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Mark Xavier se acercó con pasos cortos y rápidos. Había un reflejo de brutalidad en el fondo de su mirada, y un rictus duro en su boca.

– Vamos, señorita Forrest, algo le molesta y debemos saber lo que es. Si hay algún hombre oculto por aquí…

– Muy bien -dijo, tranquila, la chica-. Eso debe ser. Muy bien, puesto que insisten se lo diré, pero pido disculpas de antemano. Supongo que ésa es la explicación la pasada semana perdí… perdí algo, una cosa.

A Ellery le pareció que el más alarmado era el doctor Xavier. Holmes se levantó y fue hasta una mesita redonda, a buscar un cigarrillo.

– ¿Perdió algo? -preguntó Xavier con voz ronca. La habitación estaba sumida en un silencio increíble, tanto que Ellery podía oír el aliento repentinamente trabajoso de su anfitrión.

– Lo eché de menos una mañana -dijo la señorita Forrest con voz grave-; creo que el viernes de la semana pasada. Pensé que lo había cambiado de sitio y miré por todas partes, pero nada, no hubo forma. Quizá lo haya perdido. Bueno, en realidad estoy segura de que lo perdí -terminó de hablar, confundida.

Nadie dijo nada durante un buen rato. Luego la señora Xavier intervino:

– Vamos, vamos, niña, eso son bobadas. ¿Quieres decir que alguien te lo robó, verdad?

La señorita Forrest lanzó un gritito, levantando la cabeza:

– ¡Oh, querida! Me lo ha hecho decir, no me atrevía a hacerlo. Estoy segura de que o lo perdí, o ese hombre del que ha hablado el señor Queen me lo robó de mi habitación por algún procedimiento… Nadie más podría haber sido…

– Sugiero -saltó el doctor Holmes- que, hmm… dejemos esta… hmmm… encantadora conversación para otra ocasión.

– ¿De qué se trataba? ¿Qué desapareció? -preguntó el doctor Xavier con voz tranquila. Había recuperado el control de sí mismo a la perfección.

– ¿Algo de valor? -cortó Mark Xavier.

– No. ¡Oh, no! -dijo ansiosamente la joven-. No, en absoluto, no valía nada. Un prestamista no le daría ni cuatro perras… Era solamente un recuerdo de familia, de herencia, un anillo de plata.

– Un anillo de plata -dijo el cirujano. Se puso en pie. Por primera vez Ellery creyó ver algo desvaído en su silueta, algo desdibujado y débil-. Sarah, creo que tu comentario era innecesariamente descortés. No creo que haya aquí nadie que vaya a poder ser sospechoso de robo, ¿no crees?

Sus miradas se cruzaron un instante, y la suya fue la que cedió.

– Nunca se puede asegurar nada, mon cheri -dijo ella con dulzura.

Los Queen se irguieron, atentos. La conversación resultaba terriblemente embarazosa en aquellas circunstancias. Ellery se quitó lentamente las gafas y comenzó a limpiarlas, meticuloso. ¡Qué mujer tan odiosa!

– No -el cirujano estaba visiblemente irritado-. Además de que ella misma ha dicho que no tenía valor alguno. No veo ninguna razón para sospechar que haya habido un robo. Lo más probable es que se le haya caído en cualquier parte, o que lo haya puesto donde no suele, querida. O quizá ese misterioso personaje tenga algo que ver con el asunto como sugería.

– Claro, doctor, desde luego -dijo la chica, agradecida.

– Si me perdona usted una imperdonable interrupción -murmuró Ellery. Todos se volvieron para mirarle, como congelados en sus posturas. Hasta el inspector frunció las cejas. Pero Ellery volvió a ponerse las gafas con una sonrisa-. Verán ustedes; si ese hombre que nos encontramos es verdaderamente un desconocido sin conexión alguna con la casa, están ustedes ante una situación muy particular.

– ¿Cómo, señor Queen? -dijo secamente el doctor Xavier.

– Naturalmente -continuó Ellery con un ademán-; hay otras pequeñas consideraciones a hacer. Si la señorita Forrest perdió su anillo el pasado viernes, ¿dónde ha estado metido ese individuo todo este tiempo? Aunque éste no es un punto insalvable, claro es; podría haber tenido su cuartel general en Osquewa, por ejemplo…

– Siga, señor Queen -insistió el doctor Xavier.

