Выбрать главу

No contestó nadie. La señorita Forrest se levantó de pronto, echándose hacia atrás como si hubiera visto una culebra Todos se inclinaron hacia delante. Había una larga ceniza en el aire, flotando como una pluma. La miraban fascinados, cuando fueron apareciendo otras posándose en el suelo.

– Cenizas -musitó la señorita Forrest.

– Naturalmente, claro -dijo el doctor Holmes con una voz rara y aguda-. El viento ha cambiado, señorita Forrest, es todo lo que pasa.

– Ha cambiado el viento -repitió, pensativo, Ellery. Frunció el ceño, y buscó por los bolsillos un paquete de cigarrillos. La señora Xavier no había movido ni un solo músculo de su amplia y suave espalda.

La voz de Mark Xavier rompió el silencio desde la puerta.

– Buenos días -gritó-. ¿Qué están hablando ustedes de cenizas?

– ¡Oh, señor Xavier! -chilló la señorita Forrest-. ¡El fuego empeora!

– ¿Empeora? -continuó hacia delante y se detuvo junto a su cuñada. Sus penetrantes ojos parecían blandos y cansados, y el blanco estaba surcado por venitas rojas. Parecía que no había dormido en toda la noche o que tenía una gran resaca.

– Mala cosa -comentó-, mala cosa. Parece que no… -calló y, luego, elevó la voz, áspera-. Bueno, ¿qué diablos están esperando aquí? El fuego esperará. ¿Qué les parecería un desayuno? ¿Dónde anda John? ¡Estoy hambriento!

La alta y desgarbada figura de Bones apareció por el costado de la casa, con un pico y una pala corta en la mano, sucios de tierra. A la luz del sol se veía que era un anciano ya gastado, con un mono sucio, ojos inquisidores y boca seca. Subió los escalones sin mirar ni a derecha ni a izquierda y desapareció por la puerta principal.

La señora Xavier se agitó.

– ¿John? Es verdad, ¿dónde está John? -se volvió hacia ellos, y sus negros ojos lanzaron sus llamas hacia los agotados de su cuñado.

– ¿No lo sabes? -dijo Mark Xavier con un gesto.

«¡Dios mío, qué gente!», pensó Ellery.

– No -dijo la mujer lentamente-. No lo sé. No subió a dormir esta noche -los ojos negros relampaguearon ardientes-. Por lo menos no lo encontré esta mañana en la cama, Mark.

– Eso tampoco es tan raro -dijo el doctor Holmes rápidamente, con una risa bastante forzada-. Probablemente se quedó haciendo algo en el laboratorio toda la noche. Está metido en un experimento de…

– Sí -dijo la señora Xavier-. Anoche dijo algo de que se quedaría en el laboratorio, ¿verdad, señor Queen? -y volvió de pronto sus extraños ojos hacia el inspector.

El inspector estaba serio. Apenas ocultaba su malhumor y su disgusto.

– Así es, señora.

– Bien, pues entonces voy a buscarlo -dijo con ganas el doctor Holmes, y salió de inmediato por uno de los balcones hacia la sala de juegos.

Nadie dijo nada La señora Xavier volvió a mirar atentamente el cielo. Mark Xavier seguía sentado tranquilamente sobre la barandilla de la terraza, con un cigarrillo que echaba humo hacia sus ojos, en la mano. Ann Forrest torcía y retorcía un pañuelo sobre su regazo. Se oyeron pasos en el vestíbulo, y apareció la estirada figura de la señora Wheary, la gobernanta.

– El desayuno está servido, señora -dijo, nerviosa-. Estos señores… -y señaló a los Queen- ¿también…?

La señora Xavier se volvió.

– Desde luego -dijo con tono enfurecido.

La señora Wheary se ruborizó y se retiró.

Y entonces, de golpe, todos se encontraron mirando hacia el balcón por el que había entrado en la casa el doctor Holmes unos minutos antes. El espigado joven inglés estaba parado, de pie, en la puerta del balcón, con la mano derecha, de blanco puño, crispada y el pelo castaño curiosamente alborotado y levantado en el aire, la boca abierta, moviéndose sin sonido, y el rostro tan gris como sus pantalones de tweed.

Durante una eternidad no consiguió articular sonido alguno, mientras sus labios se abrían y cerraban inútilmente.

