de un establecimiento importante: sólo vendía tabaco barato y periódicos. Con lo que sacaba la buena mujer iba viviendo. Ascher la estaba importunando cons-tantemente, y de cuando en cuando, para librarse de él, le daba algún dinero, unos quince chelines semanales.
—¿Tenían hijos? —preguntó Poirot
—No. Sólo una sobrina. Trabajaba como doncella en Overton. Es una joven muy inteligente.
—¿Y dice usted que ese hombre amenazaba a su mujer?
—Sí. Cuando estaba borracho era algo terrible. ¿Qué edad tenía la mujer?
—Unos sesenta años. Era muy respetable y trabajadora.
—¿Cree usted que ese Archer es el asesino, señor inspector? —preguntó gravemente Poirot.
El inspector, algo intrigado por la pregunta, carraspeó.
—Es aún demasiado pronto para decirlo, señor Poirot. Antes quiero que Franz Archer me dé cuenta de cómo pasó la tarde de ayer. Si logra explicarse satisfactoria-mente le dejaremos en libertad. De lo contrario...
Y el inspector hizo una interrogadora pausa.
—¿Falta algo en la tienda? —preguntó Poirot.
—Nada. Ni siquiera el dinero de la caja. No se encontró la menor señal de robo.
—¿Cree usted que Archer entró en el estanco, exigió dinero a su mujer y cuando ésta se negó la mató a golpes? —siguió pensando Poirot.
—Parece lo más probable. Pero debo confesarle que me gustaría echarle otro vistazo a esa extraña carta que recibió usted. He estado pensando que tal vez la escribiera el misma Ascher.
Poirot hizo lo que le pedía el inspector y éste leyó atentamente el anónimo.
—No, parece que Ascher —murmuró frunciendo el ceño—. No creo que él hubiese escrito «nuestros policías», pues es alemán. Podría ser un alarde de agudeza del que no le creo capaz. Además, ese hombre es un puro temblor. Le hubiera sido totalmente imposible escribir una carta así, sin ninguna falta. No deja de ser extraño el hecho de que se mencione la fecha veintiuno del corriente, por eso podría ser una simple coincidencia.
—Sí, desde luego.
—Pero a mí esas coincidencias no me gustan, señor Poirot. Es demasiado...
El inspector permaneció callado durante unos instantes, frunciendo el ceño.
—A. B. C. ¿Quién puede ser es A. B. C.? Veremos si Mary Drower (ésa es la sobrina) puede ayudarnos. Antes de leerla pensé que esa carta que recibió usted, señor Poirot sería de Ascher.
—¿Sabe usted algo del pasado de la señora Ascher?
—Era de Hamsphire Sirvió en Londres, donde conoció a Ascher v se casó con él. Durante la guerra debieron de pasarlo bastante mal a causa de la nacionalidad del marido. En el año mil novecientos veintidós se separó de él y se vino aquí. Ascher logró enterarse y la siguió, abrumándola con peticiones de dinero —un policía entró en la habitación—. ¿Qué ocurre, Briggs?
—Afuera está Ascher.
—Está bien; hazle pasar. ¿Dónde le habéis encontrado?
—Escondido en un vagón de la estación.
—Bien, bien Que entre.
Franz Ascher era un hombre de aspecto lamentable. Un convulsivo temblor agitaba su cuerpo y sus ojos se movían inquietos en las órbitas.
—¿Qué quieren de mí? —preguntó—. No he hecho nada. ¡Es una vergüenza y un escándalo eso que hacen conmigo! ¿Cómo se atreven a traerme aquí? —sus modales cambiaron bruscamente—, No, no he querido decir eso. Ustedes no serán malos conmigo. Todo el mundo se porta mal con el pobre Franz Ascher. Soy un viejo.
Y el hombre rompió en sollozos.
—Vamos, Ascher, calla ya —dijo el inspector—. Aún no te he acusado de nada. Eres libre de declarar o callarte. Además, sí no tienes nada que ver con el asesinato de tu mujer...
—¡Yo no la he matado! —chilló el alemán—. ¡No la he matado! ¡Todo eso no son más que mentiras! ¡Loe ingleses son todos unos cerdos que se han puesto de acuerdo contra mí...! ¡Jamás se me ocurrió matarla!
—Sin embargo, muchas veces la amenazaste.
—No, no. Usted no lo comprende. Era sólo una broma... una broma entre Alice y yo. Ella ya lo comprendía.
—¡Pues era una broma un poco rara! ¿Tienes inconveniente en decirnos dónde estabas ayer tarde?
—Se lo diré todo. No me acerqué a Alice. Estuve con unos amigos en la taberna de Las Siete Estrellas. Luego fuimos a la del Perro Rojo...
El afán de explicarse le hacía tartamudear.
—Dick Willows estaba conmigo, y también nos acompañó el viejo Curdie, George y Platt y no sé cuántos más, Les aseguro que yo no me acerqué a Alice. ¡Dios mío, les estoy contando la pura verdad!
—Briggs, llévese a este hombre —ordenó el inspector—. Queda detenido como sospechoso.
Cuando el viejo salió del despacho y sus gritos se hubieron apagado, el policía murmuró:
—No sé qué pensar. De no ser por la carta, creería que era el asesino.
—¿Qué hay de los hombres que ha citado como testigos?
—Lo peor del pueblo. Ninguno de ellos vacilaría en jurar en falso No dudo que pasara con ellos la mayor parte de la tarde. Todo depende de que alguien le haya vista cerca del estanco entre las cinco y media y las seis.
Poirot movió pensativo la cabeza.
—¿Está usted seguro de que no desapareció nada de la tienda?
El inspector se encogió de hombros.
—Es posible que hayan desaparecido algunos paquetes de cigarrillos, pero por eso no se comete un asesinato de esta índole.
—¿Y no había algo... cómo podríamos llamarlo? ¿Algo incongruente, impropio del lugar?
—Una guía de ferrocarril fue lo que se encontró.
—¿Una guía de ferrocarril?
—Sí. Estaba abierta y colocada boca abajo en el mostrador. Parecía como si alguien hubiera estado consultando los trenes que salen de Andover. Quizá la vieja o algún cliente
—¿Vendían guías en el estanco?
El inspector movió la cabeza negativamente.
—Vendía guías pequeñas, parciales, pero la que encontramos era de las completas. Aquí en el pueblo sólo las venden en casa de Smith y en la estación.
Los ojos de Poirot se iluminaron. Inclinándose hacia delante preguntó:
—¿Era una «Bradshaw» o una «A. B. C.»?
Los ojillos del inspector se iluminaron también.
—¡Por Dios misericordioso! —exclamó Japp—. Era una «A. B. C.».