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– ¿Las mismas? -preguntó el inspector.

Ellery las examinó con aire indiferente.

– Sí, parecen iguales a las del revólver y las de la caja que está con la funda. Nada raro… Doctor, antes de irse…

– ¿Sí?

– ¿Cuánto hace que murió el doctor Xavier?

El joven consultó su reloj de pulsera.

– Son ahora casi las diez… En mi opinión la muerte se produjo como mínimo hace nueve horas. Sobre la una de la mañana más o menos.

Mark Xavier, apoyado contra la puerta, se movió por primera vez. Levantó la cabeza y aspiró fuertemente aire, con un silbido. Como si se tratara de una señal, la señora Xavier gimió y retrocedió hasta una silla de la biblioteca. Ann Forrest, mordiéndose el labio inferior, se inclinó sobre ella y le dijo algo cariñoso. La viuda movió la cabeza mecánicamente y se recostó hacia atrás, fijando la mirada en la rígida mano izquierda de su marido muerto, visible a través del hueco de la puerta.

– La una de la mañana -gruñó Ellery-. Debían ser un poco más de las once cuando nos retiramos todos anoche. Ya veo… Has olvidado algo, padre. No hay ni el menor vestigio de pelea Eso significa que probablemente conocía a su asesino y no sospechó nada hasta que fue demasiado tarde.

– Pues sí que dices algo muy importante -graznó el inspector-. Naturalmente que conocía al que se lo cargó. Conocía a todo bicho viviente de este lado de la montaña.

– ¿Quiere usted decir en esta casa? -dijo el doctor Holmes con voz rara.

– Ha dado usted en el clavo, jefe.

La puerta del pasillo se abrió y la cabeza gris de la señora Wheary asomó por el hueco.

– El desayuno… -empezó hasta que sus ojos se abrieron de par en par y la mandíbula quedó como desencajada. Lanzó un grito y casi cayó desmayada.

La ajada figura de Bones quedó visible detrás de ella, alargando los brazos para sujetar el cuerpo de la gorda mujer. Vio también entonces el cuerpo rígido del doctor Xavier y sus grises mejillas arrugadas se pusieron aún más grises. Por poco se le escapa el cuerpo de la gobernanta, cayéndose al suelo.

Ellery saltó hacia delante y recogió a la mujer en sus brazos. Se había desvanecido, finalmente. Ann Forrest avanzó dubitativa hacia el estudio, se detuvo, tragó saliva con ganas y luego corrió a prestar ayuda. Entre todos lograron transportar el pesado cuerpo de la mujer hasta la biblioteca. Ni la viuda ni Mark Xavier se movieron.

Ellery dejó al ama de llaves al cuidado de la joven y volvió al estudio. El inspector escrutaba al extraño criado con precisión indiferente. Bones contemplaba el cuerpo sin vida de su amo, y parecía más un cadáver que el propio cadáver. Su boca entreabierta mostraba atisbos de unos dientes amarillos. Los ojos, fijos, no decían nada. Por fin pareció que volvían a la vida con una curiosa expresión de rabia creciente. Movió los labios durante un rato sin emitir ningún sonido y al fin logró extraer un feroz sonido de dolor animal de su arrugada garganta. Entonces se dio la vuelta y desapareció hacia el fondo del pasillo. Pudieron oírle a través de la puerta, mascullando palabras, repitiendo el extraño grito como un loco total.

El inspector suspiró.

– Parece afectado, sí. ¡Atención todos!

Fue hasta la puerta de la biblioteca y les lanzó una mirada, que le devolvieron. La señora Wheary, vuelta en sí, sollozaba en silencio sentada en una silla al lado de su señora.

– Antes de continuar con un examen más detallado del asunto -dijo fríamente el viejo- tenemos que aclarar unos detalles. Y quiero que me digan la verdad. Señorita Forrest, usted y el doctor Holmes salieron de la sala de juego un poco antes que nosotros. Anoche, quiero decir. ¿Fueron directamente a sus habitaciones?

– Sí -dijo la chica, en voz baja y grave.

– ¿Directamente a la cama?

– Sí, inspector.

– ¿Y usted, doctor Holmes?

– Sí.

