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Sin embargo, convino en que el señor Ascher era muy conocido en el barrio y que el estanco no tenía puerta trasera.

—Ya procuraría él que nadie le viese. Los alemanes son gente muy astuta.

Poirot alargó un poco la conversación convenciéndose al fin de que la buena mujer le había contado todo cuanto sabía. Después de pagar la cantidad convenida, salimos de la casa.

—Me parece que has tirado cinco libras, Poirot —dije.

—Así parece, de momento.

—¿Crees que esa mujer sabe algo más de lo que ha dicho?

—Amigo mío, estamos en una situación muy particular. No sabemos qué pregunta hacer. Somos como niños que jugasen de noche al escondite. Avanzamos con las manos extendidas con la esperanza de coger algo. La señora Fowler nos ha contado lo que cree saber. Quizás en el futuro su declaración pueda sernos útil. Ha sido para el futuro que he gastado cinco libras.

No entendía bien lo que quería decir mi amigo, pero en aquel momento llegábamos al despacho del inspector Flen.

Capítulo VII

El señor Patridge y el señor Ridell

El inspector Glen parecía muy pensativo. Supongo que había pasado la tarde tratando de encontrar las personas que fueron vistas entrando en el estanco.

—¿Y no se vio a nadie? —inquirió mi amigo.

—¡Ya lo creo! Tres hombres altos de mirada furtiva. Cuatro hombres bajos con bigote negro y dos de ellos con barba. Tres hombres gordos, de aspecto extranjero. Y todos, si he de hacer caso de lo que dicen, con expresión siniestra. Me extraña que alguien no haya visto una pandilla de gangsters con revólveres y ametralladoras, Poirot dirigió una mirada de simpatía al inspector.

—¿Ha visto alguien a ese Ascher?

—No. Y ése es otro punto a su favor. Ya le he dicho al jefe que éste es un asunto de Scotland Yard. No creo que sea un crimen local.

—Yo creo lo mismo —dijo gravemente Poirot.

—Es un asunto muy feo, señor Poirot, muy feo... No me gusta nada.

Antes de regresar a Londres tuvimos otras dos .entrevistas.

La primera fue con el señor James Patridge. Este señor era la última persona que vio en vida a la señora Ascher. A las cinco y media aproximadamente le compró un paquete de cigarrillos.

Era un hombrecillo pequeño y delgado; trabajaba en un Banco. Llevaba lentes y su aspecto era el de un hombre muy meticuloso. La casa en que vivía era pequeña y muy bien cuidada.

—¿Qué desea usted, señor Poirot —preguntó, mirando la tarjeta de mi compañero.

—Tengo entendido, señor Patridge, que usted fue la última persona que vio viva a la señora de Ascher.

El señor Patridge juntó las yemas de los dedos y miró a Poirot como si fuese un cheque dudoso.

—Eso que dice usted puede ser y puede no ser, señor Poirot —dijo—. Es muy posible que otros hombres entraran en el estanco después que yo.

—Sin embargo, nadie se ha presentado a decirlo. El hombrecillo carraspeó.

—Hay mucha gente, señor, que no tiene noción de sus deberes de ciudadano.

Mientras pronunciaba estas palabras, nos miraba por encima de sus lentes como una lechuza.

—Tiene usted mucha razón —asintió Poirot—. Usted fue a la policía motus propio, ¿verdad?

—Sí, señor. Tan pronto como me enteré de lo ocurrido comprendí que mi declaración podría ser de alguna ayuda y me presenté en la Jefatura.

—Eso le honra a usted mucho —declaró solemnemente Poirot—. ¿Tendría inconveniente en repetirme su declaración?

—Lo haré con infinito placer. Volví a casa ya las cinco y media en punto...

—Usted perdone. ¿Cómo está tan seguro acerca de la hora?

El señor Patridge pareció un poco irritado por la interrupción.

—El reloj de la iglesia acababa de sonar. Miré el reloj y comprobé que se atrasaba de un minuto. Eso fue unos

segundos antes de que entrara yo en el estanco de la señora Ascher.

—¿Tenía usted por costumbre comprar en esa tienda?