Al fin dijo con voz crispada, la más trastornada y confusa que Ellery había oído nunca:

– Lo han asesinado.

Segunda parte

La psicología nunca yerra. La dificultad mayor estriba en conocer al paciente. La psicología es una ciencia exacta con infinidad de ramificaciones.

Mente humana e inhumana,

por Stanley White, S. (D. Sc.)

El seis de picas

Una arruga que descendía por el escote de la señora Xavier, bajando hasta la falda, se tensó por un imperceptible movimiento. Estaba inclinada, apoyada en la barandilla de la terraza, con las manos agarradas al metal, a ambos lados de su cuerpo. Su tez olivácea se puso más gris, cartilaginosa. Los negros ojos parecían frutas borrachas, a punto de saltar. Pero no emitió sonido alguno, ni varió un ápice la expresión de su rostro. Incluso conservó su horrible sonrisa.

Los ojos de la señorita Forrest giraban, hasta quedar a la vista no más que un mínimo arco de pupila, rodeado del blanco elíptico. Dejó escapar un sonido enfermo, y se levantó de la silla como un autómata, solamente para dejarse caer en ella de nuevo, sin fuerzas.

Mark Xavier aplastó la colilla encendida de su pitillo entre los dedos y se separó de la baranda. Miró hacia la figura paralizada del doctor Holmes, a la entrada de la casa.

– ¿Asesinado? -dijo lentamente el inspector.

– ¡Dios mío! -musitó la señorita Forrest mordiéndose el dorso de la mano derecha y contemplando a Mark Xavier.

Ellery salió detrás de Mark Xavier, y entonces todos los demás les siguieron, atravesando la sala de juego, pasando por una puerta que daba a la biblioteca, repleta de libros bien alineados, y luego por otra puerta más que daba a…

El estudio del doctor Xavier era un cuarto pequeño, cuadrado, con dos ventanas que daban sobre la estrecha franja de terreno rocoso a la derecha de la casa. Tenía cuatro puertas: la de la biblioteca, otra más a la izquierda, según estaban ellos, que daba al pasillo transversal del edificio, una tercera en esa misma pared que conducía al laboratorio del cirujano y la cuarta, enfrente de la biblioteca, que también conducía al laboratorio. Esta última estaba abierta de par en par, permitiendo ver del otro lado un trozo de pared blanca, con estanterías, del laboratorio.

El estudio estaba modestamente amueblado, con sencillez monástica. Tres estanterías de caoba con libros, cerradas con puertas de cristal, un viejo sillón, una lámpara, un sofá duro de cuero negro, un pequeño escritorio, una copa de plata sobre caja de cristal, y una vieja fotografía de un gran grupo de gente vestidos de esmoquin enmarcada y colgada de la pared. Y en el centro de la habitación, una mesa de despacho en caoba, amplia, frente a la puerta de la biblioteca.

Tras la mesa, una silla giratoria, y en la silla giratoria el doctor John Xavier.

Excepción hecha del áspero abrigo de tweed y la corbata de lana roja que descansaban descuidadamente sobre el sillón, estaba vestido exactamente igual que la noche anterior, como le habían visto. La cabeza y el pecho reposaban sobre la mesa de despacho situada ante él, y el brazo izquierdo descansaba delante de la cabeza, los largos dedos crispados con rigidez, la palma apoyada de plano sobre la caoba. El brazo derecho estaba fuera de la vista desde el hombro para abajo, tapado por la mesa. El cuello desabrochado se abría a los lados de la garganta azul grisácea.

La cabeza, apoyada sobre la mejilla izquierda; la boca, entreabierta y torcida; los ojos, abiertos, desorbitados. La parte superior del torso se veía medio retorcida, alejándose de la superficie del escritorio. Una mancha de un rojo espeso y oscuro destacaba sobre la parte derecha delantera de la camisa. En la maraña coagulada carmesí se descubrían dos orificios negruzcos.

La superficie de la mesa estaba vacía, desprovista de los utensilios habituales de escritorio. En lugar de los tinteros, secantes y papeles se veían unas barajas desplegadas, ordenadas en un muy curioso orden. La mayoría, en montones pequeños, estaban ocultas por el cuerpo del cirujano.