– Señora Xavier, ¿fue usted directamente a su habitación anoche después de despedirnos en el descansillo y se quedó usted en ella toda la noche?

La viuda levantó sus extraordinarios ojos, aturdidos.

– Yo…, sí.

– ¿Se fue usted a dormir directamente?

– Sí.

– ¿Y no se dio cuenta en toda la noche de que su marido no había subido a acostarse?

– No -dijo lentamente-. Dormí de un tirón hasta por la mañana.

– ¿Usted, señora Wheary?

El ama de llaves sollozó:

– Yo no sé nada de todo esto, señor, pongo a Dios por testigo. Me fui enseguida a la cama.

– ¿Qué me dice usted, señor Xavier?

El hombre se mojó los labios antes de responder, y cuando habló su voz estaba crispada.

– No me moví de mi habitación en toda la noche.

– Bueno, debía habérmelo esperado -suspiró el inspector-. De modo que ninguno de ustedes vio al doctor después de que mi hijo, la señora Xavier y yo le dejásemos en la sala de juego ayer por la noche, ¿no es así?

Todos afirmaron moviendo sus cabezas con determinación.

– ¿Y qué me dicen de los disparos? ¿Alguien oyó algo?

Miradas vacías.

– Pues habrá sido el aire de la montaña -dijo el inspector, sarcástico-. Aunque no puedo culparles de nada por ello, yo tampoco los oí.

– Las paredes están hechas a prueba de ruidos -dijo con viveza el doctor Holmes-. De construcción especial… El estudio y el laboratorio. Hacemos muchísimos experimentos con animales y el ruido… ya sabe usted, inspector.

– Claro está. ¿Estas puertas están siempre abiertas? Sin cerrojo, vamos -la viuda y la señora Wheary asintieron al unísono-. ¿Y sobre la pistola? ¿Hay alguno de ustedes que ignorara la existencia de ese revólver cargado en el cajón del buró?

La señorita Forrest dijo rápidamente:

– Yo no lo sabía, inspector.

El viejo gruñó algo. Ellery fumaba, reflexionando en el estudio, sin escuchar apenas.

El inspector volvió a mirarlos a todos durante un momento y luego, brevemente, dijo:

– Eso es todo por el momento. No -añadió con tono cáustico-, no se muevan, que queda mucho más. A usted le necesitamos, doctor. Quédese aquí.

– Por favor -comenzó la señora Xavier, a medio levantarse. Parecía mucho más vieja, y como ausente-. ¿No podríamos…?

– Quédese donde está, por favor, señora Todavía quedan muchísimas cosas por hacer. Una de ellas -dijo, ceñudo, el inspector- es hacer venir a esa invitada oculta que tienen ustedes, la señora Carreau. Convendría que charlásemos un ratito con ella -y comenzó a cerrar la puerta frente a ellos, ante sus caras sorprendidas.

– Y el centollo, padre -dijo Ellery con gravedad-. Hazme el favor de no olvidarte del centollo.

Pero todos ellos estaban demasiado estupefactos para poder articular una sola palabra.

– Vamos a ver, doctor -continuó apresuradamente Ellery en cuanto se cerró del todo la puerta-, ¿qué pasa entonces con el rigor mortis? A mí me parece tan tieso como una tabla. Tengo bastante experiencia y he visto muchos cadáveres y éste me parece que está en estado muy avanzado.

– Sí -asintió el doctor Holmes-. El rigor es ya completo. De hecho el rigor se ha producido hace ya nueve horas.

– Pero bueno -saltó el inspector-, ¿está usted seguro? Eso no me suena muy cristiano.

– Le aseguro a usted que es así, inspector. Tenga usted en cuenta que el doctor Xavier era… -se pasó la lengua por los labios-, era diabético.

– ¡Ah! -dijo suavemente Ellery-. Ya tuvimos otro caso de un cadáver diabético. ¿No te acuerdas de la señora Doorn, en el Hospital Holandés, padre? Siga usted, doctor.

– Es más que frecuente -dijo el joven británico con un gesto cansado- que los diabéticos, especialmente en casos graves como el del doctor Xavier, entren en el rigor mortis transcurridos apenas tres minutos o poco más de la muerte. Debido a las especiales condiciones de su sangre, claro esta.