– No sé de qué me está usted hablando -dijo con una voz ronca y neutra.
– ¿De veras? ¿Y entiende usted al menos que ya no está usted acusada del asesinato de su marido?
La mujer permaneció en silencio.
– ¿No quiere usted hablar, señora?
– No tengo nada que decir.
– El -el inspector hizo un movimiento de cabeza y Ellery se retiró con gesto indiferente. El viejo avanzó mirando a la señora Xavier, con extraño antagonismo. Después de todo había sido su presa-. Señora Xavier, el mundo está repleto de gente divertida que hace toda clase de cosas absurdas y, generalmente, es difícil decir por qué las hacen. Los seres humanos no son muy consecuentes. Pero un policía puede decir muchas veces por qué la gente hace ciertas cosas, una de ellas, tratar de cargar con los crímenes de otro. ¿He de decirle yo por qué está usted deseosa de echar sobre sus espaldas un asesinato que no ha cometido?
La mujer se apretó contra la almohada, apretando las manos contra la cama.
– El señor Queen ya me ha…
– Bueno, pero tal vez yo pueda llegar un poco más lejos, ya ve usted -el inspector se frotó el mentón-. Voy a ser brutal, señora mía. Las mujeres de su edad…
– ¿Qué les pasa a las mujeres de mi edad? -preguntó temblándole los labios.
– Chh, chh, ¡es usted femenina! Iba a decir que las mujeres de su edad suelen hacer esos grandes sacrificios por una de estas dos razones: amor o pasión.
Ella se echó a reír histéricamente.
– Ya veo que hace usted distinción entre ambas.
– Desde luego que sí. Y tengo muy clara la distinción. Amor es el más alto tipo de sentimiento… espiritual…
– ¡Oh, sandeces! -y se dio media vuelta.
– Lo dice usted como si se lo creyera -dijo el inspector-. No, supongo que no sería usted capaz de sacrificarse… digamos, por sus hijos…
– ¡Mis hijos!
– Claro, no tiene usted ninguno, y por eso tengo que llegar a la conclusión de que -su voz se crispó- ¡está usted encubriendo a un amante, señora Xavier!
La viuda se mordió los labios y se aferró a las sábanas.
– Lamento haber tenido que hacer todo este discurso sobre el asunto -continuó el viejo pausadamente-, pero soy un toro con muchas hierbas, y sé bien por dónde van los tiros. ¿Quién es él, señora?
Le miró como si quisiera estrangularlo con sus propias manos blancas.
– Es usted el viejo más despreciable que he visto en mi vida -gritó-. ¡Déjenme sola, por Dios!
– ¿Se niega usted a hablar?
– ¡Váyanse todos de aquí!
– ¿Es su última palabra?
Parecía estar llegando a la más elevada cima de enrojecimiento pasional.
– Mon Dieu! -susurró-. ¡Si no salen de aquí…!
– Pécora -dijo Ellery con mala cara, e inició la salida de la habitación girando sobre los talones.
El calor de la noche era agobiante. Desde la terraza, a la que habían pasado de común acuerdo tras una cena de salmón en lata y silencio, se divisaba un cielo rojo en su totalidad, un telón de fondo ardiente que enmarcaba el decorado montañoso, ablandado y disipado por el humo que subía desde el invisible mundo ígneo del fondo. La boca y la nariz de la señora Carreau estaban cubiertas por un delicadísimo velo gris y los mellizos sucumbían a una deprimente necesidad de toser convulsivamente. Era difícil respirar. Jirones de luz anaranjada atravesaban el cielo, ascendiendo en brazos del viento térmico, y ya las ropas de todos iban mostrando manchas de cenizas.
La señora Xavier, con la salud completa y milagrosamente recuperada, estaba sentada sola, como una emperatriz destronada, en el extremo más alejado de la terraza. Cubierta de satén negro, se fundía con la noche convirtiéndose en una presencia más adivinada y presentida que vista.
– La antigua Pompeya debió ser algo así -señaló el doctor Holmes tras el largo y cerrado silencio.
– Excepto -dijo Ellery con fiereza mientras daba patadas a la barandilla de la terraza- que ellos, nosotros y el mundo entero están un poco al revés. El cráter del Vesubio era el emplazamiento ideal para la ciudad, y los habitantes -es decir, la brillante compañía de amable conversación- en el medio del cráter. ¡Sería un gran espectáculo! La lava fluyendo hacia arriba En cuanto llegue a Nueva York voy a escribir a la Sociedad Geográfica hablándoles de esto -hizo una pausa; estaba de un humor de perros-. Si -añadió con una seca sonrisa- salgo alguna vez; claro que empiezo a dudarlo muy seriamente.
