Выбрать главу

– De acuerdo.

El inspector salió al trote, pasando junto al revólver que seguía sobre la alfombra como si no lo hubiera visto, y desapareció por el pasillo.

Ellery miró al doctor Holmes un instante. El médico, pálido pero sereno, había desabrochado ya la camisa del muerto, dejando a la vista las dos heridas de bala. Los bordes de los orificios estaban azules, sobre la sangre seca. Los observó tratando de localizarlos bien, sin mover el cadáver ni cambiar su posición, y lanzó una ojeada hacia la puerta por la que se había ido el inspector; asintió con la cabeza y comenzó a palpar los brazos del cadáver.

Ellery asintió a su vez y fue hasta esa misma puerta. Se agachó y recogió el revólver tomándolo por el largo tambor. Lo sostuvo contra la luz que llegaba a través de las ventanas y sacudió la cabeza.

– Aunque dispusiéramos de polvo de aluminio no… -murmuró.

– ¿Polvo de aluminio? -el doctor Holmes ni siquiera levantó la cabeza-. Supongo que es algo para ver las huellas dactilares, ¿no, señor Queen?

– Sí, pero no hace ni falta. Está todo maravillosamente bruñido. La culata y el gatillo brillan. Y el tambor… -se alzó de hombros y abrió el arma-. Quienquiera que usara este arma se preocupó de dejarla bien limpia de huellas. Algunas veces pienso que debería haber una ley que prohibiera las novelas policiacas. Dan demasiadas facilidades a los criminales en potencia… Hay dos cartuchos vacíos. Supongo que no cabe duda de que ésta es el arma del crimen. ¿Quiere usted tratar de localizar las balas de todas maneras, doctor?

El doctor Holmes asintió. Poco después se puso en pie, entró al laboratorio y volvió con un instrumento brillante. Volvió a inclinarse sobre el cuerpo.

Ellery dedicó su atención al pequeño gabinete de escribir. Ocupaba una parte de la pared en la que se encontraba la puerta de la biblioteca, entre ésta y la que daba al pasillo transversal. El cajón de arriba del todo estaba un poquito abierto. Tiró de él. Dentro había una pistolera de cuero descolorido, a la que faltaba la correa; en la parte de atrás se encontraba una caja de cartuchos. La caja contenía solamente unos pocos.

– Muy típico de suicidio -murmuró mientras contemplaba la pistolera y la caja. Cerró el cajón, seco-. Supongo, doctor, que este revólver pertenecía al doctor Xavier. Por la funda veo que se trata de un arma del ejército.

– Sí -Holmes miró un segundo hacia arriba-. Estuvo en el ejército durante la guerra. Capitán de infantería. Conservó la pistola como recuerdo, me contó una vez. Y ahora… -quedó callado.

– Y ahora -señaló Ellery- se ha vuelto contra él. Es curioso cómo funcionan las cosas… ¡Ah, padre! ¿Hay algo de nuevo?

El inspector cerró con brusquedad la puerta del pasillo.

– Conseguí cazar al sheriff por pura suerte. Estaba en el pueblo para descansar y recoger cosas. Es como pensábamos.

– No pueden pasar, ¿eh?

– Ni soñarlo. El fuego es cada vez más fuerte. Y si pudiera, está demasiado ocupado ahora. Eso dijo. Necesitan toda la gente que pueda ayudarles. Ya ha habido tres muertos por el incendio, y por el tono de voz que tenía -dijo serio el inspector-, no me pareció que le alegrara mucho la perspectiva de un nuevo cadáver.

Ellery examinó la alta figura rubia y silenciosa apoyada contra la puerta.

– Ya veo. ¿Y…?

– En cuanto le dije por teléfono quién era yo se lanzó sobre la oportunidad y me nombró delegado especial para llevar esta investigación, con plena autoridad para hacer los arrestos necesarios. Subirá aquí con el juez del condado en cuanto les sea posible atravesar el fuego… Así que es todo cosa nuestra.

El hombre apoyado en la puerta lanzó un extraño suspiro, no se sabe si de alivio, desesperación o cansancio. Ellery, al menos, no podría decir de qué.

