– Vaya al grano -gruñó Mark Xavier.
Ellery le miró fríamente.
– Haga usted el favor de dejarme llevar a cabo esta demostración sin interferencias, señor Xavier. Quisiera hacer notar que la culpabilidad es un sentimiento incluido en un término un tanto ambiguo y amplio. Somos todos una tribu de lanzadores de primeras piedras, añadiré. Recuerden esto, por favor.
El hombre pareció confundido.
– Y ahora -dijo Ellery con calma- pasemos a la lección. Voy -siguió metiendo la mano en uno de sus bolsillos- a hacerles un truco con cartas -y sacó una baraja.
– ¡Un juego de manos! -exclamó la señorita Forrest.
– Un juego de manos muy poco frecuente, eso sí. Es uno que no incluía en su repertorio el inmortal Houdini. Miren ustedes, por favor -sostuvo la carta ante él, los índices hacia dentro y los pulgares apuntando hacia los espectadores y entre sí-. Voy a hacer como si quisiera partir esta carta en dos mitades y luego a estrujar una de ellas y tirarla.
Contuvieron todos la respiración, con los ojos fijos en la carta. El inspector asintió con la cabeza y dejó escapar un suspiro silencioso.
Manteniendo firme la mano izquierda, Ellery hizo un rápido movimiento con la derecha, rasgando la carta en dos mitades. Luego, dejando una en la derecha la aplastó y arrojó inmediatamente. Luego elevó la izquierda, con la otra mitad de la baraja en ella.
– Observen ustedes -dijo- lo sucedido. He querido partir esa carta en dos mitades. ¿Cómo lo he hecho? Haciendo fuerza con la mano derecha y arrugándola con esa misma mano, y tirándola también con la derecha. Eso hizo que la derecha quedara vacía y la izquierda ocupada. Ocupada -dijo cortante- por el trozo que quise tener y por el que realicé todo el proceso. Mi mano izquierda, que no hizo nada más que sostener la carta y compensar el esfuerzo de la derecha, es la que conserva la media carta sin arrugar.
Barrió las caras con mirada inquisitiva. Ya no había ligereza alguna en su manera de hablar.
– ¿Qué significa esto? Nada más que soy diestro, es decir, que hago casi todas las cosas manuales con la mano derecha. Y la uso instintivamente. Es una de las características de mi forma física de ser. No puedo hacer cosas con la mano izquierda sin un esfuerzo consciente… Bien, la cuestión es que también el doctor Xavier era diestro.
Y por fin en las caras se dibujó la comprensión.
– Veo que van entendiéndome -continuó Ellery serio-. Encontramos la media carta sin arrugar en la mano derecha del doctor Xavier. Pero, como les he demostrado ahora mismo, un individuo diestro que realiza el proceso de romper, arrugar y tirar una mitad de carta conservando en la mano la otra mitad, se quedaría con esa mitad en su mano izquierda. Puesto que los dos trozos son sustancialmente idénticos, no puede pensarse que haya razones intelectuales para preferir una mitad a la otra, por lo que la que se conserve ha de ser siempre la que esté en la mano que no realiza el trabajo y, por lo tanto, nos encontramos con que el doctor Xavier sostenía la carta partida en la mano contraria. Y que, por tanto, no fue él quien rompió la carta. Y que, por tanto, alguien lo hizo y la puso luego en su mano, cometiendo el error imperdonable de creer que, como no era zurdo, sostendría la carta en la mano derecha. Por lo tanto -y aquí hizo una pausa, mientras la compasión se instalaba en su rostro-, debemos la más profunda de las disculpas a la señora Xavier, por haberla acusado de algo que ella no había hecho poniéndola en una dramática situación de trastorno mental.
La boca de la señora Xavier estaba abierta. Parpadeaba como si saliera a un sol radiante desde las más profundas tinieblas.
