»De pronto recibe la orden de ir a Doncaster. »¡Doncaster! ¡Y su próximo crimen de A. B. C. debe tener lugar en Doncaster! Sin duda debió de quedar con-vencido de que era el Destino. Perdió el dominio de sus pobres nervios, cree que su patrona le mira suspicazmente y le dice que va a Cheltenham.
»Va a Doncaster, porque es su deber. Por la tarde va al cine. Es posible que se adormilase durante varios minutos. »Imaginen su reacción cuando al volver a su posada descubre que hay sangre en la manga de su americana y un cuchillo ensangrentado en el bolsillo. Todas sus vagas suposiciones se convierten en certidumbre.
»;B1, él en persona es el asesino! Recuerda sus dolores de cabeza... sus pérdidas de memoria. Está seguro de la verdad: él, Alexander Bonaparte Cust, es un loco homicida.
»Después de esto su conducta es la de un animal perseguido. Regresa a su hospedaje de Londres. Allí está seguro. Todos creen que ha estado en Cheltenham. Aún conserva encima el cuchillo, cosa bien estúpida. Lo oculta detrás del perchero del recibidor.
«De pronto, un día se le avisa que la policía va a buscarle. ¡Es el final! ¡Ha sido descubierto!
»El animal perseguido emprende su última carrera... »No sé por qué fue a Andover, tal vez el mórbido deseo de visitar el sitio donde se cometió el crimen. El crimen cometido por él aunque no puede recordar nada de él... »No tiene dinero y sus pies le conducen por su propia voluntad a la delegación de Policía.
»Pero hasta un animal acorralado lucha. El señor Cust está convencido de ser el criminal, pero se afirma fuertemente en sus declaraciones de inocencia. Y se agarra, desesperado, a la coartada del segundo asesinato. Por lo menos, la muerte de Betty Barnard no se le puede cargar.
»Como he dicho, cuando le vi comprendí en seguida que no era el asesino y que mi nombre no le decía nada. Comprendí también que creía ser el asesino.
»Cuando me confesó su culpabilidad estuve más seguro que nunca de que mi teoría era justa.
—¡Su teoría es absurda! —exclamó Franklin Clarke. Poirot negó con la cabeza.
—No, señor Clarke. Usted estaba seguro mientras nadie sopechase de usted. En cuanto llegara ese momento, las pruebas serían fáciles de obtener.
—¿Pruebas?
—Sí. En su armario de Combeside he encontrado el bastón que le sirvió para cometer los crímenes de Andover y Churston. Un bastón corriente, con puño de bola. Una parte de la bola había sido vaciada y en el agujero se vertió plomo derretido. Su fotografía fue señalada entre otras doce por dos personas que le vieron salir del cine, cuando se le suponía a usted en el hipódromo de Doncaster. El otro día Milly Higley le identificó y una muchacha de Scarlet Ronner Roadhouse, donde llevó a Betty Barnard la noche fatal, también le reconoció. Y por fin, y esto es lo peor para usted, olvidó una precaución elemental. Dejó una huella dactilar en la máquina de escribir de Cust, la máquina que, si usted fuese inocente, jamás habría tocado.
Clarke permaneció inmóvil unos segundos, y al fin dijo:
—Rouge, impair, manque! ¡Usted gana, señor Poirot! ¡Pero valía la pena exponerse!
Con un movimiento rapidísimo empuñó una pequeña automática y se la llevó a la cabeza.
Lancé un grito e involuntariamente me encogí, esperando la detonación.
Pero no se oyó un disparo. El percutor cayó en el vacío. La pistola estaba descargada.
Clarke miró asombrado el arma y lanzó una exclamación ahogada.
—No, señor Clarke —dijo Poirot—. Debía haber notado que hoy tengo un criado nuevo, un amigo mío, experto en el arte de robar. Le quitó la pistola y la descargó, devolviéndola, sin que usted se diera cuenta de ello.
—¡Maldito extranjero! —dijo Clarke, rojo de rabia.
