En voz baja, mi amigo me dio unas instrucciones, luego entró en la tienda. Transcurridos dos o tres minutos le imité. Al entrar le encontré discutiendo el precio de la lechuga. Por mi parte, compré una libra de fresas.
Poirot estaba hablando animadamente con la fornida mujer que le despachaba.
—Ese crimen del que tanto hablan ocurrió ahí en la tienda de enfrente, ¿verdad? ¡Qué suceso! ¡Le habrá causado una impresión enorme!
La fornida mujer estaba, indudablemente, cansada de hablar del crimen.
—No ha tenido nada de particular —replicó—. No sé qué hace toda esa gente parada ahí.
—Ayer noche eso debía de estar mucho más desierto —insinuó Poirot—. Quizás usted misma vio al criminal en el momento en que entraba en la tienda... Era un hombre
alto con barba, ¿verdad? Me han dicho que se trataba de un .ruso.
—¡Cómo! ¿Qué dice usted? —La mujer miraba extrañada a Poirot—. ¿Un ruso, dice?
—Sí; tengo entendido que la policía ya le ha detenido.
—¡Un extranjero tenía que ser para cometer un crimen semejante! —exclamó excitada la mujer.
—Mais oui. ¿Le vio usted por casualidad ayer noche?
—Si les he de decir la verdad, no me fijé. Por la noche es cuando más trabajo tenemos; pasa adelante gente que vuelve del trabajo. ¿Dice usted un hombre alto con barba? No recuerdo haber visto a nadie.
En ese momento intervine en la conversación.
—Usted perdone, señor —dije dirigiéndome a Poirot—. Creo que le han informado mal. El asesino era un hombre bajito y moreno. Por lo menos así me lo han descrito.
Mis palabras originaron una acalorada discusión en la que intervinieron la tendera, su marido y un dependiente. Todos habían visto hombres bajos y morenos. Además, el dependiente había visto uno alto, pero sin barba.
Por fin, realizadas nuestras compras, salimos de la tienda sin haber sacado nada en limpio.
—¿Por qué has hecho esto. Poirot? —pregunté a mi amigo, cuando nos hubimos alejado.
—Parbleu! Quería comprobar si alguien había visto a algún forastero cerca del estanco.
—¿No podías preguntarlo, y ahorrarte así toda esa sarta de mentiras?
—No, mon ami. Si lo hubiese preguntado no habría obtenido ninguna contestación a mis preguntas Tú eres inglés y, sin embargo, aún no te has dado cuenta de cómo reaccionan tus compatriotas cuando se les hace una pregunta directa. Lo inmediato es sospechar si se trata de una impertinencia y. por lo tanto, no se debe contestar. Si hubiese preguntado esas gentes se habrían encerrado en un mutismo de ostra. Pero al hacer una afirmación les ha dado pie para la discusión con la cual nos hemos enterado de varias cosas. Primera, de que a la hora en que se cometió el asesinato circulaba bastante gente por la calle. Nuestro asesino escogió bien el momento.
Poirot hizo una pausa y luego continuó en tono de reproche:
—¿Es que no tienes el menor sentido común, Hastings? Te dije que compraras cualquier cosa y no se te ocurre nada mejor que comprar fresas. Ya empiezan a aplastarse y su jugo traspasa el papel de la bolsa. Vas a estropearme todo el traje.
Con gran desconsuelo comprobé que mi amigo tenía mucha razón.
Me apresuré a regalar las fresas a un muchachito que pareció enormemente sorprendido y por cuyos ojos pasó la sospecha de que trataba de envenenarle.
Para completar el asombro del chiquillo, Poirot le regaló la lechuga.
Cuando nos hubimos quedado solos, Poirot continuó amonestándome.
—En una verdulería así, no se te ocurra nunca comprar fresas. Las que tienes están todas pasadas, y la fresa sólo es buena cuando es fuerte. Podías haber pedido un par de plátanos, una col, cualquier cosa, menos fresas.
—Fue lo primero que se me ocurrió —dije por toda excusa.
—Pues es una verdadera lástima que tengas tan poca imaginación.