– Porque, ya comprenden -siguió Ellery tranquilo y calmado-, si alguien colocó la media carta en la mano del muerto, ese medio seis de picas, era ese alguien y no el muerto quien acusaba a la viuda del crimen, y la otra tesis se derrumba. En vez de una criminal, tenemos una inocente inculpada, una víctima de un plan diabólico. ¿Quién podría ser el autor de ese plan sino el asesino verdadero? -se calló, se inclinó y se apoderó de la media carta arrugada, guardándose los dos trozos en el bolsillo-. El caso -dijo lentamente-, lejos de estar resuelto, no ha hecho sino empezar.
Se produjo un embarazoso silencio, y la más silenciosa de todos era la viuda del doctor Xavier. Se había recostado de nuevo sobre la almohada, ocultándose la cara entre las manos. Los demás comenzaron a examinar rápida y subrepticiamente las caras ajenas. La señora Wheary gemía y se recostaba contra el marco de la puerta. Bones miraba de la señora Xavier a Ellery, y viceversa, completamente estupidizado.
– Pero… pero -saltó la señorita Forrest, contemplando a la mujer que yacía en el lecho- ¿entonces por qué ella… por qué se…?
– Una buena pregunta, señorita Forrest -exclamó Ellery-. Ese es el segundo de los problemas a resolver. Una vez resuelto el primero, y concluido que la señora Xavier era inocente, la pregunta surge sola; ¿por qué confesó ser autora del crimen? Pero eso -hizo una pausase aclara sólo en cuanto se piensa un poco sobre ello. Señora Xavier -dijo suavemente-, ¿por qué confesó un crimen del que es inocente?
La mujer comenzó a sollozar con fuertes hipos y congojas. El inspector se dio la vuelta y fue hasta la ventana para mirar afuera La vida parecía bastante triste en aquel preciso momento.
– ¡Señora Xavier! -exclamó Ellery, inclinado sobre la cama; le tocó las manos que cayeron inertes, dejando su cara al descubierto. Miró hacia él con ojos inundados-. Es usted una gran mujer, ¿sabe? Pero no podemos permitirle que haga usted ese sacrificio. ¿A quién encubre usted?
Tercera parte
Es lo mismo que si comenzaras a golpear con todas tus fuerzas una puerta firme y que tras un esfuerzo extenuante, la derribaras. La luz te cegaría un instante, y en él creerías estar viendo la realidad. Luego, tus ojos se habitúan y entonces los detalles eran pura ilusión, no hay más que un comportamiento vacío con otra recta puerta al otro lado… Puedo asegurar que no hay ni un solo investigador criminal que no haya experimentado esa sensación en cualquier caso algo más complicado de lo normal.
Incursiones en el pasado,
de Richard Queen
El cementerio
En el rostro de la señora Xavier se produjo un cambio notable. Era como si todos sus rasgos se estuvieran volviendo, uno por uno, de piedra. Primero se endureció la piel, y luego la boca y las mejillas; la piel se alisó y aplastó como hormigón, y la mujer entera pareció como rellenada en un molde. En un abrir y cerrar de ojos volvió a recuperar aquella especie de edad inexistente que la caracterizaba.
Incluso sonrió, con aquella media sonrisa ya conocida de Gioconda Pero no contestó a la directa pregunta de Ellery.
El inspector se giró lentamente para observar las caras de sus habituales marionetas. Siempre eran marionetas, pensó -marionetas de cartón piedra-, en cuanto querían esconder algo. Y ahora todos ellos querían esconder algo, siempre, en una investigación criminal. No había nada nuevo que sacar de su porte culpable. Pero la culpabilidad era solamente una cualidad comparativa en el animal humano, y esto lo sabía por larga y amarga experiencia. Era el corazón y no la cara el refugio de la culpa Lanzó un suspiro y echó de menos uno de los aparatos de detección de mentiras de su amigo el profesor de la Columbia University. En cierta ocasión…
Ellery se incorporó y se quitó los anteojos.
– ¿Así que nos encontramos un muro de silencio en el único asunto realmente de importancia? -dijo pensativo-. Supongo que se da usted cuenta, señora Xavier, que al negarse a hablar se está usted convirtiendo en cómplice del asunto.