—Sí, señor. Como me venía de paso, cada semana compraba un paquete de picadura «John Cotton».

—¿Conocía personalmente a la señora de Ascher? ¿Sabe algo de su vida privada?

—Nada absolutamente. Aparte de algunas consideraciones del tiempo. nunca hablamos.

—¿Sabía que el marido de esa pobre mujer la había amenazado de muerte?

—No, señor; nunca supe eso.

—¿Notó usted algo raro en ella ayer noche? Quiero decir, si su aspecto no era el de siempre, si estaba triste o preocupada.

El hombrecillo meditó unos instantes.

—Que yo recuerde —dijo al fin—, no noté nada raro. Poirot se levantó.

—Muchas gracias por haber contestado a mis preguntas, señor Patridge. ¿Tiene por casualidad una guía «A. B. C.»? Quisiera consultarla para ver qué tren debo tomar.

—En la estantería que está detrás de usted encontrará una.

En la estantería en cuestión había una «A. B. C.», una guía «Bradhaw», un anuario, una guía de calles y el «Quién es quién».

Poirot cogió la guía de ferrocarriles e hizo ver que consultaba la lista de trenes. Luego, la dejó en la estantería y nos despedimos del señor Patridge.

Nuestra visita al señor Albert Rídell fue muy distinta. La conversación fue acompañada del choque de platos de la cocina, de ladridos en el patio y de hostilidad en el señor Ridell.

Era un hombre muy alto de rostro amplio y ojillos suspicaces. Comía una empanada de carne acompañada

de una enorme taza de té. La mirada que nos dirigió fue de la mayor irritación.

—¿Dice que quiere que repita mi declaración? —gruñó—. ¿Para qué? No me gusta nada eso de repetir lo que he contado a la maldita policía.

Poirot me dirigió una divertida mirada y luego añadió:

—Comprendió perfectamente lo que le ocurre a usted, pero se trata de un asesinato y eso es una cosa muy seria.

—Será mejor que le cuentes al señor todo lo que sabes, Bert —intervino su mujer.

—¡Cierra el pico! —rugió el gigante.

—Supongo que usted no iría a ver a la policía por su propia voluntad. —rió Poirot.

—¡Claro que no! ¿Por qué tenía que ir? No era asunto mío ese crimen.

—Es cuestión de pareceres —hizo notar indiferentemente Poirot—. Se cometió un asesinato... La policía tenía interés en saber quiénes habían estado en el estanco... A mí mismo me hubiese parecido mucho más natural que... usted se hubiese presentado por su propia voluntad.

—Tenía trabajo. No digo que más tarde no me hubiese presentado yo mismo.

—Bien, sea como fuere. lo cierto es que la policía me ha dicho que usted fue una de las personas que ayer entraron en el estanco de la señora Ascher ¿Quedaron satisfechos en la jefatura de su declaración?

—¿Por qué no debían que quedar? —gruñó el hombretón.

Poirot se limitó a encogerse de hombros.

—¿Qué insinúa usted? —preguntó Ridell—. Nadie tiene nada contra mí. Todos saben que el asesino no fue otro que el marido.

—Pero a él no se le vio ayer noche por aquella calle, y a usted sí.

—Conque me quieren meter a mí en el ajo, ¿eh? Pues

no lo conseguirán. ¿Qué interés podría yo tener en hacer semejante cosa? ¿Cree que quería robarle una lata de tabaco? ¿Me cree un asesino?

Se levantó y acercóse amenazador a mi amigo. Su mujer se apresuró a intervenir.

—Por favor, Bert... no digas esas cosas. Van a creer...

—Cálmese, monsieur —animó Poirot—. Sólo le pido que me explique lo que vio en el estanco. El hecho de que usted rehúse hacerlo es... es un poco extraño.

—¿Quién ha dicho que yo rehusé hacer nada? —El señor Ridell dejóse caer de nuevo en su silla—. Pregunte cuanto quiera.

—¿Eran las seis cuando entró en el estanco?

—Minuto más o menos era esa hora. Entré a buscar una paquete de «Gold Flaque». Abrí la puerta...