Padre e hijo evitaron cuidadosamente acercarse a la esquina en que se encontraba el refrigerador.
– ¿Y ahora? -gruñó el inspector después de un rato-. No veo nada que pueda servirnos. Lo más probable es que el asesino no haya puesto el pie en este cuarto anoche. ¿Qué te preocupa?
– Animales.
– ¿Animales?
– He dicho -repitió Ellery con firmeza- animales. El doctor Holmes mencionó algo hace tiempo sobre experimentos con animales y sus diversas capacidades de hacer ruido, refiriéndose a la cuestión de las paredes a pruebas de ruidos. Y tengo una gran curiosidad por saber de esos animales de laboratorio, tengo un santo horror absolutamente anticientífico por la vivisección.
– ¿Ruidos? -el inspector frunció el ceño-. No oigo el menor ruido.
– Es muy probable que usasen anestesia suave. O total. Veamos… ¡el otro lado, claro!
En la parte de detrás del laboratorio había una especie de cubículo que recordó vagamente a Ellery la cámara frigorífica de una carnicería. Se penetraba por una pesada puerta recubierta de metal cromado. Trató de abrirla. No hubo dificultad. Abrió y entró, buscando una bombilla, dio con una llave, la giró y le cegó la luz. El compartimento estaba lleno de estanterías, y las estanterías de jaulas de variados tamaños. Y en las jaulas había la más completa variedad de criaturas raras que había visto en toda su vida.
– ¡Dios! -exclamó-. ¡Es… es algo colosal! ¡Esto haría millonario a cualquier empresario de casa de los horrores de Coney Island! ¡Padre! Echa un vistazo.
La luz los había despertado, y la última palabra de Ellery quedó cubierta por un torrente de voces animales, gritos de todas clases, chillidos, gruñidos. El inspector, un tanto alarmado, se introdujo en el pequeño compartimento y sus ojos se abrieron por completo mientras arrugaba la nariz un poco asqueado.
– ¡Puff! Huele igual que en el zoo. ¡Qué barbaridad!
– Más bien -corrigió Ellery secamente- como el arca de Noé. No necesitamos más que un anciano de aspecto patriarcal y con barba y túnica. ¡Por parejas! Me gustaría saber si son todas de macho y hembra.
En cada caja había dos criaturas de la misma especie. Había dos rarísimos conejos, un par de gallinas con plumas rizadas, dos conejillos de indias, o algo así, color de rosa, dos marmotas con cara obispal… Los estantes estaban llenos, y sobre ellos otras jaulas habitadas por la más extraordinaria colección de seres, la pesadilla de un zoólogo, casi todos imposibles de reconocer.
Pero la variadísima naturaleza de la colección no era lo que más les asombró, sino el hecho de que, hasta donde alcanzaba su vista, todas las parejas estaban formadas por mellizos… siameses del reino animal.
Y había también algunas cajas vacías.
Salieron del laboratorio a toda prisa, y se sintieron aliviados cuando el inspector hubo cerrado tras ellos la puerta del pasillo.
– ¡Vaya sitio! Vámonos de aquí -Ellery no replicó. Al llegar a la intersección de ambos pasillos, longitudinal y transversal, dijo repentinamente:
– ¡Un momento! Me parece que voy a ver si tengo una pequeña charla con nuestro amigo Bones. Hay algo que… -se fue corriendo hacia la puerta de la cocina, abierta, con el inspector siguiéndole al trote.
La señora Wheary se giró al oír los pasos de Ellery.
– ¡Oh! Es usted, señor Queen. Me asustó usted…
– No se preocupe -dijo Ellery cordialmente-. ¡Ah, Bones! Estoy impaciente por hacerle a usted una pregunta.
El viejo criado se animó.
– Pues pregunte usted -dijo brusco-. No puedo impedírselo.
– Ya sé que no puede, Bones -dijo Ellery apoyándose contra la puerta-. Dígame, ¿se dedica usted a la horticultura?
El hombre se quedó parado.
– ¿A qué?
– Si es usted devoto de la Madre Naturaleza, con especial dedicación a las señoras flores. Quiero decir que si acaso trata usted de cultivar plantas de jardín en este suelo pedregoso.
– ¿Un jardín? No, demonios, claro que no.
