En el mismo instante en que la puerta de su habitación se cerró tras ellos, Ellery, que había encendido la luz, se abalanzó sobre su padre y le dijo agitado, pero en voz baja:
– Por todos los diablos, padre. ¿Quieres decirme de una vez qué fue lo que viste antes en el corredor que te produjo un susto tan gigantesco, cuando luego apareció el doctor Xavier y nos tomó del brazo?
El inspector se dejó caer sobre un sillón morris, despacio, mientras aflojaba el nudo de la corbata. Evitó la mirada de Ellery.
– Bueno -barbotó-, no lo sé muy bien. Creo que más que nada estaba un poco… un poco, en fin, nervioso.
– ¿Nervioso tú? -dijo, desconfiado, Ellery-. Tienes unos nervios muy templados, así que no me vengas ahora con ésas. Llevo no sé cuánto tiempo ardiendo en deseos de saber qué fue lo que te pudo asustar de aquella manera y el tipo ese no nos dejó solos ni un momento en toda la noche. Vamos, dímelo.
– Bueno… -farfulló el viejo, quitándose ya la corbata y desabrochándose el botón del cuello de la camisa-. Era algo, te diré, algo horroroso.
– Sí, sí, horroroso; pero ¿qué era?
– La verdad es que no lo sé exactamente -el inspector parecía perplejo-. Si tú o alguien, cualquiera, puede describir la…, la Cosa esa horrenda que vi, si me la explican de algún modo, te juro que llamo a los loqueros sobre la marcha. ¡Cáscaras! -explotó-. No tenía aspecto de ser humano, ¡eso te lo puedo jurar!
Ellery se le quedó mirando. ¡Oír eso a su padre! Un prosaico inspector que había manejado más cadáveres y casos de asesinato en su vida que cualquier otro miembro del Departamento de Policía de Nueva York.
– Era algo como… -siguió el inspector con una mínima mueca sin un significado preciso- como…, parecía más o menos un centollo.
– ¡Un centollo!
Ellery contempló a su padre. Sus mejillas se inflaron como un globo, se puso la mano sobre la boca y se dobló por la fuerza de un espasmo de risa que no pudo contener. Se retorcía de risa, medio lloroso del esfuerzo.
– ¡Un centollo! -articuló apenas-. ¡Un centollo! Ja, ja, ja, ja -y le acometió un nuevo espasmo.
– Bueno, bueno, ¡ya vale! -dijo irritado el viejo-. Pareces un cómico recitando la canción de la pulga. ¡Basta ya!
– Un centollo -soltó, de nuevo, Ellery, enjugándose los ojos.
El viejo se encogió de hombros.
– Si me escucharas, sabrías que no dije que fuera un centollo. Podrían haber sido una pareja de equilibristas o luchadores, o algo así montando un numerito en el pasillo. Pero se parecía a un centollo, un centollo gigante, claro, tan grande como un hombre o mayor, mayor que un hombre… -se puso en pie, nervioso, y sujetó a Ellery del brazo-. Vamos, vamos, sé amable. Estoy perfectamente. ¿Tengo mal aspecto? ¿Crees que pueden haber sido alucinaciones?
– ¿Qué quieres que te diga? -rió Ellery, tirándose sobre la cama-. ¡Viendo centollos! Si no te conociera tan bien como te conozco, te diría que aplastaras el centollo con un elefante color de rosa que te prestaría yo, y que habías bebido algo más de la cuenta. ¡Centollos! -meneó la cabeza-. Bien, vamos a pensarlo detenidamente, como personas serias y racionales. Yo estaba mirando para ti, hablándote. Tú mirabas exactamente hacia el frente, hacia el fondo del corredor. ¿Dónde viste exactamente la Cosa, el bicho ese tuyo, querido inspector?
El inspector tomó un poco de rapé con dedos temblorosos.
– La segunda puerta más allá de nosotros -murmuró, y aspiró-. Claro que debía ser tan sólo mi imaginación, El… Estaba del mismo lado que nosotros, del mismo lado del pasillo, y aquella zona, la verdad, estaba verdaderamente oscura…
– Lástima -soltó Ellery-. Con un poquito más de luz estoy seguro de que lo menos que habrías visto habría sido un tiranosaurio. ¿Qué andaba haciendo tu amigo el centollo cuando le viste y te pegaste el susto?
– No le des más vueltas -dijo el inspector, débilmente-. En realidad apenas si lo vi un instante. Se sumió…
– ¿Se sumió?