– Yo también lo dudo -dijo la señorita Forrest con un escalofrío.
– ¡Oh! No hay verdadero peligro, estoy convencido -dijo el doctor Holmes rápidamente, lanzando una mirada llena de irritación a Ellery.
– ¿No? -se burló Ellery-. ¿Y qué haremos si el fuego empeora? Sacar nuestras alas y echarnos a volar como palomitas, ¿no es eso?
– ¡Está usted haciendo una montaña de un grano de arena, señor Queen!
– Lo que estoy haciendo es un fuego, que por cierto arde ya muy satisfactoriamente, de una montaña… Vamos, vamos. No digamos estupideces. Es absurdo ponernos a discutir ahora, perdóneme usted, doctor. Debemos estar asustando de muerte a estas señoras…
– Hace muchas horas que me he dado cuenta de eso -dijo con calma la señora Carreau.
– ¿Cuenta de qué? -exclamó el inspector.
– De que estamos en una situación verdaderamente delicada, inspector.
– ¡Bobadas, señora Carreau!
– Es muy amable al decir eso -sonrió-, pero no tiene ningún sentido tratar de disimular el problema en que estamos metidos, creo yo. Estamos atrapados como… como moscas dentro de una botella -su voz estaba un poquito trémula.
– Vamos, vamos, no estamos tan mal, ni mucho menos -dijo el inspector tratando de corazón de sonar convincente-. No es más que cuestión de tiempo, señora. Esta montaña es muy resistente.
– Resistente y cubierta de árboles altamente inflamables -dijo Mark Xavier en tono burlón-. Después de todo es posible que sea un acto de la justicia divina. Tal vez todo este tinglado ha sido organizado desde arriba expresamente para tratar de ahumar a un asesino.
El inspector le dirigió una cortante mirada.
– Es una idea -gruñó, y se volvió mirando hacia el cielo gris rojizo.
El señor Smith, que no había abierto la boca en toda la tarde, movió su silla hacia atrás repentinamente, sobresaltándoles. Su masa elefantina se recortaba espectacularmente contra los blancos muros. Avanzó hacia los escalones, bajó un peldaño, titubeó y volvió la cabeza enorme hacia el inspector.
– ¿Hay inconveniente en que me dé una vuelta por ahí un ratito? -bramó.
– Si quiere usted partirse una pierna contra las piedras con esta oscuridad es cosa suya -dijo el viejo policía, molesto-. A mí me importa un rábano, Smith, no puede usted ir muy lejos y eso es lo único que me preocuparía.
El gordo empezó a decir algo, cerró los delgados labios y descendió pesadamente las escaleras. Siguieron oyendo el pesado caer de sus pasos sobre la grava hasta bastante después de haber desaparecido de su vista.
Ellery atisbo por pura casualidad al encender un cigarrillo la cara de la señora Carreau a la luz del resplandor que caía sobre la terraza, a través de la puerta del vestíbulo. Su expresión le dejó helado. Estaba mirando fijamente, intensamente, las amplias espaldas del gordo, con los ojos inundados por un húmedo terror. ¡La señora Carreau y la mole ingente de Smith!… La cerilla se consumió en sus dedos, y la dejó caer ahogando un juramento. Ya creía haber notado algo en la cocina… y, sin embargo, hubiera jurado que Smith tenía miedo de aquella pequeña dama de Washington. ¿Por qué, entonces, había aquel terror en los ojos de ella? ¡Era demasiado pensar que se tuvieran miedo mutuamente! Aquella enorme y hostil criatura, que parecía el eslabón perdido con alguna cultura primitiva en sus maneras y en su forma de hablar, y esa educadísima dama, de la buena sociedad… No era imposible, claro está. Las vidas más extrañas se cruzan en las aguas del pasado. Se preguntó, con un extraño y creciente interés, cuál podía ser el secreto. ¿Habrían los demás…? Pero un examen minucioso de sus caras dio como resultado el convencimiento de que ignoraban completamente cualquier secreto por ese lado. Excepto, tal vez, la señorita Forrest. Curiosa joven. Sus ojos vagaban perdidos, tratando de evitar que se posaran sobre el rostro de la señora Carreau. ¿Sería, entonces, que ella sí lo sabía?