– ¡Ah! -dijo pensativo Ellery-. Ya suponía que no, a pesar de lo que dijo la señorita Forrest. Y sin embargo recuerdo que esta mañana apareció usted por uno de los lados de la casa con un pico y una azadilla al hombro. He estado mirando detenidamente y no he visto ni asomo de una margarita, una orquídea exótica o un humilde pensamiento. ¿Qué demonios estaba enterrando usted esta mañana, Bones?
El inspector dejó que se oyera un gruñido de sorpresa.
– ¿Enterrando? -el viejo no parecía turbado, sino aun más agresivo que antes, seguro, arisco-. Pues, caramba, los animales esos.
– Por todos los diablos -exclamó Ellery por encima del hombro-. Jaulas vacías son jaulas vacías, ¿eh?… ¿Y por qué tenía usted que enterrar animales, mi querido Bones? ¡Claro! ¡Ya está! Usted es el enterrador del doctor, el guardián del osario. Pero dígame usted, ¿por qué tenía que enterrarlos? Vamos, vamos, cuéntemelo.
Asomaron los dientes amarillentos al componer una mueca.
– ¡Ésa es una pregunta inteligente! Pues porque estaban muertos, ¿por qué iba a ser?
– Naturalmente. Es una pregunta imbécil; pero, claro, uno nunca sabe, Bones. Eran animales gemelos, ¿verdad?
Por primera vez pareció cruzar una sombra de temor o desconfianza por los ojos del criado.
– Gemelos… ¿animales gemelos?
– Perdóneme si no hablo claro -dijo Ellery, gravemente-. Mellizos, gemelos, ¿entiende?
– Sí -y Bones miró para el suelo.
– ¿Enterró los de ayer esta mañana?
– Sí.
– Pero ya no había siameses, ¿eh, Bones?
– No le entiendo.
– Me temo que sí -dijo Ellery tristemente-. Quiero decir lo siguiente: el doctor Xavier ha estado realizando experimentos con criaturas siamesas de especies inferiores durante algún tiempo. ¿De dónde diablos habrá sacado las cobayas?, tratando de conseguir realizar la separación quirúrgica sin que se perdiera ninguna vida. ¿Me equivoco?
– No sé nada de nada -exclamó el viejo-. Todo eso debía de preguntárselo al doctor Holmes.
– No hace falta. Algunos… la mayoría o quizás todos esos experimentos han fracasado. Y así nos encontramos con usted, desempeñando ese papel único de sepulturero de animales. ¿Qué tal cementerio tiene usted por ahí, Bones?
– No es muy grande. No ocupan mucho espacio -dijo ácidamente Bones-. Sólo una vez hubo una pareja muy grande: vacas. Pero en general eran pequeños. Desde hace cosa de un año. Sé que el doctor hizo algunos que le salieron bien. Lo sé.
– ¿Hubo algunos positivos? En realidad era de esperar de un hombre de la reputación técnica del doctor Xavier. Pero… Bien, muchas gracias, viejo amigo. Muy buenas noches, señora Wheary.
– ¡Un momento! -gruñó el inspector-. Si ha estado enterrando cosas ahí fuera… ¿Cómo sabes que no…?
– ¿Que no enterró otras cosas? Tonterías -Ellery arrastró gentilmente a su padre por la manga, fuera de la cocina-. Acepta mi palabra: Bones está diciendo la verdad. No es eso lo que me interesa, sino la posibilidad… -calló, y siguió andando.
– ¿Qué te parece eso, Jul? -llegó hasta ellos la voz de Francis Carreau. Ellery se detuvo, sacudió la cabeza y continuó. El inspector iba tras él mordiéndose los bigotes.
– Todo muy raro -murmuro.
Oyeron el pesado caminar de Smith en la terraza.
La bella y la bestia
Estaban metidos en la noche más asfixiante de la historia de la humanidad. Deambulaban sin rumbo fijo en medio de un infierno de oscuridad pegajosa, aire acre y espeso, calor, hasta que, después de tres horas, decidieren tácitamente renunciar a la posibilidad de dormir. Ellery se levantó de la cama, gimiendo, y encendió la luz. Buscó un cigarrillo, acercó una silla a una de las ventanas de la parte de atrás y fumó sin placer. El inspector seguía tumbado sobre la espalda, moviendo rítmicamente el bigote al compás de su respiración ronca, mirando al techo. Las camas, los pijamas, todo estaba empapado en sudor.