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Sangre al sol

Ellery abrió los ojos y sufrió la dura luz del sol brillando contra la cabecera de la cama, aquella cama extraña en la que estaba echado. Tardó unos instantes en darse cuenta de dónde estaba. La garganta le dolía, reseca; la cabeza pesaba más de lo habitual. Dejó escapar un suspiro, se revolvió entre las sábanas y oyó decir a su padre en voz baja:

– ¿Ya te has despertado?

Volvió la mirada hacia el inspector, vestido ya con ropa limpia y con las manos cruzadas a la espalda, mirando por las ventanas de atrás, con aspecto abstraído y tranquilo Ellery soltó un gemido, se estiró y saltó de la cama.

Comenzó a quitarse el pijama, bostezando.

– Ven, echa una mirada -dijo el inspector sin darse la vuelta.

– ¿Qué hay que ver?

– Allí abajo, donde el precipicio empieza a suavizarse, hacia el valle. En las laderas del monte, El.

Ellery, al fin, vio. Alrededor de las laderas, al fondo, donde los afilados despeñaderos se suavizaban, llenándose de árboles de improviso, aparecían pequeños, débiles y juguetones penachos de humo.

– ¡El fuego! -exclamó Ellery-. ¡Y yo que ya estaba casi convencido de que todo lo de anoche había sido solamente una pesadilla!

– Está flotando por la parte de atrás, del lado del precipicio -dijo, pensativo, el inspector-. Toda esta parte de atrás es piedra pura, así que el fuego no puede atacar por ese lado. No tiene de qué alimentarse. Aunque eso no nos sirve de gran consuelo.

Ellery, que iba hacia el lavabo, se detuvo:

– ¿Puede usted decirme qué quiere decir con eso, caballero?

– Nada, en realidad. Pensaba en voz alta -dijo, meditabundo, el viejo- que si el incendio empeorara en serio…

– ¿Sí…?

– Pues que estaríamos absolutamente acorralados, hijito. Ese precipicio no lo baja ni un escarabajo.

Ellery se quedó un momento con la mirada fija, y luego se rió.

– Eres único cuando se trata de estropear una mañana perfectamente agradable. El eterno pesimista Olvídalo. Vuelvo ahora mismo, voy a ver si me echo un poco de esta agua de montaña helada por encima.

Pero el inspector no se olvidó. Contempló los hilos de humo sin pestañear ni una vez mientras Ellery se duchaba, se peinaba y se vestía.

Al bajar la escalera, los Queen escucharon voces ahogadas, abajo. El corredor de la planta baja estaba desierto, pero la puerta delantera del vestíbulo estaba abierta, y la oscuridad de la noche anterior había sido reemplazada por una acogedora claridad matutina. Salieron a la terraza y encontraron allí al doctor Holmes y a la señorita Forrest en amena conversación, bruscamente interrumpida a su llegada.

– Buenos días -dijo Ellery, alegre-. Precioso, ¿verdad?

Avanzó hasta el borde del porche y aspiró profundamente, contemplando, con placer, el cielo azul, el calor. El inspector se sentó en una mecedora y sacó su cajita de rapé.

– Sí, sí, ¿verdad? -murmuró la señorita Forrest con voz rara.

Ellery se volvió rápidamente hacia ella tratando de ver su cara Estaba más bien pálida, vestida con algo de un tono pastel con muchos pliegues, encantadora, en suma Pero parte de su encanto era tensión…

– Va a hacer calor -dijo el doctor Holmes, nerviosamente y moviendo sus largas piernas-. ¿Ha dormido usted bien, señor Queen?

– Como Lázaro -dijo, jovial, Ellery-. Debe ser el aire de la montaña. Es un curioso sitio. ¿Cómo se le ocurriría al doctor Xavier? Parece más un nido de águilas que un sitio para seres humanos.

– Sí, ¿verdad? -dijo la señorita Forrest suavemente, y se produjo un silencio.