– No veo otra palabra para describirlo -dijo el viejo desconcertado-. Se sumió en la oscuridad, a través de la puerta, y luego se oyó el clic al cerrarse. Tú lo oíste también, seguro que sí que lo oíste.
– Esto exige una investigación cuidadosa -dijo Ellery, saltando de la cama y dirigiéndose hacia la puerta.
– ¡El! ¡Ten cuidado, por Dios! -chilló el inspector-. No puedes andar así tranquilamente, ¡espiando por la casa de otra gente!
– ¿No puedo ir hasta el otro cuarto de baño? -dijo Ellery con gran dignidad, empujando la puerta y desapareciendo.
El inspector Queen quedó sentado, derecho y estirado, cruzando los dedos y meneando la cabeza. Luego se levantó, se quitó la chaqueta y la camisa, dejó los tirantes sobre el respaldo de la silla y, estirando los brazos, lanzó un tremendo bostezo. Estaba muy cansado. Cansado, soñoliento y… asustado. Sí, se reconoció a sí mismo en la soledad de la habitación secreta de la mente a la que ningún extraño puede acceder, el viejo Queen de Centre Street tenía un cierto miedo. Miedo a lo desconocido. Eran cosas raras que pasaban por su piel, que le daban ganas de rascarse, y cosas que le hacían oír ruidos imaginarios.
Volvió a estirarse y a bostezar, y se ocupó de realizar todas esas menudencias que componen el conjunto de pequeños actos que el hombre realiza para desvestirse y meterse en la cama para dormir. Y mientras, pese a los ecos de las carcajadas de Ellery que seguían resonando en su imaginación, el miedo estaba instalado dentro de él y no había forma de echarlo. Incluso empezó a silbar, dándose cuenta y reprendiéndose a sí mismo al instante.
Se quitó los pantalones y los dobló cuidadosamente, dejándolos sobre el sillón morris. Luego se inclinó sobre una de las maletas que había a los pies de la cama. Al hacerlo algo se movió en una de las ventanas y miró hacia allí, alerta. Pero era simplemente una de las hojas, a medio cerrar.
Movido por un impulso incontrolable, cruzó rápidamente la habitación, vestido tan sólo con su ropa interior, y tiró de la persiana. Al bajar tuvo aún tiempo de echar una ojeada al exterior: un vasto abismo negro, nada más, o eso le pareció. Y así era, porque más tarde comprobaría que la casa estaba colgada encima de la montaña y que, de ese lado, daba directamente a un impresionante precipicio de varios centenares de pies de caída hasta el valle. Sus perspicaces ojillos miraron a otra parte. Y en ese mismo instante se separó de la ventana, soltando el cordón de la persiana que cayó produciendo un gran estrépito. Y luego, volviendo a cruzar el cuarto, apagó la luz, dejando la habitación en tinieblas.
Ellery abrió la puerta de su habitación y se detuvo, sorprendido. Luego se deslizó dentro como una sombra, cerrando la puerta deprisa y con suavidad.
– ¡Padre! -susurró-. ¿Estás en la cama ya? ¿Por qué has apagado la luz?
– ¡Cállate! -oyó decir con fuerza a su padre-. No hagas más ruido del imprescindible. Hay algo raro en todo esto y me parece que ya voy sabiendo qué es.
Ellery calló durante unos segundos. Sus pupilas se iban contrayendo por efecto de la oscuridad, y comenzaba a ir percibiendo algunos detalles entre las sombras. Una débil luz, la de las estrellas, brillaba a través de las ventanas de detrás. Su padre, en calzoncillos, estaba arrodillado sobre el suelo. Había una tercera ventana en la pared de la derecha por la que el inspector estaba atisbando.
Ellery acudió junto a su padre, y miró hacia fuera. La ventana, lateral, daba sobre un patio formado por un entrante de la pared posterior de la casa, más o menos a la mitad de ésta. Era un patio estrecho. Sobre el exterior de esa pared trasera, en el patio, y a la altura del primer piso, había un balcón que daba, aparentemente, al dormitorio de al lado de los Queen. Ellery llegó junto a la ventana justo a tiempo de ver una sombra que se separaba del balcón y entraba en la casa a través del ventanal francés, desapareciendo. A la luz de las estrellas quedó fijo el brillo último de una blanca mano femenina que surgió, un instante, de la habitación para cerrar las dos hojas de la puerta del ventanal.