En aquel momento Poirot se detuvo y me hizo volver de nuevo hacia el estanco. La casa y tienda contigua estaban por alquilar. Las ventanas de la siguiente dejaban filtrar un poco de luz.
Hacia esa casa me empujó Poirot. Como no había timbre. llamó con los nudillos.
Al cabo de unos minutos una chiquilla muy sucia abrió la puerta.
—Buenas noches —saludó Poirot—. ¿Está tu madre?
—¿Qué? —la chiquilla nos miraba suspicazmente. —Que si está tu madre —repitió Poirot.
Estas palabras tardaron un minuto en penetrar en el cerebro de la muchacha y cuando al fin las tuvo dentro, dio media vuelta y corrió hacia la escalera, gritando: —¡Mamá, te quieren ver unos hombres!
Y en seguida fue a esconderse en la carbonera.
Una mujer de afilado rostro nos miró desde el piso superior y empezó a bajar.
—No vale la pena que pierdan el tiempo... —empezó. Mas Poirot no la dejó terminar.
Quitándose el sombrero, hizo una profunda inclinación. —Buenas noches, señora —dijo—. Soy el redactor del Evening Flicker. He venido para convencerla de que acepte cinco libras por los informes que pueda darnos respecto a su vecina, la señora Ascher.
Toda la ira de la mujer se desvaneció como por ensalmo al oír lo de las cinco libras.
—Pasen, hagan el favor... Por ahí, a la izquierda. ¿No quieren sentarse?
La pequeña habitación en que entramos estaba enteramente ocupada por unos macizos muebles estilo seudojacobino, Con algunos esfuerzos pudimos abrimos paso y al fin nos dejamos caer en un viejo sofá.
—Les ruego me perdonen —se excusó la mujer—. Me precipité un poco al hablar, pero tengan en cuenta el sinfín de molestias que ocasionan los corredores de productos para la casa. No hacen más que decir: «Señora Fowler, el producto que vengo a ofrecerle no tiene rival». Y así, todo el santo día.
Aprovechando la ocasión, Poirot empezó:
—Bien, señora Fowler, supongo que no tendrá usted inconveniente en hacer lo que le he pedido.
—No sé si podré —contestó la mujer—. Conocía a la señora Ascher, desde luego, pero en cuanto a escribir lo que sé de ella...
Poirot se apresuró a tranquilizarla, asegurándole que no tenía que escribir nada. Su única obligación consistía en explicar lo que supiese.
Así animada, la señora Fowler se sumió en hondas meditaciones.
—La señora de Ascher era una mujer encerrada en sí misma. Poco comunicativa. No era de extrañar, pues su vida era muy triste. Si en el mundo hubiese justicia, Franz Ascher hubiese ido a parar a la cárcel muchos años antes. Eso no quería decir que la señora Ascher le tuviera miedo. Ni a un tártaro temía en vida aquella mujer. Ella, la señora Fowler; le había dicho muchas veces: «Un día ese hom-bre la matará.» ¡Y al fin lo había hecho! A pesar de estar tan cerca del crimen, no oyó el menor ruido.
Poirot aprovechó una de las pausas de la mujer para preguntarle si alguna vez había visto alguna carta firmada con las letras A. B. C.
Con profundo disgusto, la señora Fowler confesó que nada sabía de tal cosa.
—Ya sé lo que quiere decir —continuó la mujer—. Es una carta anónima. De ésas en que la gente escribe todas las cosas que no se atreve a decir en voz alta. Nunca me enseñó ninguna. Cuando mi hija Eddie me dijo que en la casa de al lado había muchos policías y salí a ver lo que ocurría, me llevé una impresión enorme. No debía haberse quedado sola en casa, la pobre mujer. Un marido borracho es peor que un lobo. También se lo dije infinidad de veces. «Ese hombre la matará un día.»
—Tengo entendido que el señor Ascher no se acercó a la tienda en todo el día de ayer —dijo Poirot.
La señora Fowler rió sarcásticamente.
—Es muy natural que fuese con mucho cuidado y procurara que nadie le viese.
La manera como el acusado pudo llegar hasta el estanco, sin ser visto por nadie, no tenía importancia para la mujer.