– Pero, como dije, están ante una situación muy particular porque si el caballero de la cara gorda no es un fénix o un demonio del infierno -continuó Ellery-, el fuego le detendrá esta noche lo mismo que nos detuvo a mi padre y a mí. Y por lo tanto va a hallarse, o más bien lo está ya, imposibilitado para salir de esta montaña -se alzó de hombros-. Desagradable compromiso: sin otra casa en toda la vecindad, y el fuego, sin duda, cada vez peor…

– ¡Oh! -exclamó la señorita Forrest-. ¡Tiene que volver!

– Y diría que con seguridad matemática -dijo, seco, Ellery.

Se hizo nuevamente el silencio. Como si hubiese esperado esa señal, el viento comenzó a soplar de nuevo, aullando con fuerza. La señora Xavier sintió un estremecimiento, y hasta los hombres miraron incómodos hacia la oscuridad de la noche, tras los balcones franceses.

– Si se trata de un ladrón… -musitó el doctor Holmes, aplastando su cigarrillo, y se calló. Sus ojos tropezaron con la mirada del doctor Xavier y su quijada se contrajo. Luego siguió, más tranquilo-: Iba a decir que la explicación de la señorita Forrest me parece absolutamente correcta. Oh, absolutamente. Sepan ustedes que también yo perdí un anillo, un sello, el pasado miércoles. Una cosa sin valor, desde luego, y que ni siquiera solía ponerme demasiadas veces ni tenía valor sentimental alguno, pero el hecho cierto es que ha desaparecido… ha volado.

Volvió a instalarse el silencio, pesado, como antes. Ellery estudiaba las caras a su alrededor, tratando de descubrir, una vez más, qué secreto especial se ocultaba tras las máscaras de buena educación que era todo lo que siempre mostraban.

El silencio fue roto por Mark Xavier, que se levantó tan bruscamente que hizo lanzar un gritito a la señorita Forrest.

– John, creo que deberías cuidar de que queden bien cerradas puertas y ventanas… ¡Buenas noches a todos!

Y salió de la habitación.

Ann Forrest, cuyo aplomo parecía haberse perdido ya para toda la noche, y el doctor Holmes se excusaron poco después. Ellery los oyó cuchichear mientras se alejaban por el pasillo, hacia la escalera. La señora Xavier continuaba sentada con su media sonrisa de Mona Lisa.

Los Queen se levantaron a su vez.

– Creo -dijo el inspector- que vamos también a acostarnos, doctor, si no tiene inconveniente. Quiero repetirle lo agradecidos que le estamos por su hospitalidad…

– Por favor -repuso, cortante, el doctor Xavier-, estamos muy mal de servicio, señor Queen, no tenemos más que a la señora Wheary y a Bones, así que, si no tiene inconveniente, le mostraré yo mismo su habitación.

– No es necesario, doctor, muchas gracias -se apresuró a contestar Ellery-. Ya sabemos el camino. Muchas gracias de nuevo y muy buenas noches. Señora…

– También yo me voy a la cama -anunció de golpe la esposa del doctor, levantándose. Era todavía más alta de lo que Ellery creía. Respiró profundamente, desplegando toda su estatura-. Si quieren algo que yo pueda…

– Nada, señora Xavier, muchas gracias -dijo el inspector.

– Pero… Sarah, creí… -empezó el doctor Xavier. Se detuvo y se encogió de hombros, indiferente.

– ¿Tú no vienes a acostarte John? -le preguntó ella, cortante.

– Todavía no, querida -respondió con voz cansada, evitando mirarla a los ojos-. Voy a trabajar un rato en el laboratorio antes de subir. Quiero ver cómo va una reacción química que espero que se produzca en el «caldo» que tengo hecho.

– Muy bien -dijo ella, y volvió a lucir su temible sonrisa. Se volvió hacia los Queen-: Vengan por aquí, por favor -y salió de la habitación.

Los Queen murmuraron una especie de «buenas noches» a dúo a su anfitrión y la siguieron. El último atisbo del cirujano fue cuando doblaron la esquina del corredor. Seguía de pie donde lo habían dejado, con aspecto de profunda depresión, pasándose la lengua por el labio inferior y jugueteando con el alfiler de corbata que llevaba puesto. Parecía más viejo que antes y agotado mentalmente. Le oyeron echar a andar y cruzar la habitación hacia la biblioteca.