Ellery examinó el terreno a la luz del día La cima del monte Flecha estaba apenas unos pocos metros más alta La casa ocupaba el terreno, de espaldas al precipicio, de forma que quedaba muy poco espacio libre a los lados y delante y, además, ese espacio parecía haber sido conseguido tras un gran trabajo, nivelando algo el terreno y apartando las rocas grandes. Pero estaba claro que los trabajos se habían interrumpido bruscamente, porque, excepto el camino para los coches que iba desde la verja a la casa, todo estaba lleno de piedras sueltas y raíces, cubierto en algunas zonas con una raquítica maleza polvorienta. El bosque se iniciaba abruptamente tres cuartos de circunferencia hacia la cima y montaña abajo. El efecto del conjunto resultaba sorprendente, encantador y grotesco a la vez.

– ¿No se ha levantado nadie más? -preguntó amablemente el inspector, después de un rato-. Es ya bastante tarde. ¡Creí que seríamos los últimos!

La señorita Forrest saltó:

– Bueno… En realidad no lo sé. No he visto a nadie más que al doctor Holmes y a ese horroroso Bones. Está escarbando por allí, alrededor de la casa, cuidando una especie de jardín, algo que tiene por ahí sembrado. ¿Usted ha visto a alguien, doctor?

Esta mañana no coqueteaba, pensó Ellery, y una sospecha repentina cruzó por su mente. La señorita Forrest era una «invitada», ¿no? Lo más probable era, en realidad, que la chica estuviera relacionada de alguna forma con la misteriosa dama de la alta sociedad que se ocultaba en la habitación de arriba. Era una explicación que servía además para entender el porqué de su nerviosismo excesivo de la noche anterior, y su palidez y falta de naturalidad de esa mañana.

– No -dijo el doctor Holmes-. Espero a los otros para desayunar, por cierto.

– ¡Ya! -murmuró el inspector, mirando a lo lejos, hacia las rocas durante unos momentos. Se levantó-. Bien, hijo, creo que sería conveniente que volviéramos a telefonear para ver qué es lo que pasa con el fuego y si seguimos nuestro camino.

– De acuerdo.

Se fueron hacia el vestíbulo.

– ¡Oh! Pero se quedarán ustedes a desayunar, claro -dijo enrojeciendo muy deprisa el doctor Holmes-. No podríamos dejarlos irse así, desde luego, sin tomar alguna cosa antes…

– Bueno, bueno, bueno, veremos -repuso el inspector con una sonrisa-. Ya les hemos dado bastante la lata…

– Buenos días -dijo la señora Xavier desde la puerta.

Se volvieron todos a una. Ellery podría jurar que había notado una cierta angustia en los ojos de la señorita Forrest. La esposa del dueño de la casa estaba vestida con una bata de organdí, con el pelo entrecano recogido en un moño a la española, y su piel aceitunada mostraba una delicadísima palidez. Miró inescrutablemente al inspector y a Ellery.

– Buenas -dijo, apresuradamente el inspector-, íbamos a llamar a Osquewa para saber qué hay del incendio…

– He llamado yo ya a Osquewa -dijo la señora Xavier con una voz sin ningún tono definido.

Ellery notó por primera vez algo de acento extranjero en su forma de hablar.

La señorita Forrest preguntó, perdiendo el aliento:

– ¿Y…?

– Parece que esa gente no ha conseguido ni el más mínimo progreso en la lucha contra las llamas -la señora Xavier avanzó hasta el borde de la terraza y contempló la temible vista-. Sigue ardiendo con ganas y avanzando.

– Avanzando, ¿eh? -murmuró Ellery.

El inspector callaba como un muerto.

– Sí, aunque todavía no puede decirse que esté fuera de control -dijo la señora Xavier con su sonrisa de Gioconda loca-; de modo que no hay que temer por nuestra seguridad. Sólo es cuestión de tiempo.

– ¿Todavía no hay paso hacia abajo? -inquirió el inspector.

– Me temo que no.

– ¡Dios mío! -dijo el doctor Holmes. Y arrojó el cigarrillo-. Vayamos a desayunar, ¿les parece?