El doctor Holmes se enderezó. Sus ojos tenían una blandura mortecina.

– Ya está terminado -anunció con voz neutra.

– ¡Ajá! -dijo el inspector-. Buen chico. ¿Cuál es el veredicto?

– ¿Qué quieren saber exactamente? -preguntó el médico, con dificultad, apoyándose sobre la mesa llena de cartas, con los nudillos.

– ¿La muerte fue causada por los disparos?

– Sí. No hay ninguna otra marca de violencia en todo el cuerpo, al menos tras este análisis superficial. Dos balas en el lado derecho del tórax, un poquito a la izquierda del esternón, una bastante arriba. Destrozó la tercera costilla, salió rebotada hacia arriba y pasó a la parte alta del pulmón derecho. El otro proyectil entró más abajo, entre dos costillas, atravesando los bronquios, cerca del corazón.

Se oyó un vagido enfermo al otro lado de la puerta. Los tres hombres hicieron como que no lo oían.

– ¿Hemorragia? -inquirió el inspector.

– Abundante. La sangre salió por la boca, como pueden ver.

– ¿Muerte instantánea?

– Yo diría que no.

– Eso hubiera podido asegurarlo.

– ¿Cómo?

– Te lo diré dentro de un momento, padre. No has mirado el cadáver bien todavía. Dígame, doctor, ¿qué dirección traían los disparos?

El doctor Holmes se pasó la mano por los labios.

– No creo que haya muchas dudas a ese respecto, señor Queen. El revólver…

– Sí, sí -dijo Ellery con impaciencia-. Eso está muy claro, doctor, pero lo que me interesa saber es si los ángulos de fuego confirman el supuesto.

– Yo diría que sí. Sí, sin duda. Las dos heridas muestran el mismo ángulo de incidencia del proyectil. Los disparos partieron aproximadamente del mismo lugar en el que usted recogió el revólver.

– Muy bien -dijo Ellery satisfecho-. Un poco a la derecha de Xavier y frente a él. Es imposible que no se haya dado cuenta de la presencia del asesino. Por cierto, ¿tiene usted idea de si ayer estaba el arma en ese cajón?

El doctor Holmes negó:

– No, lo siento.

– No tiene mucha importancia. Lo más probable es que estuviera. Todos los indicios apuntan hacia un crimen impulsivo, no premeditado. Al menos en lo referente a los preparativos.

Ellery explicó a su padre que el revólver había estado en el cajón del buró y que pertenecía al doctor Xavier. Y que habían limpiado las huellas después del crimen.

– Es fácil imaginarse lo que sucedió -dijo pensativo el inspector-. No podemos saber por qué puerta entró el asesino, aunque lo más probable es que lo hiciera por la de la biblioteca o la del pasillo. En cambio está claro que, cuando hizo su entrada, el doctor hacía un solitario en el mismo lugar en que sigue estando. El asesino abrió el cajón, sacó la pistola… ¿La guardaba cargada?

– Me parece que sí -dijo blandamente el doctor Holmes.

– Cogió pues la pistola, permaneciendo más o menos junto al buró, al lado de la puerta del pasillo, disparó dos veces, limpió el arma, la dejó caer sobre la alfombra y se largó hacia el vestíbulo.

– No necesariamente -indicó Ellery.

El inspector le miró.

– ¿Por qué no? ¿Por qué iba a cruzar el cuarto e irse por otra puerta que estuviera más lejos teniendo una justamente detrás?

Ellery dijo con dulzura:

– Solamente he dicho que no necesariamente. Supongo que lo ocurrido fue eso, pero es algo que no nos aclara nada de nada. No importa cuál sea la puerta por la que salió el asesino, ni por la que entró, no nos dirá nada específico. Ninguna de las cuatro puertas da a un lugar del que no haya otra salida, y cualquiera de ellas es perfectamente accesible para cualquiera de los presentes en la casa que bajase a esta planta sin ser visto, por ejemplo.

El inspector dio un gruñido. El doctor Holmes, temeroso, dijo:

– Si no quieren nada de mí, señores… Aquí tiene las balas -e indicó dos bultitos cubiertos de sangre seca que había depositado sobre la mesa.