—Lo comprendo, señor Clarke. Mas usted no ha de tener una muerte fácil. Le dijo al señor Cust que se había librado milagrosamente de morir ahogado. ¿Sabe lo que eso significa? Pues que nació para otra clase de muerte.
—¡Mal ...!
Las palabras fallaron a Franklin Clarke. Palideció intensamente y apretó los puños.
Dos agentes de Scotland Yard salieron de la habitación inmediata. Uno de ellos era Crome. Avanzó, pronunciando las palabras obligadas en aquel caso:
—Le advierto que cuanto diga podrá ser utilizado como prueba.
—Ya ha dicho bastante ——murmuró Poirot. Y dirigiéndose a Clarke, añadió—: Usted se siente lleno de una superioridad insular, pero yo no considero el suyo un crimen inglés. No es insular, no es deportivo.
Capítulo XXXV
Epílogo
Siento tener que decir que cuando la puerta se cerró detrás de Franklin Clarke, me eché a reír.
—Es porque le has dicho que su crimen no ha sido deportivo —dije.
—Y así es. Era abominable no tanto el asesinato de su hermano, sino la crueldad con que condenaba a un desgraciado a una muerte en vida. Coger una zorra, encerrarla en una jaula y no soltarla jamás. ¡Esto no es deporte! Megan Barnard lanzó un hondo suspiro.
—No puedo creerlo... No puedo. ¿Es verdad?
—Sí, mademoiselle. La pesadilla ha terminado. Poirot se volvió hacia Fraser.
—Mademoiselle Megan tenía un miedo terrible de que fuera usted el autor del segundo asesinato.
—Hubo un tiempo en que yo mismo lo creí —murmuró Donald.
—¿A causa de un sueño? —Poirot se acercó más al joven y bajó confidencialmente la voz—. Su sueño era de muy fácil explicación. Usted notaba que la imagen de una de las hermanas se desvanecía en su memoria y era re— emplazada por la otra hermana. Mademoiselle Megan ocupa en el corazón de usted el puesto de Betty, pero como usted no quiere ser tan pronto infiel a la muerta, trata, en sueños de matar a la que le arrebata el alma. ¡Ésa es la explicación de aquel sueño!
Los ojos de Donald se iluminaron.
—Creo que tiene usted razón.
Todos rodearon a Poirot, haciéndole preguntas y pidiéndo la aclaración de algún detalle.
—¿Y aquellas preguntas que hiciste, Poirot? ¿Qué fin tenían?
—Algunas eran simples bromas. Sólo deseaba saber una cosa, si Franklin estaba en Londres cuando se echó al correo la primera carta. También deseaba observar su rostro cuando interrogué a mademoiselle Thora. Estaba desprevenido, y en su rostro se reflejó el odio que sentía.
—No tuvo usted en cuenta mis sentimientos —dijo Thora Grey.
—No esperaba que me contestara la verdad, mademoiselle —replicó secamente Poirot—. Y ahora se viene al suelo su segunda esperanza, Franklin Clarke no heredará la fortuna de su hermano.
—¿Es necesario que permanezca aquí y sea insultada? —inquirió la joven con la cabeza erguida.
—De ninguna manera —replicó cortésmente Poirot, abriendo la puerta.
—La huella dactilar fue decisiva, Poirot —dije, pensativo—. Cuando la mencionaste, Clarke quedó vencido. —Sí, las huellas dactilares son muy útiles.
Y añadió pensativamente:
—Lo inserté para complacerte, mon ami.
—¡Pero Poirot! —exclamé—. ¿No era verdad?
—En absoluto, mon ami,
***
Debo mencionar una visita que días después me hizo el señor Alexander Bonaparte Cust. Después de estrujar la mano de Poirot y de intentar, inocentemente, inútilmente, darle las gracias, dijo:
—¿Sabe que un periódico me ha ofrecido cien libras, ¡cien libras!, por un breve relato de mi vida? No... no sé qué hacer.